
Hay un viejo dicho según el cual no valoramos las cosas hasta que no las perdemos. Y vale para cosas, pero también para personas. De pronto, alguien desaparece de nuestras vidas y empezamos a echarle de menos aunque jamás antes le hubiéramos tenido en cuenta, y comenzamos a pensar en las Cosas que no nos dijimos y que tendríamos que habernos dicho. Otros bienes, como la libertad, se dan por supuestos hasta que nos faltan, como hemos visto en tantas películas sobre largos encarcelamientos, entre las que me quedo con Mandela. Especialmente difícil es el caso de la memoria y los recuerdos, esos que se lleva la enfermedad o la muerte. El olvido que seremos o Lo que fuimos son algunos ejemplos, pero hasta la animación de Arrugas o la abuela de Coco nos muestra el privilegio de estar vivos y poder recordar.
En nuestro teatro no nos damos cuenta de nuestros privilegios o, al menos, no nos damos cuenta hasta que un primer choque de realidad nos arroja a la cara otras realidades distintas. En general, y aun con las diversas historias de tesón por las que más de una y de uno, hemos llegado hasta aquí, tenemos la suerte de estar. Un verdadero privilegio.
Si algo se aprende rápido en Toguilandia es la cantidad de situaciones difíciles en las que se puede encontrar el ser humano. A este respecto siempre me acuerdo de que cuando era era (más) joven y todavía existía el servicio militar, los que lo hacían o lo habían hecho siempre acababan contando batallitas –nunca mejor dicho- de la mili, aquellas Historias de la puta mili que dieron lugar a una película. Si había una situación odiosa en la vida, era la de estar con alguien que se encontraba a un compañero de mili. Y si encima habían ido al colegio juntos, apaga y vámonos. El abuelo Cebolleta quedaba a su lado como un aprendiz. Pero siempre había un lugar común: la cantidad de personas de diferentes orígenes que habían conocido y que nunca hubieran encontrado de no ser por aquello. Contaba, por ejemplo, un amigo mío que tenía un compañero analfabeto, algo que en nuestro mundo era inaudito, u otro que jamás había salido de su pueblo. Por fortuna, aquello del servicio militar obligatorio pasó y espero que jamás vuelva, pero sirva como recordatorio de que esas otras realidades mostraban privilegios de los que no se era consciente.
Hemos tenido el privilegio de poder estudiar, de tener un oficio que nos gusta –en la mayoría de casos- y de poder ejercerlo en libertad, ahí es nada. No quiero ni pensar como sería ser jurista y demócrata en un tiempo, no hace tanto, en que la libertad no existía, en que las propias leyes discriminaban por razones como el sexo, la orientación sexual o la ideología y que solo decirlo te podía costar la profesión, la libertad o incluso la vida. Si hoy es difícil en muchos casos defender los derechos de las personas, entonces podía llegar a ser una heroicidad. Y lo fue
Por suerte, en nuestro país las cosas cambiaron, pero no en todo el mundo es así. Todavía quedan muchos países donde se castiga con pena de muerte la homosexualidad o el solo hecho de pensar diferente, donde las niñas no pueden ir a la escuela o donde las personas son vendidas como si se tratara de objetos. Hay lugares donde las mujeres valemos menos que nada y el futuro y el horizonte no tienen más colores que la oscuridad.
Cuando nos quejamos, no somos capaces de pensar que si hubiéramos nacido en otro punto de la Tierra o en otro lugar, las cosas podrían ser muy distintas y mucho peores. Que ser lo que somos y estar donde estamos es un privilegio.
Por eso hoy quería dedicar este estreno a la reflexión, a recordar que quejarse de lo que nos falta está muy bien, como lo está luchar para tenerlo, pero que también hay que pensar en lo que tenemos, que no es poca cosa. Cuando yo iba al colegio recuerdo que las monjas siempre me reñían porque no me comía las lentejas –las sigo odiando, como Mafalda la sopa- y me decían aquello de “tú dejándote el plato lleno y los negritos muriéndose de hambre”. Al margen de que aquello no era un ejemplo de corrección política, lo que hoy veo claro es el mensaje que querían transmitir. Tuvieron que pasar años para entenderlo, porque yo entonces veía mucho más lógico que les dieran mis lentejas a aquellos niños que las querían, en África o donde fuera, y todos contentos.
Como juristas, y también como ciudadanas y ciudadanos, no podemos olvidar que muchas de las cosas que tenemos son privilegios de los que no goza la mitad del planeta y que nuestro deber es reivindicar los derechos de todo el mundo, no mantener privilegios a toda costa. Y esto es algo que la pandemia debería habernos hecho ver. Ojala sirva al menos para eso.
Así que hoy termino este estreno, que más bien parece una filípica que una función. No me olvido del aplauso que esta vez va, con toda mi admiración, para quienes renuncian a sus privilegios para luchar por los derechos de todas las personas. Gracias por hacer de este mundo un mundo mejor. O, al menos, por intentarlo.