Desde siempre, de un modo consciente o inconsciente, utilizamos eufemismos. Esa suerte de hipocresía verbal en que prescindimos de la palabra exacta favor de otra más suave pero más imprecisa para evitar la crudeza de la original, sea por ser malsonante o dolorosa o porque se busca la ambigüedad deliberadamente. Los títulos cinematográficos nos dan amplias muestras de uso de eufemismos cuando aluden a la enfermedad, como Cuarta planta -referencia a la parte del hospital dedicada a oncología infantil- a la muerte, como Mi vida sin mí u Otoño tardío entre muchas otras, o a cualquier otro tema difícil. Aunque en nuestro país nos acostumbramos al uso de eufemismo relacionados con el sexo durante la época del destape, con títulos tan pintorescos como Lo verde empieza en los Pirineos o La Lola nos lleva al huerto, que preferían el humor a la sutileza, sin duda alguna.
Nuestro teatro parece, en principio, poco proclive al uso de eufemismos. Pero, si rascamos un poco, descubriremos que los usamos continuamente.
El lenguaje de Toguilandia no deja de ser curioso y, en ocasiones, lo que resulta ser un eufemismo en el mundo real produce exactamente el efecto contrario en nuestro teatro, dando lugar a expresiones más que rocambolescas. Alguna vez he comentado lo chocante que resulta esa expresión de que “el Juez firma con las partes”, a poco que le saquemos punta. Pero no es la única, desde luego, Vivimos en un mundo donde los fiscales “evacúan” en los informes, los testigos “deponen” y los interrogatorios pueden ser “sugestivos” o capciosos. Pero es que, además, la propia Ley de Enjuiciamiento Criminal, en un precepto que ya va necesitando la jubilación, habla de la “excitación del Ministerio Fiscal”, lo cual, en una carrera formada, según su propio Estatuto Orgánico, por “miembros”, da para más de un chascarrillo. Pero así están las cosas mientras sigamos anclado en ese lenguaje decimonónico y grandilocuente que poco casa con la realidad actual.
Pero al margen de ello, por supuesto que utilizamos eufemismos, a uno y otro lado de estrados, según convenga en cada caso. El más evidente, el uso y desuso del término “imputado” y todos los que le rodean. En principio, en el sistema originario de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el del sumario como procedimiento tipo, todo aparecía muy claro: el “procesado” era la persona contra la que se dirigía el procedimiento después de una fase de investigación. Pero como quiera que el procedimiento abreviado abrevió -como su nombre, nada eufemístico, indica- trámites y con ellos la diferencia entre imputado y procesado, eso de ser “imputado” pasó a tener una connotación negativa que, cuando empezaron procesos contra políticos y famosos y ringorrango mediático, no gustaba nada. Así que le dieron una vuelta más de tuerca y lo cambiaron por “investigado”, lo cual no deja de ser absurdo, puesto que es investigado aquel a quien se va a investigar y, sin embargo, no tiene cualidad de investigado aquel a quien se está investigando hasta que se le cita en el Juzgado una vez hecha la investigación previa. Un lío, vaya. Y todo por evitar que aparezca lo de “imputado” negro sobre blanco.
Hay otros eufemismos más de andar por casa que, además, dependen mucho de cuál sea la finalidad en cada caso. Con carácter general, hemos adoptado la terminología quinqui de llamar marrones a esas cosas que se nos vienen encima con visos de desastre. Pero no todos los casos son tan universales. Si una quiere hacer un cambio a un compañero, por ejemplo, se lo “venderá” mejor diciendo que es “un asunto” que un marrón, o explicando que es un caso de “prueba delicada” en vez de decir que lo tenemos turbio.
Al otro lado del banquillo, también tienen sus cosas. Los antecedentes penales, sin ir más lejos, son un término que no les gusta nada usar y que evitan hablando de “un asuntillo” “un problema con la justicia” o hasta “un mal paso”. Aunque, en el colmo, como me cuentan algunas amigas abogadas, esos clientes que afirman carecer de antecedentes penales pero cuyo nombre, una vez buscado en el Registro Central de Penados y rebeldes, va seguido de veinte hojas con sus fechorías. Claro, sería mejor llamarlo «currículum delictual» en el cual, además, se puede alegar un máster en algún tipo de delito concreto -los hay muy especializados- o en el propio Código Penal.
La cuestión es que muchas veces es peor el remedio que la enfermedad, y mejor hubiera sido decir las cosas que dar un circunloquio. Por eso el aplauso es hoy para quienes saben llamar a las cosas por su nombre y actuar en consecuencia. Coherencia, ni más ni menos. Sin eufemismos.
Y una vez más una ovación extra para @madebycarol2, cuya imagen ilustra este post.