
A primera vista, parece que las matemáticas están siempre reñidas con las humanidades, y con el arte. Aunque muchos matemáticos son excelentes músicos, ignoro porque extraña relación incomprensible para mi mentalidad de letras. Para mí, todo puede ser, hasta que uno más uno son siete, como cantaba Fran Perea en Los Serrano. Pero cuando el arte se encuentra historias tan fantásticas como las de Una mente maravillosa, La teoría del todo o las calculadoras humanas de Figuras ocultas, la unión entre ambas cosas está servida. Y en bandeja de oro.
En nuestro teatro, más de una vez habríamos necesitado de esas calculadoras humanas para hacer cuentas, sobre todo antes de la llegada –siempre después que en todas partes- de los ordenadores. Y seguro que de las calculadoras que, aunque ahora pueda asombrar a muchas generaciones, hubo un momento en que no existían. Todavía recuerdo el cambalache con el que convenció el padre de una de mis mejores amigas del colegio –y que lo sigue siendo- a su hija para que no insistiera en pedirle que le dejara ir a un viaje. Le compraría una calculadora. Ella accedió, claro. No tenía muchas opciones, conociendo a su padre: o se quedaba en casa de buena gana y con calculadora, o de mala gana y las manos vacías. Eso sí, fue la envidia de la clase durante mucho tiempo.
Atrás quedaron aquellos tiempos, pero las cuentas en la administración de Justicia siguen haciéndose. Y no bastan los ordenadores para ello. Las personas todavía no somos sustituibles. Y hay dos campos donde especialmente hace falta hacer cuentas, aunque sea la cuenta de la vieja: las liquidaciones y refundiciones de condena, y la individualización de la pena a la hora de determinar cuál es la aplicable en cada caso.
En cuanto a las liquidaciones, todavía recuerdo mis primeros tiempos, en que teníamos que comprobar con papel y lápiz si se habían liquidado todas las condenas, fueran de la naturaleza que fueran, si estaba bien transcrito y, especialmente, si se habían hecho bien los abonos de preventiva. Además, con la legislación penal anterior había unas redenciones que eran tan misteriosas como la Santísima Trinidad para mí. Hablaban de redenciones ordinarias y extraordinarias, y de aquella institución hoy extinta, por fortuna, la redención de penas por el trabajo. Recuerdo que decían que cosas como donar sangre y asistir a un concierto redimían pena, pero no había modo de comprobarlo.
De aquellos tiempos, es, por cierto, la leyenda urbana que sigue diciendo que los presos salen antes de prisión por buen comportamiento, cosa que a día de hoy es absolutamente incierta. Las penas se cumplen en sus términos y no el buen comportamiento, sino el malo, pueden hacer que se deje de cumplir en el régimen que por las circunstancias corresponda, progresivo conforme se va agotando el tiempo. Así que mito fuera: portarse como un angelito no hace que dejes de pagar por cuando te comportaste como un demonio, aunque pueda mejorarte el modo de pasarlo.
El otro ámbito importante donde echar cuentas es fundamental es el de la individualización de la pena. Me acordaba de ello y decidí dedicarle un estreno cuando escuché el otro día una ponencia de mi querido amigo y compañero Javier Montero. Su lucidez para hacer fácil lo que en mis tiempos de facultad parecía imposible me trasladó a aquellos tiempos, y me hizo pensar en que ojala lo hubiera conocido antes.
Por si alguien no lo sabe, el Código Penal no es una máquina de precisión donde introduces delito cometido y circunstancias personales de su autor y sale la pena a aplicar con años, días y horas. Para nada. Hay que hacer un ejercicio de abstracción donde se empieza por la pena aplicable en abstracto, que siempre es un tramo – de tantos a tantos años, por ejemplo- y a partir de ahí subirla o bajarla conforme sea el grado de ejecución, de participación, y las circunstancias modificativas, específicas o concretas.
En cuanto al grado de ejecución, los delitos pueden ser intentados o consumados, y es obvio que no es justo que se castigue igual a quien mató a alguien que a quien no consiguió ese objetivo, por más que por su culpabilidad –él quería matar- pueda parecer que lo merezca. Tampoco es igual si se es autor, directo o intelectual, que si se es una mero partícipe, como el cómplice. Ni puede castigarse igual a quien tiene una causa que le hace un poco más perdonable el hecho, como el miedo insuperable. La legítima defensa, o el estado de necesidad o cualquier otra atenuante que quien, además, es reincidente o actúa con abuso de superioridad. A l que hay que sumar, antes, si se da alguna circunstancia agravante que haga más grave el delito para esa persona determinada, como el docente que abusa respecto de su alumno o el que trafica con drogas con menores o en un establecimiento público.
Todos estos son los mimbres con los que hay que ir haciendo la cesta de la individualización de la pena, subiendo o bajando escalones en función de todos estos parámetros. Pero, al final, hay que rematar la cesta con eso que se llama arbitrio judicial, que no es otra cosa que la concreción de la pena para ese hecho y esa persona dentro del tramo final que quedó tras todos esos cálculos.
El sistema de nuestro Código actual hacer referencia a las penas superiores o inferiores en grado, y al grado mínimo o máximo, lo que a veces lleva a confusión. El anterior tenía un sistema más rígido para el reo pero tal vez más fácil para el aplicador del derecho. Las penas tenían sus propios nombres para cada tramo de pena –arresto mayor, prisión menor, prisión mayor- y se dividían siempre en tres tramos. De ahí viene el famosos “y 1 día” que no es un capricho de los juristas, sino que es día de más o de menos era una exigencia para que se tratara de una pena u otra.
Y hasta aquí, este pequeño repaso de la determinación de la pena. El aplauso se lo daré a quien la utiliza cada día con paciencia y acierto y especialmente a Javier por inspirarme este post. Gracias