Dicen que la curiosidad mató al gato. Y no sé si es así, pero es cierto que la curiosidad y las preguntas sin respuesta forman parte del mundo del espectáculo como la vida misma. Los protagonistas de El mago de Oz andaban buscando respuestas y algo más, Harry Potter buscaba La piedra filosofal, Indiana Jones iba En busca del arca perdida y mientra otros iban Tras el corazón verde, o tratando de encontrar Un mundo feliz, su Xanadú o su Shangri La. Querer saber es humano, aunque a veces pase lo que pase.
En nuestro teatro no tenemos gatos, que se sepa, aunque de vez en cuando se nos cuele alguno como protagonista de un juicio. Ya conté una vez lo que nos reímos ante la interpretación que hizo la prensa de una sentencia aparentemente sencilla. Condenaba a 7 días de arresto domiciliario –si, era en el Pleistoceno del Derecho- por una falta de daños consistente en envenenar al gato de la vecina. Y el titular de prensa fue que se le condenaba a un día de arresto por cada vida del gato. Ingenioso, aunque el pobre gato no pudiera verlo ya. Por suerte ha llovido mucho desde entonces y ahora el maltrato de animales domésticos se castiga más duramente y las faltas ya no existen, aunque confieso que todavía las echo de menos. Los levitos no son lo mismo.
Pero si que tenemos curiosidad, que nos viene de serie. No en vano preguntar es una de nuestras herramientas y de nuestras funciones fundamentales. Y no creamos que todo el mundo lo entiende, que alguna vez me he encontrado a investigados, y hasta a testigos que no estaban conformes y querían repreguntar. Una vez dijo uno muy indignado en el juicio que esa señora ya ha preguntado mucho –refiriéndose a mí, con mi toga y mis tacones puestos- y que a ver cuándo le tocaba a él, que también tenía derecho. Le explicamos muy educadamente que no, que no tenía derecho, y que precisamente la cosa consistía en que contestara a las preguntas que le hiciera, si lo tenía a bien y no usaba a su derecho a guardar silencio, pero no se quedó conforme, porque lo último que quería era callarse. Y, por supuesto, le explicamos lo de que podría hablar en su turno de última palabra que, como sucede a muchos, no sirvió sino para cavar su propia tumba, dicho sea en sentido estrictamente jurídico.
No ha sido éste el único que nos ha espetado preguntas cuanto menos pintorescas. Acompañadas, en muchos casos, del lenguaje gestual de su defensa que decía bien a las claras “trágame tierra”. Tal cual, y sin necesidad de piedra abogadeta para interpretarlo.
Los juzgados de Violencia sobre la Mujer dan para mucho en este tipo de preguntas. Hay quien no acaba de entender qué es un alejamiento, ni por qué no se puede acercar a “su amada” por más que ella no quiera ni verlo. Al pedir el alejamiento, me han llegado a preguntar si yo nunca había estado enamorada, apostillando que si lo hubiera estado lo entendería. Pero quienes no entienden nada a veces son ellos, y también ellas en ocasiones. Tal vez porque no se lo expliquemos bien. Por eso me quedé de pasta de boniato cuando un condenado me decía que se conformaba, pero que no sabía cómo tenía que hacer eso de estar siempre a 300 metros de la víctima. Aunque para preguntas rocambolescas, la que me hicieron una vez, respecto al dispositivo telemático: «¿y puedo escoger la pulsera que quiera ponerme?». Tal como lo cuento.
Otras preguntas no son tan graciosas. Ya he contado alguna vez algo que no solo me ha pasado a mí, sino a más compañeros y compañeras. Que, a la pregunta de si usted pegó a su mujer formulada por un magistrado varón, el acusado contestara con un «¿que usted no pega a la suya?», con gesto de colegueo incluido, y para desesperación de su abogado defensor.
Y si de abogados y abogadas hablamos, una de las que más recuerdo fue la un acusado, al que parece que no gustó nada la representante del turno de oficio que le asignaron, y nos soltó en plena declaración «¿y cuando me traen un abogado de verdad?». Ni que decir tiene que le explicamos con toda corrección que la que tenía era no solo de verdad sino la mejor que podía tener, que ya tiene mérito no perder la paciencia con un cliente así. Pero es que algunos no llevan bien la presencia de mujeres en la Administración de Justicia, y menos si le van a juzgar. Por eso no ha sido una vez ni dos las que he oído preguntar «¿y no puede ser en un juzgado donde hayan hombres?». Y de nuevo su defensa a punto de que le diera un colapso.
También en los delitos contra el patrimonio surgen preguntas curiosas. Algún que otro investigado, tras ser pillado con las manos en la masa, ha llegado a preguntar que si hubiéramos visto aquello tan bonito y tan fácil de coger no nos lo hubiéramos llevado. Y más de una vez le hemos contestado que no, que no tenemos por costumbre llevarnos lo que no es nuestro, por extraño que le parezca.
Por último, hay a quien incluso los gestos le hacen saltar la curiosidad, por llamarla de algún modo. Esta toguitaconada, que pretende llevar la amabilidad por bandera, se ha encontrado a algún investigado preguntándole «¿por qué sonríe?». Aunque casi mejor que quienes pretender vacilarnos y nos dicen eso de «¿por qué ponen esas caras tan serias, que lo mío no es para tanto?”. Y es que hay quien no se contenta con nada.
Así que hoy el aplauso no es para quien pregunta, sino para quien aguanta estoicamente esas preguntas sin perder la paciencia. Que cuesta, y mucho.
Dos axiomas de cualquier abogado que se precie:
– Cliente lenguaraz, pleito perdido.
– Nunca hagas una pregunta cuya respuesta no conozcas de antemano
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Y se me olvidaba: en Violencia de Género, también hay mujeres que no quieren abogados varones. Yo lo he sufrido.
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