Pruebas: la necesidad


PRUEBAS

El mundo del arte se nutre de sentimientos. Cada artista plasma en su obra no la realidad sino cómo ve y siente la realidad para transmitir ese sentimiento a quien la vea. Los artistas no tienen que acreditar nada. Pueden pintar unas manzanas de color azul en un bodegón que nadie exigirá que se pruebe que las manzanas son azules. Y, si de cine o teatro se trata, hablan de sentimientos que son imposibles de probar, Amor sin fin, Un día de furia, Dolor y dinero, La belleza …Incluso en alguna, como Del revés, tratan de poner cara y cuerpo a esos sentimientos. Y aunque nadie puede probar que algo sea así o de otra manera, tampoco nadie puede exigirlo.

En nuestro teatro sucede exactamente lo contrario. Es un mundo de evidencias, donde si algo no está probado no pude haber condena, por más que en nuestro fuero interno creamos que es verdad. Una y mil veces he leído a justiciables quejándose de que no les creemos. Craso error. En Toguilandia necesitamos pruebas porque, de lo contrario, llega la presunción de inocencia y trae consigo una sentencia absolutoria. Como no puede ser de otro modo en un estado de derecho.

Pero la verdad es que la idea que la gente en general tiene de las pruebas viene muy contaminada de las películas y series de televisión americanas. Más de una vez he comentado el daño que nos hace el CSI, en sus diversas versiones, que convierte en criminólogo a cualquiera que se haya visto una temporada entera –sin máster ni nada, oiga-. Por eso, no es extraño encontrarnos a denunciantes de robo indignados porque no acudan de inmediato las versiones patrias de Murder y Scully a hacer barridos, recoger vestigios y organizar un laboratorio de investigación, aunque lo sustraído sean un par de chicles del kiosko, o ese vestido tan mono que ha desaparecido del tendedero.

Con esto no estoy diciendo, por supuesto, que nuestra policía y guardia civil no hagan bien su trabajo. Nada de eso, que recogen los vestigios cuando toca y averiguan lo que se puede averiguar, a veces con carencias importantes. Pero lo cierto es que se parecen poco a los de las series.

Otra cosa común en quienes no frecuentan Toguilandia es creer que jueces y, sobre todo, fiscales, nos arremangamos las togas y nos vamos a la calle a buscar las pruebas. Piensan que en eso consiste la instrucción, más aún con ese juego terminológico en que han metido con calzador, el término “investigado”, para confundir a propios y ajenos. Y ya sé que resultaría más vistoso y peliculero pero en nuestro Derecho son las fuerzas y cuerpos de seguridad quienes salen a la calle y nos remiten el resultado de sus investigaciones a nuestros despachos, para que tomemos las decisiones adecuadas sobre la continuación de la investigación o para darle la forma jurídica de archivo o juicio, absolución o condena. Aunque en algunos casos, como en levantamientos de cadaver, reconstrucción del hecho –mucho menos frecuente de lo que se cree- o entradas y registros –mucho más frecuentes de lo que se cree- salgamos a la calle. Y, en estos casos, quien más labor tiene es el LAJ , una figura muchas veces desconocida pero esencial para estos y otros menesteres.

Pero lo que de verdad se llama prueba, y se practica como tal, es la que se desarrolla en el juicio oral, propuesta debidamente por fiscal y defensa –y, sí la hay, acusación particular- Por supuesto que hay cosas que no se pueden practicar en el juicio. No nos van a hacer la autopsia en vivo y en directo en la sala de vistas –a más de uno y de una le daría un parraque- ni van a traer el alijo de drogas para hacer in situ las pruebas de laboratorio. Tampoco se examinan las lesiones en estrados, aunque más de una vez alguien se ha empeñado en enseñarnos la cicatriz que le quedó y, si no lo evitamos a tiempo, se arremaga la ropa y nos la muestra. Para esas cosas existen los documentos que plasman el resultado de los estudios o la pericia hecha, contando además con la posibilidad de que el perito venga a explicarnos o aclararnos su informe.

Pero todo lo que puede ser practicado en el juicio, allí se hace. Y, por descontado, la prueba testifical es la reina absoluta. Los testigos acuden, tras ser debidamente citados, a contar, bajo juramento o promesa –sin biblia ni mano en el pecho, This is not America– lo que vieron, oyeron o percibieron con sus sentidos. O sea, lo que en las pelis aparece como la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, aunque aquí seamos más sencillitos y les digamos que están obligados a decir verdad una sola vez, eso sí, con los apercibimientos legales, que no son otra cosa que advertirles que si mienten ante el tribunal pueden cometer un delito y acabar en el talego. También es importante que sepan que han de constestar a las preguntas que se les hagan, no decir lo que les venga en gana, ni mucho menos, contestar con otra pregunta. Que, aunque crean que no, he visto más de una vez a testigos repreguntando cosas como ¿qué hubiera hecho usted en mi lugar?, a lo que una responde con elegancia que eso es algo que no interesa aquí. Por más que le interese al testigo en cuestión, que todo puede ser.

Otra de las pruebas reinas es la declaración del acusado. Este, a diferencia de los testigos, no tiene obligación de declarar ni tampoco de decir la verdad. Puede mentir como un cosaco, aunque es algo que no suele gustar a Sus Señorías, más aún si se trata de versiones increíbles. Ya hablé en alguna ocasión de un magistrado que advertía que podía no declarar, pero que se abstuviera de tomarle el pelo al tribunal. Pero, como decía, aquí no hay delito de perjurio como en las películas, entre otras cosas, porque al acusado no se le recibe juramento. También ellos deben responder a las preguntas, si quieren hacerlo, aunque tienen una oportunidad de decir lo que les venga en gana, el derecho a la última palabra,  un derecho que a veces se convierte en su propia condena, como el de aquel que trató de coleguear con el magistrado diciéndole que ya sabe que hay que poner en su sitio de vez en cuando a la parienta.

Y, si hay un procedimiento donde las pruebas se relajan y regalan verdaderas anécdotas, ese es el de las antiguas faltas, hoy delitos leves o, mejor, levitos. Como quiera que la ley establece que las partes vendrán al juicio con las pruebas de que intenten valerse, hemos visto de todo. Desde una señora que venía con el televisor a cuestas – cuando pesaban una barbaridad- para ponernos la cinta de video, hasta todo tipo de prendas de ropa en diferentes estados para demostrar que la vecina les echó lejía. Aun recuerdo una señora acusada de decirle a su vecina que era una guarra porque no se lavaba la faja, que llegó a la sala con una faja a la que buena falta le hacía una dosis de detergente para demostrarnos que sus afirmaciones eran ciertas. Un pretendido uso pintoresco de la exceptio veritatis.

Aunque si de ropa en diversos estados hablamos, de eso también se ve mucho en los juicios de familia, donde demandantes y demandados nos obsequian de vez en cuando con calcetines con agujeros, chándales sin lavar o uniformes en diversos estados de conservación, para acreditar que el otro no lleva a las criaturas como un pincel.

Así que hoy el aplauso no pude ser otro que el dedicado, una vez más, a la santa paciencia que nos permite presenciar esas cosas sin perder la compostura. Y, por supuesto, al sentido común para valorarlas, que no es cosa fácil.

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