
Vivimos en una sociedad donde los insultos están a la orden del día, aunque no es cosa exclusiva de los tiempos que corren. Dostoievski ya titulaba a una de sus novelas El idiota y hay títulos de películas que no dejan lugar a dudas. Dos tontos muy tontos, La cena de los idiotas o El bueno, el feo y el malo son algunos de ellos, sin olvidar el que lo abarca todo, El insulto.
En nuestro teatro los insultos, a uno y otro lado de estrados, están a la orden del día. Y cuando digo a uno y otro lado de estrados no me refiero a que acusados y acusadores, jueces y defensas están todo el día a la gresca diciéndose de todo, sino que las agresiones verbales pueden ser objeto de pleito o consecuencia del mismo. O ambas a un tiempo.
La cuestión es si todas las ofensas pueden ser constitutivas de delito, y de qué delito en su caso. La respuesta es evidente desde el día en que desaparecieron aquellos juicios de faltas que tantos momentos hilarantes nos regalaron. En su día, hicimos juicios por hechos tan terribles como decir a una vecina que no se lavaba la faja, llamar “tonto de capirote” a alguien o decirle “que la tiene pequeña”, algo que hay quien considera la peor de las ofensas -tuve a un denunciado empeñado en demostrarnos lo contrario ante nuestro espanto-, amén de las consabidas palabrotas de las que tan variadas muestras tiene nuestra lengua. Aunque he de reconocer que una de mis preferidas es e término “filiputa”, una mezcla de valenciano y castellano, que cualquiera con un poco de imaginación puede suponer a qué se refiere.
Como decía, las injurias leves desaparecieron con el adiós a los juicios de faltas, y hoy en día solo son punibles como delitos leves de injurias o vejaciones las que se cometen en el ámbito de la violencia doméstica o de género. Y necesitan, además, denuncia de la persona ofendida. Así que aunque oyéramos por el patio de manzana como do personas, aunque sean pareja o padre e hijo, se ponen a caer de un burro, de nada serviría denunciarlo si e ofendido no está por la labor de hacerlo. Es lo que tienen las infracciones penales perseguibles únicamente a instancia de parte.
Esto, también, es aplicable a las injurias gravísimas, esas que podrían dar lugar a un proceso, que no existirá de no existir querella del injuriado o injuriada. Ahora bien, hay una excepción: las injurias proferidas a autoridades o funcionarios públicos por hechos relativos al ejercicio de su cargo no necesitan denuncia ni querella.
La prima hermana de las injurias es la calumnia, otro modo de ofender a alguien que la gente suele confundir. Calumniar es imputar falsamente a alguien un delito, conociendo al falsedad o, como dice el Código de un modo muy poético “con temerario desprecio a la verdad”. Pero ha de tratarse de un delito concreto con unas circunstancias concretas, de modo que llamar a alguien “ladrón”, “corrupto” o “violador” no constituye calumnia aunque el robo, la corrupción o la violación sí sean delictivos. Esas expresiones serían una mera injuria. Para que sean calumnia tendría que afirmarse que Fulanito cometió tal robo o tal violación. O sea, lo que ahora llamamos fake news, que todo está inventado aunque haya quien crea que con darle un nombre rimbombante, preferentemente extranjero, ha inventado la cuadratura del círculo.
En cualquier caso, la calumnia, como la injuria constitutiva de delito, también necesita querella y se extingue con el perdón del ofendido, algo que no ocurre con otros delitos perseguibles a instancia de pate, como los delitos cont5a la libertad sexual. Pero si una cosa tiene curiosa la calumnia, es lo que llamamos “exceptio veritatis”, que consiste en la exención de pena si se prueba que el delito presuntamente falso que imputaba al ofendido, resultó no ser falso. Pero ojo, que no todo vale y no se pueden mezclar cosas. Recuerdo un caso, en las antiguas faltas, donde el denunciado pretendía probar que su mujer le era infiel y que por eso el término “puta” no era un insulto sino una descripción. Y otro, más reciente, donde el acusado de llamar “guarra” a su mujer llegó a traer fotos de su casa hecha unos zorros con la pretensión de demostrarnos que ella no se ocupaba de las tareas domésticas como él entendía que debía hacerlo, como si él no pudiera pasar el mocho o poner la lavadora. Por no hablar del tipo al que me refería ant4es, emperrado en demostrarnos que eso de que la tenía pequeña era la peor de las mentiras,
Por otro lado, hay ofensas que en virtud de la persona o la institución ofendida suponen un tipo penal diferente, como ocurre con las que se vierten contra la Corona o las instituciones del Estado.
Por último, pero no menos importante, hay que hacer referencia a un tipo de insultos que sí podrían ser constitutivos de delito, aunque no siempre lo sean. Se trata de aquellas expresiones que podrían tener cabida en los llamados delitos de odio o, técnicamente, delitos cometidos con ocasión del ejercicio de los derechos fundamentales y libertades públicas. En ese caso, tanto si se incita al odio a determinada persona o colectivo por razones discriminación como si se comete un acto que entraña humillación por razón de racismo, homofobia, xenofobia y similares, podemos encontrarnos ante un delito que, además, no necesita denuncia ni querella. Ahora bien, no nos llevemos a engaño que cualquier insulto de esta índole no es delito, por racista u homófobo que resulte. Ha de formar parte de un discurso de odio e incitar al odio, o bien ha de entrañar, por las circunstancias, una humillación que va más allá de una mera ofensa, y esto es lo que resulta realmente difícil de probar. Y, por supuesto, el hecho ha de venir motivado por esa razón de discriminación.
Y solo queda el aplauso. Permitidme que se lo dé hoy a todas las víctimas de estas agresiones orales, sean o no delito. Especialmente, cuando sean vulnerables
¡Un artículo muy entretenido!
Gracias por hacerme pasar un buen rato
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