
Hace unos años, tuvo gran éxito una serie de televisión cuyos protagonistas eran los trabajadores de una empresa y cuyas escenas se rodaban exclusivamente en el momento en se encontraban ante la máquina de café de la oficina, haciendo lo que llamamos un kit kat, o un receso. La serie tuvo tanto éxito que se ha convertido en película , Cámara café, y sus intérpretes cimentaron carreras que hoy están consolidadas. Y es que la máquina de café daba para mucho.
En nuestro teatro también contamos con esos ratitos. Ya hablamos en otros estrenos de los ratos muertos y de los recesos pero en este caso no se trata exactamente de eso, aunque tenga mucha relación. Se trata de saber, o de imaginar, que veríamos si ante la máquina de café hubiera una cámara que lo inmortalizase todo. Aunque luego quisiéramos que se nos tragase la tierra.
Lo primero que hay que destacar es que las máquinas de café, o de lo que quiera que sea el brebaje que venden, son el lugar más democrático de Toguilandia. Por ellas pasa, sin distinción de togas ni puñetas, cualquiera que quiera o necesite chutarse una dosis de cafeína extra. Y si, además, no está en las dependencias de acceso exclusivo para trabajadores, todavía se democratizan más. Teóricamente, podría estar sacando un café el juez junto al presunto delincuente al que ha de juzgar en un rato, con lo violento que puede resultar.
La verdad es que yo, que soy bastante aficionada a la dichosa maquinita, nunca me he encontrado en ese caso, aunque sí he coincidido con algún miembro del jurado que estaba juzgando el juicio en el que yo estaba interviniendo. Y no deja de ser curiosa nuestra reacción: un “hola” en voz bajita, un mirar hacia otro lado, y un silencio incómodo en el que los minutos se hacen eternos. Ni siquiera puedes salir del paso con una de esas conversaciones de ascensor que versan sobre si va a llover o hay una ola de calor, por si las moscas, no vaya a creer alguien que estás contaminando el futuro veredicto.
Confieso que estoy enganchada a una de las opciones de la máquina llamada “café irlandés”, que poco tiene que ver con el exquisito combinado del mismo nombre. Ni nata, ni whisky, ni granito de café de adorno ni nada. Se trata de cortadito de café con leche con un poquito de esencia que, eso sí, huele muy bien, como si Juan Valdés y Johnny Walker se hubieran aliado para hacer más llevadera la mañana. Más de una vez he visto alguna cara extraña o algún conato de cuchicheo cuando paseo mi brebaje oloroso en el medio metro de espacio del ascensor. A buen seguro que alguien se pregunta que hace la borrachilla de la fiscal pimplando de buena mañana. Y nada más lejos de la realidad, claro. Aunque a veces entren ganas
La cuestión es que delante de esas máquinas se desarrollan conversaciones de lo más variopinto. Desde las de pura cortesía, que empiezan por preguntar qué tal estás y acaban interesándose por el día de trabajo, hasta las más suculentas que cuentan algún asunto escabroso o un cotilleo digno del Hola. He presenciado encendidos debates políticos, dramas humanos y reencuentros inesperados. Y es que, aun estando en el mismo edificio, ahí pueden coincidir con personas a las que no has visto en meses, incluso en años. Verdad verdadera.
En las máquinas a las que solo tenemos acceso el personal de Toguilandia, los temas oscilan entre lo personal y lo profesional. En ellas me he enterado, por mí o por alguna que ha estado allí, de alguna ruptura sentimental o de los líos en que se había metido tal o cual familiar. Y, por supuesto, he presenciado cómo ponían verde a algún compañero o compañera, o a jueces, fiscales o lajs pensando que no había moros en la costa. Y en esos casos mejor hacerse gotica de agua, como dice una buena amiga, y pasar desapercibida. Quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra.
Y para meteduras de pata sonadas, una que recuerdo de hace mucho tiempo, cuando en la misma máquina de café coincidía personal y público. Allí, mientras sacaba mi brebaje, escuché como un señor explicaba a otro lo que tenía que decir en juicio. “Tú dí que estabas delante, aunque no sea verdad”. Cuando entramos en la sala para celebrar un juicio de faltas de los de antes, y el amigo entregado reconoció a la mujer que estaba bajo la toga –o sea, yo- como la que había estado en la máquina de café, su cara fue un poema. Antes de empezar mi interrogatorio, le recordé que había jurado decir verdad y que el falso testimonio podía estar penado con pena de cárcel. Tras mi generoso acto de refrescarle la memoria, el señor respondió que no había estado en el lugar de los hechos y no sabía nada. Y entonces la cara que fue un poema fue la de su amigo el denunciado. Imagino que luego tendrían una conversación sobre los riesgos de hablar más de lo debido ante desconocidos. Y seguro que ya no lo hacían ante una máquina de café concurrida.
En otra ocasión pasó algo parecido pero no tuve tanta suerte. Uno de los cafeadictos decía a su acompañante que, aunque lo había negado todo “le había dado una hostia al denunciante porque se lo merecía”. Lástima que no supe en qué juzgado celebraron tal juicio. Y tampoco supe nunca, por supuesto, el contenido de la sentencia aunque deseo de todo corazón que fuera condenatoria.
Y hasta aquí el estreno de hoy. El aplauso lo voy a dedicar a todas las personas que, co sus conversaciones de café, lo han hecho posible, aunque también a quienes se cuidan de que las máquinas funciones y estén a punto. Porque yo no puedo vivir sin mi cafetito a media mañana