
El tipo de papel en que se escriben las obras tiene su importancia. Desde la piedra en que se escribieron las primeras palabras de las que tenemos constancia hasta el actual mundo virtual que en muchos casos no usa ningún soporte físico, ha corrido mucho. El pergamino era lo normal en aquel Biblioteca de Alejandría de los tiempos de Hipatia, pero hoy pocas cosas quedan el papel, ni siquiera La carta. Y es que el progreso es lo que tiene.
En nuestro teatro el papel sigue vivo, y bien vivo, por más que nos quisieran vender aquello del Papel 0 y, según los sitios, la digitalización esté más o menos avanzada. Pero seguimos necesitando los posits, las grapas, el cordel para coser los autos y hasta los dedales de goma para pasar las hojas. Ya dedicamos hace poco un estreno a nuestro particular parque jurásico donde comentábamos todas estas cosas. Y lo malo es que podríamos dedicarle varios más.
Pero hoy quería hablar de algo que, si no ha desaparecido, va camino de hacerlo. Y, llamadme nostálgica, pero me da cierta penita, sentimental que es una. Hablo, ni más ni menos, que del papel de oficio.
Cuando yo llegué a Toguilandia, esos tiempos donde la máquina de escribir era la reina del mambo y donde los ordenadores eran un artefacto del demonio que tenían en la NASA y poco más, el papel de oficio era absolutamente imprescindible. No podía salir un informe de fiscalía o de los juzgados si no era escrito en aquellos folios gruesos, satinados, y con marca de agua que, además, llevaban el escudo de la administración de Justicia impreso al margen. Cuando era pequeña y mi padre traía a casa algo escrito en aquellos folios, me acuerdo que me encantaba mirarlos al trasluz y ver “el dibujito”, eso que ahora sé que era la marca de agua. También sé ahora que “el dibujito” era siempre el mismo, pero entonces los miraba siempre con la esperanza de que me tocara uno distinto, como los cromos de las chocolatinas. Y es que imaginación nunca me ha faltado.
No obstante, lo mejor que recuerdo del papel de oficio era algo que contaba un funcionario . La cuestión era que el papel de oficio, cuyo coste era bastante elevado, además, por el grabado y la alta calidad del papel, en algunos sitios desparecía de manera insólita. Cuando el fiscal jefe de aquel funcionario les dijo que no sabía que pasaba, que parecía que se comían el papel, él y otros compañeros se pusieron rojos como un tomate y empezaron a mirar al suelo, comenzando un silencio tenso que solo se rompió cuando uno de ellos dijo:-
-Comérnoslo,, no. Pero es que mi mujer dice que es el mejor papel para hacer magdalenas, y lo mismo dicen todas las que lo han probado.
Ignoro cómo sería la bronca que, a buen seguro, se vio obligado a echarles el jefe en cuestión. La historia que me contaba aquel funcionario terminaba siempre con una bandeja de magdalenas hechas por su mujer, que, no sé si con aquel papel o no, estaban para chuparse los dedos. Supe el otro día que aquel funcionario, de nombre Marcial, que me contó la historia, ya jubilado pero que nunca faltaba a felicitar las Navidades con sus formas exquisitas y su imborrable sonrisa, había fallecido, y quise hacerle este pequeño recuerdo. Espero que desde donde esté le guste leerlo.
Con el tiempo aquel papel de oficio fue perdiendo calidad -y encanto- para convertirse en folios comunes y corrientes que llevaban impreso en blanco y negro el escudo. Y más tarde, ni eso. Es el propio ordenador el que, con el programa correspondiente, imprime ya con el escudo en su sitio. Aunque, según decían, el papel ya no debería existir, ni de oficio ni de otra clase. Pero juro que mi impresora sigue funcionando sin parar cada día. Y eso por no hablar de su prima la fotocopiadora o el fax, por increíble que resulte a mucha gente.
Para acabar, me acuerdo de otra anécdota que me contaron relacionada con esto. Sucedía hace mucho tiempo, cuando, al fin de una declaración, el juez montó en cólera porque no se había escrito en papel de oficio. Cuando el declarante oyó que la declaración no valía por esa razón, sacó una hoja de papel de estraza y se la ofreció a Su Señoría, diciéndole que podía usar el papel de su oficio, que era el de charcutero. Ignoro cómo acabaría la declaración, y si el interfecto acabaría trayendo una ristra de chorizos como las magdalenas de mi funcionario´. Ni siquiera sé si es una historia verdadera o una leyenda urbana, pero ahí lo dejo. Si no es verdad podría serlo. porque en Toguilandia más que en ningún otro lugar del mundo, la realidad siempre supera a la ficción.
Y hasta aquí, el estreno de hoy. Que no se diga que solo es Proust quien saca partido a las magdalenas para sus historias. El aplauso, es, sin duda, para Marcial, aquel funcionario que se fue y a quien le teníamos tanto cariño, y, con él para todas las funcionarias y funcionarios con los que trabajamos a diario y sin cuyo trabajo no habría función.
Todavía exigen la presentación de escritos por doble vía y el artículo 6 de la L A JG 1/1996, nunca se cumple y una pringada de Procuradora de los Tribunales cubre ese gasto, que muchas veces han superado los 20€ para justiciables que no merecen la pena que luchemos y en muchos casos, los procedimientos son para acceder a las ayudas sociales en fraude de ley, como FREE RIDES o POLIZONES que no contribuyen en nada al GASTO PÚBLICO pero son consumidores en depredación de los bienes sociales que las Administraciones Públicas producen.
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