El mundo del espectáculo es, como hemos visto tantas veces, muy amigo de togas, vistas y juicios, sobre todo cuando hay crímenes de por medio. Pero también es amigo de las reivindicaciones de derechos, más grandes o más pequeñas, Invictus, Arde Mississipi, Erin Brokovich, Philadelphia, los trabajadores metidos a streapers de Full Monty o los huelguistas de Billy Elliot son algunos de los innumerables ejemplos de estas reivindicaciones que, al fin y a la postre, tienen que acabar siendo reconocidas por un tribunal o una ley.
En nuestro teatro también tenemos un escenario dispuesto para las reivindicaciones. O varios, como un circo de doble pista. Pero si hay una jurisdicción donde más se hable a diario de derechos que afectan a todas las personas, ésa es la social. Ahí se ventilan despidos, indemnizaciones y toda clase discriminación por infracción de derechos fundamentales. Aunque sea una jurisdicción ni tan mediática ni tan glamurosa como otras, da cabida a problemas diarios de mucha gente.
Pero, al margen de este pequeño homenaje a esa parte más discreta de nuestro teatro, hoy me disponía a hablar de otros derechos: los nuestros. Porque resulta curioso que seamos capaces de reponer a un trabajador en los suyos, desde cualquier de los lados del estrado, y que nos cueste tanto con los nuestros propios. Que bien dice el refrán eso de “en casa del herrero, cuchara de palo”. Y, al parecer, nosotros tenemos tantas cucharas de ésas como para hacer nuestro eso de que “si no quieres caldo, dos tazas” o “si quieres arroz, Catalina” . Por cierto, siempre pienso lo indigestada que debe estar la pobre Catalina de tanto arroz, sea con cuchara de palo o de acero.
Jueces, fiscales, Laj o forenses somos trabajadores, como también lo son los letrados y letradas y quienes ejercen la procuradoría, por más que no entremos en la definición que de trabajador da el Estatuto de los trabajadores. Y quizá por eso sea tan difícil hacer valer unos derechos que no se dan tan por supuestos como mucha gente parece creer.
En primer lugar, y en cuanto a toguipuñeteros afecta, somos unos seres normativamente raros. Funcionarios públicos en lo esencial, pero tampoco nos regimos por la ley de la función pública. Así que nos tratan según les convenga. Que suele ser, en esencia, mal. Y no exagero. Veamos si no.
Empezando por lo bueno, es cierto que cobramos un sueldo del Estado. Un sueldo al que ya dedicamos un estreno y aunque no es, ni con mucho, tan abultado como muchos imaginan, hay que reconocer que da para una vida más que digna., y que somos privilegiados respecto de otros colectivos que han pasado y pasan verdaderos apuros, y más con esto de la crisis. Otro cantar sería que fuera proporcional a la responsabilidad de la función, y más teniendo en cuenta el estricto régimen de incompatibilidades que nos aplican, pero no es éste el guión del estreno de hoy.
Pero hasta ahi llega lo bueno. Ese salario anda congelado, como buenos funcionarios que somos, de modo que vamos para atrás como los cangrejos, y creo que leí que andamos a niveles de hace diez años. Si a ello sumamos que no tenemos sindicatos para hacer valer estos derechos –la ley nos prohibe sindicarnos- y hay quien niega que tengamos derecho a huelga, nos coloca en una situación del castizo “ajo y agua” y poco más. Y, para rizar el rizo, pese a que nuestra regulación –la Ley Orgánica del Poder Judicial-, guste o no, es aplicable a jueces y fiscales, tampoco parecemos capaces de unirnos para reclamar lo que nos corresponde.Y así, vimos estos días que las cuatro asociaciones de jueces exigieron determinados derechos, que los fiscales hemos reclamado por otras vías con menos repercusión mediática, y hasta hubo sus bromas recordando que chupábamos rueda de la carrera hermana. Y como broma hay que tomarlo, aunque el fondo sea bien serio, y habría que hacerse mirar nuestra incapacidad de hacer cosas a consuno.
