El arte se manifiesta de muchos modos. Y también hay muchos modos de expresión que no son arte, por más que así pretendan vendérnoslos. El grafiti, es uno de esos casos en que se recorren todo el espectro entre lo que es arte y lo que no lo es en absoluto, aunado con una libertad de expresión con la que hace un cóctel a veces, perfecto, a veces explosivo y a veces simplemente desastroso. Al grafiti se han dedicado películas, como American Graffiti, Beat Street o Style Wars, y también han aparecido en otras, como la pintada de Los violentos de Kelly. Igualmente hemos visto más de una vez como pintadas que nada tenían de artísticas boicoteaban estrenos de películas o cualquier otro evento. Un medio de expresión que no se puede obviar hoy en día. Atrás quedaron los tiempos en que los carteles de películas o de obras de teatro se elaboraban pintando directamente sobre las paredes de los locales donde se veían, tal vez un precedente directo de los grafitis actuales.
Nuestro teatro, con lo viejuno que es para tantas cosas, podría pensarse que prescinde de esta forma de expresión, pero no es así. Pintadas, grafitis y garabatos también se encuentran presentes en Toguilandia de uno u otro modo.
En primer término, los juzgados y tribunales han tenido ocasión de pronunciarse sobre ellos en distintas ocasiones. Muy frecuentes son los asuntos sobre pintadas en los vagones de ferrocarril que, por artísticas que resulten, acaban mereciendo una condena por delito de daños – o la extinta falta, según la cuantía-, aunque de todo hay en la jurisprudencia, como en la viña del señor.
Pero hay otras, bastante menos artísticas, que han dado lugar a anécdotas varias, y siguen haciéndolo. Mucho antes de toguitaconarme por primera vez, allá en mis años de facultad, recuerdo una pintada en el suelo de la acera que daba entrada al edificio, dedicada amorosamente a un profesor que no se caracterizaba ni por su simpatía ni por la generosidad en sus calificaciones. En letras gigantescas, decía, en una rima ripio que jugaba con la rima con su apellido, que “tiene el pito de niño”. Ignoro si tendría relación con algún silbato de su propiedad o con alguna parte de su anatomía y si alguna vez se sintió ofendido por ello, pero lo cierto es que la pintada –que no pitada- presidió los estudios de generaciones enteras de licenciados y licenciadas en Derecho. Seguro que hay quien lo recuerda y puede confirmarlo.
Ahí no quedó mi relación con el arte urbano, qué va. A partir de mi debut en Toguilandia, empecé a ver las cosas de otra manera. Siempre me había planteado quién tendría la paciencia y las ganas de hacer declaraciones de amor -o de cualquier otra cosa- en los sitios más pintorescos e inaccesibles, dejando para la posteridad mensajes tan poco poéticos como “te quiero churri” con firma y rúbrica -Joshua y Marylys forever 1999, por ejemplo-. En mi ciudad, sin ir más lejos, los veía en las márgenes del río y siempre me preguntaban cómo lo harían para llegar hasta ahí y pintar semejante cosa. Mi curiosidad aún no ha sido satisfecha pero confieso que hubo una experiencia que me hizo dar más valor a esas declaraciones. Fue hace mucho tiempo, cuando tuve que ir a un levantamiento de cadáver en aquel mismo lugar. La juez de guardia y yo no tuvimos otro medio de acceso que bajar por una escalerilla en brazos de los bomberos, literalmente. Así que a partir de entonces reconozco mucho más el mérito de Joshua y de tantos otros Joshuas, y lo encendido de su amor.
Pero hete tú aquí que el amor, como tantas cosas, se acaba. Y que no hace mucho me encontré que en una solicitud de orden de protección la víctima pedía, además de las medidas cautelares standard, como alejamiento y prohibición de comunicación, que se borraran todas las pintadas con las que el denunciado había sembrado la ciudad. No resolvimos, aunque le instamos a que lo pidiera en su momento como responsabilidad civil, a ver si cabía. Eso sí, comprobé los nombres y respiré aliviada al ver que no se trataba de Joshua ni de Marylys.
Como digo, el amor se acaba, pero las pintadas ahí quedan. Me cuenta una compañera que a lo largo de todo el camino que llevaba de un pueblo a otro, un habitual del juzgado se había dedicado a decorar con corazones cuantos contenedores había. Él debía pensar que era una bonita forma de recuperar el amor de la que fue su chica, pero debió pensarlo antes de tener su hoja histórico penal cuajada de condenas por maltratos y quebrantamientos. Contra eso no hay corazones que valgan, aunque la compañera me dice que no podía evitar acordarse de él cada vez que pasaba por allí y veía los contenedores decorados.
También vemos con cierta frecuencia el uso de este medio de expresión para cometer un delito. Sea de injurias o vejación injusta, o sea de otros delitos como quebrantamiento o acoso, decorando las paredes de la casa o del trabajo a quien fue su pareja. Y no deja de tener su aquel el tener que hacer una pericial caligráfica donde el cuerpo de escritura sea la pared. Recuerdo a una mujer que estaba realmente angustiada porque su ex, día sí día también, pintaba las paredes del centro médico donde ella trabajaba llamándola de todo e incluso poniendo su número de móvil en una clase de porno venganza bastante cutre pero efectiva.
Aunque no todas las pintadas tienen relación con Cupido. Me comentan de la que por mucho tiempo estuvo en la fachada de unos juzgados con la leyenda “aquí murió la justicia”. Obviamente, no hay que ser Einstein que algún justiciable insatisfecho debió querer dejar su impronta para siempre, y no quiso hacerlo con una queja formal no fuera a ser que con eso del papel cero desapareciera como las palabras que se lleva el viento.
En el colmo de las pintadas curiosas, está la que más me ha impresionado en mi vida. Fue la que hizo un asesino con la propia sangre de su víctima en la pared de su casa, donde la había degollado. Algo propio de las películas más gore imaginables. Pero ya sabemos que la realidad muchas veces supera la ficción.
Pero, para no acabar este estreno con ese mal gusto de boca, dejaré algo dulce para el final. La pintada de la que me da noticia un compañero, con fotografía incluida, en que el enamorado dedica cada día a su amada con un “Buenos días, princesa”, que no se sabe muy bien si emulaba a Roberto Benigni en La vida es bella o respondía a un amor no correspondido.
Así que hoy, como no podía se de otro modo, el aplauso es para los compañeros y compañeras que con sus historias y fotografías, han contribuido a dar vida a este estreno. Mil gracias
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El Niño de las Pinturas. Un genio. De Granada
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