
Machismo, racismo, xenofobia, homofobia, xenofobia, discriminación por ideología, discapacidad, religión, enfermedad, o cualquier otro de los motivos que dan lugar a lo que se conoce como delitos de odio, han sido ampliamente reflejados en cine, teatro y series de televisión. Desde películas que recogen hechos históricos como Arde Mississipi, El milagro de Anna Sullivan, Invictus o La lista de Schindler a fábulas bienintencionadas como Forrest Gump o Rain Man. Y, más recientemente, Coda, el oscarizado remake de la francesa La familia Bélier, la historia de una familia de personas sordomudas, un tema que ya trató la también oscarizada Hijos de un dios menor Y es que la diferencia vende bien, aunque se compre peor. Verdad verdadera.
En nuestro teatro la diferencia también tiene un papel importante, aunque a veces menor del que debería, o incluso del que decimos otorgarle. Ya dedicamos sendos estrenos a la igualdad de género , a los delitos de odio y, como no, a darle la bienvenida a ese pionero de las puñetas que es Héctor , mi amigo y compañero -por ese orden- invidente.
Pero hoy quería dar una vuelta más al tema. Una vuelta que, confieso que no apareció sola en mi cabeza, sino que vino espoleada por una conversación con Natalia Velilla en el Centro de Estudios Jurídicos, en un estupendo curso sobre delitos de odio dirigido por Mayte Verdugo. Ambas, por una u otra razón, concluimos que en nuestras carreras, y en la vida en general, se echa de menos la perspectiva de discapacidad, una vez que hemos conseguido integrar, aunque sea a duras penas y a fuerza de pelear, la denominada perspectiva de género. De hecho, ella escribió un precioso artículo sobre los huesos del amor al que solo veo un pero: no haberlo escrito yo antes. Aunque me lo dedicó, que no se diga, que es de bien nacida ser agradecida.
Como decía, quise dar una vuelta al tema e ir más allá. No solo nos falta perspectiva de discapacidad, sino que nos falta perspectiva de igualdad, entendida en sentido amplio y no solo como igualdad entre hombres y mujeres. Por eso tal vez sería mejor llamarla perspectiva de no-discriminación.
La perspectiva de no-discriminación debería hacer que personas como una abogada a la que considero amiga, aunque solo la conozco por twitter, no tuviera que contar como una rareza que la juez con la que iba a celebrar un juicio lo hiciera en una sala adaptada a sus capacidades diferentes, puesto que necesita una silla de ruedas para desplazarse. La perspectiva de igualdad debería hacer que quien tiene que trabajar con cualquier persona con diversidad funcional o sensorial pensara en prever qué va a necesitar en lugar de lamentarse por si aquello puede suponer un retraso. También debería implicar que nadie se quejara porque la administración destina dinero a adaptar los puestos de trabajo -siempre hay alguien que ronronea eso de que “con la falta que hace para otras cosas…”- o porque las personas con discapacidad tengan derecho por ley a la reserva de un porcentaje de plazas en las oposiciones o en los puestos de trabajo. Porque estas cosas casi nadie las dice en voz alta, pero sí en la intimidad de cafés y chats creyéndose cargados de razón. Y todo el mundo lo sabemos, aunque hagamos como que no. Verdad verdadera.
Una vez, la madre de una niña con una discapacidad importante, como esas de las que hablaba en el estreno dedicado a personas especiales me contó que su hija se quejaba de que la gente no la miraba a los ojos. Y lo cierto es que no lo había pensado hasta ahora, pero es una verdad como un piano. Las personas diferentes nos incomodan, porque más de una vez ponen al descubierto nuestra mezquindad y nuestro egoísmo, y ante eso es difícil reaccionar. Por eso, cuando no las miramos no es porque no las queramos ver, sino porque no queremos ver nuestro reflejo en ellas. La zona de confort es lo que tiene.
Alguna vez he presenciado cómo a un funcionario con discapacidad se le arrinconaba dándole poco o incluso ningún trabajo en lugar de enseñarle a hacer lo que con un poco de ayuda podría hacer perfectamente. He de decir que también he visto lo contrario, pero en esos casos sí estaríamos ante esa perspectiva de no-discriminación de la que hablaba. Ojala fueran estos casos y no los otros los únicos que viera.
Incluso a la hora de proponer testigos, podemos caer en ello sin darnos cuenta. Porque llamar a un testigo sordomudo puede implicar tener que buscar a un intérprete de signos, o interrogar a alguien con discapacidad intelectual puede requerir más dosis de paciencia y de tiempo. Nos decimos a nosotras mismas que no vamos a molestarnos, pero no nos perdemos un minuto en pensar que no solo ellos quizás quieran que conozcamos su versión, sino que su testimonio puede ser tanto o más útil como el de cualquiera. Porque creemos tener buena intención, pero nos falta esta perspectiva de no-discriminación de la que hablo.
También nos falta cuando tratamos con alguna persona que viene de otro país, incluso de otra cultura, y pretendemos aplicarles nuestros parámetros. Es difícil que alguien te explique por qué no denunció si en su tierra esas cosas no se denuncian, no son delito o, simplemente, ni siquiera lo sabe.
Otro tanto nos sucede cuando una persona vulnerable es víctima de un delito. El homosexual que no quiere que se conozca su orientación sexual, el inmigrante que teme que su denuncia saque a la luz su condición de sin papeles, o la persona que se avergüenza por haber sido víctima de una agresión sexual.
Partimos de la base de que el mundo es como lo vemos, y que no hay más perspectivas. Nos faltan gafas de todos los colores para no suponer que si se habla de un matrimonio, este sea heterosexual, por ejemplo, por más que la ley lleve muchos años de rodaje. Pero las mentes necesitan rodar, a veces, más que las leyes. Y no siempre están dispuestas a hacerlo. Lástima que no haya un BOE que las cambie como cambia la legislación.
Estos son solo algunos ejemplos, pero podría citar cientos. Y seguro que, a poco que lo pensemos, también se nos ocurrirían unos cuantos.
Por eso el aplauso de hoy se lo daré, además de a Natalia,a Héctor, a Rosa y a Mayte, a las que ya cité y que por un u otro motivo son responsables de estas reflexiones, sino a quienes piensen un momento antes de decidir como tratar a una persona. Porque la perspectiva de no-discriminación es necesaria.
Como trabajadora social feminista agradecerte el artículo. Solo 2 salvedades: no se dice sordomudo. Son PERSONAS SORDAS (con plena capacidad para hablar). Y «la juez» me chirría. Sería «la jueza». Abrazo.
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