Y ojo, hablo de cosas tan básicas como los permisos a que teníamos derecho y nos quitaron al tiempo que a los funcionarios pero que no hemos recuperado con ellos. O la baja de paternidad ampliada, que no se nos reconoce como al resto de españolitos de a pie. Y en cuanto a los permisos, sigo preguntándome si era necesaria esa medida añadida a otras como la supresión de pagas extra o congelación del sueldo. Qué desconfianza más grande la del estado con sus propios trabajadores, presuponiendo que somos unos vagos y unos escaqueadores y castigándonos sin postre. A lo que hay que añadir derechos tan obvios como el descanso el día después de la guardia, que aun habiéndose reconocido por sentencia al juez que lo reclamó, no hay forma de que nos lo reconozcan como colectivo si no es a través de un rosario de reclamaciones individuales en las que, como si de una sala de Bingo se tratara, permanecemos atentos a nuestra pantalla a ver si el nñumero que sale es el nuestro y alguien canta línea o bingo. Los Bingueros versión toguitaconada, vaya. Por no hablar de nuestras propias condiciones de trabajo, que en muchos casos no pasarían ni la inspección más básica.
Y continuamos para bingo, que nuestra jubilación se difiere tanto que temo que cuando me llegue el momento andará por los noventa años. Tengo una compañera que siempre bromea imaginando empezar un juicio diciéndole a la juez: «tu fuiste a la guardería con mi nieto, ¿verdad?». Como si estuvieramos representando Toga de guardería.
Pero no me quedaré a este lado de estrados. También leía que los letrados no andan mucho mejor, con una retribución del turno de oficio, que cobran tarde y mal –si cobran- que se quedó estancada a nivel del 2011. Y una regulación –o mejor, desregulación- en materia de bajas por maternidad y paternidad que hace que tener un hijo sea una decisión de altas finanzas. Por eso, no me extraña nada ver más de una vez cosas como una letrada dando el pecho a su hijo en el juzgado de guardia entre detenido y detenido. Sin sala de lactancia, desde luego, teniendo que hacerse cortinilla con la toga para tener un poco de intimidad.
Pero lo de tener descendencia toga en ristre no es fácil. Recuerdo que, cuando hace casi muchos años nos trasladamos a la Ciudad de la Justicia de Valencia dijeron que habría guardería. Mi hija mayor era un bebé entonces, pero jamás pudo verla, como tampoco la vería su hemana, cuyo embarazo pasé ya allí integramente. Ni, si trabajaran allí, lo verán sus hijos ni sus hijas porque una ya es mayor de edad y otra está cerca de serlo y la prometida guardería ni está ni se espera.
También recuerdo las caras de susto cuando pretendí, junto con otra compañera, que me concedieran la media hora de lactancia, o bien las acumularan en horas a la baja. La respuesta fue que no tenía derecho porque mi horario era flexible. Lo cual, en Román paladino, quería decir que hiciera igual de flexible la hora de comer de mi bebé, así que o le daba biberón o pasaría muchas horas sin alimento como estuviera de guardia o se alargara un juicio. Y hoy las cosas no han mejorado mucho, por lo que me dicen mis compañeras. Eso sí, mis hijas no perecieron de inanición gracias a los biberones que les daban sus abuelas en esos trances.
Así que podemos hacer efectivos los derechos de los demás pero, cuando se trata de los nuestros, la cosa cambia. Quizá sea porque no somos tantos como para que electoralmente sea rentable hacernos caso, pero igual es que soy un poco mal pensada. Estamos viendo en estos días que nos venden como si fuera una concesión graciosa de papá Estado los catorce puntos que han redactado como mínimos las asociaciones de jueces, a algunos de los cuales me he referido y a otros, como la independencia judicial o los medios materiales, ya lo hice y volveré hacerlo.
Por todo esto hoy el aplauso va, sin duda, para quienes consiguen hacer su trabajo pese a todo y, sobre todo, para quienes no se cansan de reinvindicar lo que corresponde. Porque mira que es tarea ingrata predicar en el desierto.