Interrogatorio: ¿revictimización?


         La vida está llena de preguntas. De hecho, preguntar es casi siempre la única manera de llegar a la verdad. Hay preguntas amables e incómodas, incisivas y laxas, buenas y malas, pero lo mejor o lo peor de las preguntas está en las respuestas. Si no se responde a La gran pregunta, siempre quedará La duda y será peor el remedio que la enfermedad. Por eso los guiones de cine están llenos de preguntas. Y a darles respuesta es a lo que debe dedicarse el público.

En nuestro teatro la pregunta es una de las herramientas esenciales. Y el interrogatorio es el medio para hacer valer esa herramienta, cuya formulación o ausencia de ella puede traer consigo una absolución o una condena. Así de simple y así de importante.

Al modo de hacer el interrogatorio, o, mejor dicho, de no hacerlo, se dedican varios preceptos de nuestra ley de enjuiciamiento criminal, cuando dice que las preguntas no deben ser capciosas ni sugestivas -ojo, no confundir con sugerentes, que más de una anécdota ha ocasionado- bajo riesgo de ser declaradas impertinentes. Y aquí encontramos una buena pista del estado de la cuestión. La ley está pensando en todo momento en salvaguardar los derechos del investigado o acusado, pero en modo alguno los de las víctimas. Porque nuestro derecho procesal, fechado en el siglo XIX, giraba en torno al reo y sus derechos, sin conceder ningún protagonismo a la víctima más que como un simple testigo.

Pues bien, esta es la ley por la que nos regimos en la actualidad, nuestra vetusta LEcrim , que revienta por las costuras de tanto parche. Pero es la que regula un procedimiento tan garantista como obsoleto en su parte práctica, y es la que nos vemos obligados a seguir los habitantes de Toguilandia.

En estricto cumplimiento de la ley se hallaba un fiscal interrogando a la víctima de ese repugnante fenómeno que viene conociéndose como “manadas” cuando estalla la bomba, que recorre como un terremoto desde las redes sociales hasta los medios de comunicación de todo pelaje. El interrogatorio se tilda como duro y poco empático, y se pone la diana de la culpa sobre un fiscal que no hace más que hacer su trabajo, en vez de sobre unos presuntos violadores que son quienes están siendo juzgados. Y sin cuya acción esa víctima no lo sería ni padecería victimización primaria ni secundaria

Hay que recordar a todo el mundo que el fiscal en cuestión no está de parte de los violadores ni en contra de la víctima. Es más, pide para ellos la máxima pena. De esto se infiere otra de los detalles fundamentales de esta historia, que él cree a la víctima. Y la cree tanto que mantiene su tesis y acusa a sus presuntos violadores. Hasta ahí todo debería estar bien.

Pero algo pasa. Alguien reproduce en redes sociales ese escalofriante interrogatorio donde, no hay que ocultarlo, la víctima se rompe, y comienza el linchamiento. ¿A los violadores? ¿A un sistema que obliga a la víctima a declarar una y mil veces? ¿A quiénes durante más un siglo no han conseguido ponerse de acuerdo para cambiar una ley? No. Al fiscal que pide la condena. Lo que viene conociéndose como matar al mensajero.

A estas alturas de la función, habrá quien me tildará de corporativista. No lo soy, y no me he cortado un pelo en dar mi opinión cuando ha sido contrario a algo que haya pasado en Toguilandia. Aunque sí reconozco que el compañerismo -distinto del corporativismo- me impediría poner a nadie que hace nuestro trabajo a los pies de los leones, porque no es mi estilo. Y porque también me pongo en la piel del compañero que ve su nombre y su prestigio arrastrado por el fango, a pesar de que está tratando de atar una durísima condena para unos violadores.

Eso, por supuesto, no me priva de tener empatía con esa víctima y con todas. Como debe de ser, aunque nadie nos enseñe nada al respecto, ni en el examen, ni en la escuela ni el desarrollo de nuestro trabajo. Ojalá nos la inocularan en vena, la verdad, junto a una dosis de perspectiva de género, de la que tampoco nos habló nadie en su día.

Pero, como de revictimización estamos hablando, lanzaré una pregunta al vuelo. ¿Qué revictimiza más, las preguntas de alguien a quien se tilda de poco empático, o la repetición de ese interrogatorio de modo que cualquier persona, incluida ella y los suyos, tiene su testimonio a un solo clic de ordenador, con el riesgo de opinadores y haters varios? Desde luego, si a mí, como víctima, me hubiera molestado el interrogatorio, me molestaría también su reproducción hasta el infinito.

No obstante, hay que remarcar algo importante. Mientras la ley sea la que es, no nos queda otra que hacer preguntas que pueden resultar duras. De ello depende una ulterior condena. Y, sin duda, creo que la víctima preferirá esa condena que una absolución por un interrogatorio amable. Porque, además, empezaría la cadena de recursos y la vuelta a empezar.

El problema no es este ni otro fiscal, es una ley que obliga a la víctima a declarar varias veces y a hacerlo en un entorno hostil, y que es muy garantista con el investigado pero a veces olvida a la víctima. Y contra eso hemos de luchar todos y todas. Pero culpar al fiscal es errar el tiro.

Además, temo otra consecuencia perversa. Este tipo de acciones virales pueden suponer el efecto contrario al pretendido, que las mujeres desconfíen y dejen de denunciar. Y flaco favor estaríamos haciendo entonces, desde luego.

Por supuesto que todo esto que digo respecto del fiscal, valdría igual en el caso de letrados y letradas, más si cabe si les toca bailar con la más fea, esto es, ser defensa, siempre y cuando realicen su trabajo del modo honrado y digno que suelen hacerlo.

Lo que ocurre es que muchas veces hay que explicar las cosas para que se entiendan. Y respirar antes de tirar la piedra. A este respecto contaré algo que me pasó y que puede ser ilustrativo. Organizamos una reunión entre representantes de fiscalía y de víctimas, con mi querida asociación Alanna, con la que colaboro siempre que puedo. Cuando les pregunté qué cosas les molestaban de nuestro parecer, me hablaron de una pregunta que oyen con frecuencia, que por qué no denunciaron antes. Les expliqué que no estábamos cuestionándolas, sino pidiéndoles que expliquen las razones que les impidieron hacerlo antes, sea miedo, desconocimiento o dependencia del tipo que sea, para que se entienda y se evite el riesgo de quitar importancia a las cosas. Ellas lo entendieron, y ya no se sienten cuestionadas si les hago esa pregunta. Yo las entendí también y aprendí, y a partir de entonces si hago esa pregunta explico por qué lo hago y les reitero que no las cuestiono. Ambas salimos ganando.

Lo que necesitamos no son linchamientos públicos, sino cambios legislativos y medios que den confianza a las víctimas y no le produzcan más sufrimiento. Y a este equipo es al que debemos apuntarnos, y en el que me van a encontrar siempre. ¿Quién más se apunta?

Por eso hoy mi aplauso es, en primer término, para todas las víctimas. Y, por supuesto, para todas las personas que trabajamos para que se condene a quien las convirtió en víctimas, a pesar de la incomprensión con la que chocamos más de una vez. No perdamos el norte. El culpable de una violación es el violador, y es ahí donde está el enemigo.

La ovación extra se la doy a Gregorio Mº Calleja, del que tomo prestada la imagen que ilustra el estreno, una crónica de una violación del año 1901 de un diario llamado Dinastía. Habla por sí sola.

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