
- Hoy en nuesrro teatro un relato especial
Preguntas de ayer y de hoy
- Papá, ¿qué es ser honesta?
- No sé, hija ¿por qué me lo preguntas?
Se lo preguntaba por algo que había oído y que, como tantas otras cosas, no había comprendido. Me gustaba escuchar las cosas que se oían en la sala de espera del despacho de mi padre. Él era abogado, y tenía su despacho en el mismo piso donde vivíamos, que estaba dividido en dos. La parte dedicada a su trabajo, que comprendía una sala de espera y un despacho que a mí me parecía enorme, era territorio prohibido. Y, como todo lo prohibido, me parecía tan atractivo que, en cuanto podía, me ofrecía para abrir la puerta y anunciarle a los clientes que llegaban. Me sentía importante diciendo que había llegado el señor Fulano, o la Señora Mengana, e invitándoles a pasaran a la sala de espera como si se tratara de un ritual maravilloso. Algún día yo también formaría parte de ese ritual, de eso estaba segura.
Fue en esa sala de espera, mientras les indicaba que tenían revistas para leer y que esperaran un momento, que el señor abogado les atendería enseguida, cuando escuché aquello. Como la chica no era honesta, decía uno de aquellos hombres a otro, él podría salirse de rositas.
Ya hacía tiempo que sabía que “salirse de rositas” era librarse de un castigo, pero de aquello de la honestidad no tenía ni idea. Y a mí me gustaba saberlo todo. Por eso pasaba tantas tardes abriendo la puerta cuando se suponía que estaba haciendo los deberes. Y mi padre, desde luego, agradecía esa labor que le ahorraba tiempo, o el dinero que hubiera gastado en una recepcionista. Entre mi madre y yo, cubríamos ese puesto con creces.
Mi padre era muy hábil para escaquearse de responderme a preguntas incómodas y, aunque yo muchas veces insistía, eran muchas más las que él se salía con la suya.
Pero esa vez no tuvo suerte. Cuando ya creía que se había librado de responderme, volví a la carga con otra pregunta, si cabe, peor. - ¿Y qué es una prostituta?
Recordaba que una vez, en el colegio, nos dijeron que una prostituta era una mujer que vendía su cuerpo a cambio de dinero. Nos lo explicaron en clase de religión, a propósito de la figura de María Magdalena, pero a mí no me quedó nada claro. Si aquello de vender el cuerpo era una cosa mala ¿por qué la Magdalena no había ido derechita al infierno? Las monjas, desde luego, no estaban dispuestas a darme más explicaciones, y mi padre parecía llevar el mismo camino. - Papá, ya sé que es quien vende su cuerpo a cambio de dinero. Pero lo que no entiendo es cómo se puede vender un cuerpo
- Verás, hija. Hay personas que se ven obligadas a hacer cosas que no quieren
- ¿Qué cosas?
- Pues imagina que alguien quiere un beso. Ella no quiere dárselo, pero si le paga por ello, se lo da
- Pero ¿por qué iba a hacer eso?
- Pues porque a veces las personas necesitan dinero, y no tienen otro modo de conseguirlo. Imagina que tuviera un hijo enfermo, o que no tuviera para darle de comer y el niño tuviese hambre.
Me acordaba de aquello cuando paseaba, pasillo arriba, pasillo abajo, a la espera de una llamada. Habían pasado muchos años desde aquella conversación con mi padre y ya nadie usaba aquel despacho, ni nadie se sentaba leer revistas en aquella sala de espera. Pero, como yo soñaba desde que abría la puerta, yo había pasado a formar parte de aquel ritual, aunque el tiempo le hubiera robado ese halo de misterio que tanto me atraía.
La llamada no llegaba y mi nerviosismo iba en aumento. El jurado llevaba varios días reunido, y se decía que ya estaba todo decidido. Solo quedaba atar unos cabos sueltos, redactar el veredicto y dar el anuncio. Entonces entraríamos todos en la sala
de vistas y, como ocurría siempre, habría quien saliera satisfecho y quien sintiera frustradas todas sus expectativas. Podría ser, incluso, que ni una cosa ni otra. Era lo que tenía una profesión donde, casi desde el principio, había que asumir que unas veces se gana y otras se pierde. Eso era lo que decía siempre mi padre y lo que, con el tiempo, había comprobado que era una verdad irrefutable.
No era mi primer asunto en el que aparecía el oscuro mundo de la prostitución, pero sí, desde luego, el más grave con el que me había encontrado. Ahora recordaba el desosiego con el que se encontraron los compañeros que, en mi primer destino, se tuvieron que enfrentar nada menos que a un asesino en serie cuyas víctimas eran, en su mayor parte, prostitutas. Aquel asunto pasó a los anales de la historia judicial española y, aunque a mí solo me rozó, nunca me lo quité de la cabeza. Aunque pensé que nunca me encontraría con algo semejante.
Me había enfrentado a un asunto enorme, en calidad y cantidad. Mediático como pocos por su contenido y por las circunstancias. Y rodeado de esa aureola de oscuridad y misterio que el mundo de la prostitución confiere a todo lo que toca. Nada menos que 3 mujeres muertas y 7 víctimas más, además de ellas mismas, de agresión sexual, y un tráfico de drogas como colofón. Una madre coraje, un cadáver sin aparecer y un tipo sombrío en el banquillo de los acusados eran ingredientes más que suficientes para convertir aquello, si no en el juicio del siglo, si en el juicio del año. Y uno de los que marcarán mi vida profesional, sin duda. La suerte estaba echada.
Poca gente fuera de este mundo puede imaginar esa sensación que se tiene mientras se espera el veredicto de un jurado. Pero es una ansiedad comparable con ocas sensaciones en el mundo. Nuestro escenario habitual es el de los asuntos juzgados por profesionales del Derecho y cuando estamos en manos de legos la sensación de desnudez es tremenda. Casi tanto como la de pisar arenas movedizas.
No era la primera que, a lo largo del proceso, evocaba la pregunta que hice a mi padre. No sé si es inevitable, pero ocurre con mucha frecuencia en los delitos sexuales que el foco del reproche se cambia de acusado a víctima. El hecho de que se hubieran visto abocadas a prostituirse es algo que siempre es traído a colación para descargar la culpa del único culpable. Esa honestidad por la que preguntaba a
mi padre desapareció del Código, pero no desapareció con tanta facilidad de las mentes.
Llegó la hora. El auxilio judicial nos llamó para entrar en sala. Los miembros del jurado estaban dispuestos y, una a uno, fueron leyendo todos sus veredictos, todos de culpabilidad, tantos como delitos por los que se acusaba.
Sonreí. A mi cabeza volvió mi padre, y mis preguntas de niña. Ya no hay que ser honesta para ser considerada víctima del delito, pensé. Pero, como si estuviera allí mismo, él me dio la respuesta que había guardado en su momento - Pero ser honesta, poco tiene que ver con eso. Y esas víctimas a las que hoy se ha hecho justicia eran honestas a carta cabal.
Sin duda, papá. Sin duda.