Desde que el mundo es mundo, la especie humana anda preocupada con la cuestión de cuándo dejará de serlo. Desde la crisis del milenio, de la que se han hecho eco muchas películas, hasta el famoso efecto 2000, que al final quedó en nada, el pánico a la llegada de Los Cuatro Jinetes de la Apocalipsis nos invade. El día del fin del mundo, El día de la bestia y hasta esos reflexiones ficcionadas de lo que vendrá a continuación como la de El día después, Blade Runner o El planeta de los simios, por citar algunas. Ya sabemos, Winter is coming…
En nuestro teatro, sin embargo, el fin del mundo llega, sin faltar, dos veces por año. Cuando llega el verano y cuando acaba el año natural. Y, aunque ya nos planteamos en otro estreno cómo sería el juicio final , no se trata de eso. Qué va. Se trata de algo mucho más pedestre. Nuestros particulares fines del mundo puñeteros. Y tan puñeteros.
Me explicaré, aunque a buen seguro cualquiera que transite con alguna frecuencia por Toguilandia ya sabe de qué hablo. De pronto, a todo el mundo le entra el ataque y es como si los expedientes estuvieran en llamas, o llenos de chinches, y hubiera que soltarlos a toda costa. Y para ello, por supuesto, practicar lo que sea y como sea, pero no cuando sea sino ya. Para anteayer.
Cuando empiezan los turnos de vacaciones, llega el síndrome del fin del mundo. Y, de repente, se crean unas autopistas imaginarias que hacen que las causas necesiten viajar, como las personas. Lo importante es que no estén en tu mesa cuando te vayas. Y eso es una regla universal estés donde estés y tengas el papel que tengas en nuestro teatro.
En los juzgados, surge la necesidad irremediable de mandar las causas a fiscalía, que siempre hay algún informe que pedir, y los famosos carritos de supermercado empiezan a llenarse como si no hubiera un mañana. A la recíproca, en fiscalía también nos entra el come-come, y es el momento de dar salida a todas esas causas que estaban ahí, agazapadas, esperando su momento. Nos invade el deseo apremiante de ver nuestra mesa limpia, y descubrir, al menos una vez al año, de qué color es la madera de que está hecha, normalmente cubierta con expedientes. Una experiencia enriquecedora, no digo yo que no. Igual hasta encontramos algún Código que creíamos perdido e incluso, albricias, un taco de pósits nuevecito. Todo es ponerse.
Por supuesto, no somos los únicos que sufrimos ese síndrome. Letrados y letradas, y también procuradores, sienten como el peso de los plazos es más apremiante que nunca. Y, en esa parte de estrados, sé de buena tinta –no en vano soy hija de abogado- que los clientes que estaban Missing durante mucho tiempo resurgen como el Ave Fénix con la pretensión de que se solucione en un mes lo que parecía no importarle un pimiento durante mucho tiempo. He oído llantos y lamentos de abogadas amigas contando que ese cliente que ni siquiera cogía el teléfono ahora no puede vivir sin hablar con su letrada cada cinco minutos. “Tendremos que dejarlo solucionado antes de las vacaciones…”, como si en vez de irse a la playa se fueran a Marte a los mandos de la nave nodriza.
Y lo peor no es eso. Lo peor es lo que ese movimiento produce un efecto secundario terrible, el de la causa del último día. Y así, ese último día en que podía entrarnos papel, entra, y con ganas. Un asunto con la terrible pegatina de “causa con preso”, que equivale a una bomba con temporizador, y que, traducido al castellano, significa que tendrás que alargar ese último día porque eso tiene que salir, sí o sí. Además, como la ley de Murphy es lo que tiene, la dichosa causa suele ser de varios tomos. Que estamos que lo tiramos, oiga. Hasta juro que a veces me parece a oír al vendedor de fruta que cada año destroza las siestas estivales en cualquier lugar de veraneo que, en lugar de anunciar el melocotón de Murcia, dulce como el caramelo o los cuatro melones cinco leuros, gritan “cuatro tomos para informe y una causa con preso, que me las quitan de las manos”. Cosas de mi imaginación, supongo. O no.
Y nada, que no hay manera. Otro año jurándonos que el año que viene no nos pasa, que me organizo mejor, que lo tendré todo controlado. Pero el síndrome del fin del mundo puñetero es lo que tiene. Que es inevitable.
Así que hoy el aplauso lo dedico a todas las víctimas del síndrome del fin del mundo. Que los plazos les sean leves. La playa, como el cielo, puede esperar.
No hay nada en este mundo que sea tan apremiante para no poder esperar su turno. Es realmente curioso el efecto sprint final… Ocurre en todas partes, sobre todo en fines de semana. Pregunten en los centros de salud o en cualquier otro lugar de trabajo. En cuanto al efecto cinematográfico del fin del mundo, es simplemente espectacular. ¡Se habrán vendido pelis del fin del mundo!
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