Comunidades de propietarios: aquí no hay quien viva


                Los vecinos y sus conflictos pueden ser una inagotable fuente de inspiración para literatura y cine. Las series de vecinos son una apuesta casi segura, como demuestran ejemplos como Vecinos, Aquí no hay quien viva o La que se avecina. Y es que las comunidades de propietarios dan mucho de sí, y administrarlas se puede convertir e una continua aventura, más todavía si hay algún señor Cuesta con ínfulas de presidente o con alguien como el pescadero Recio que, como sabemos, no solo no limpia pescado sino que todo lo enreda. La Comunidad puede convertir nuestras vidas en una pesadilla, donde no faltan los Parásitos.

                En nuestro teatro las disputas entre vecinos, ya sean civiles o penales, dan mucho de sí. De hecho, el vecinismo ya tuvo su propio estreno, con un papel estelar de los extintos juicios de faltas, que tantas anécdotas jugosas nos aportaban. Por su parte, en lo tocante a leyes, hay una importante legislación que regula la propiedad horizontal, y algunos preceptos del Código Civil sobre distancias entre fundos, paredes medianeras, rejas remetidas y otras cosas difíciles de ver en las actuales ciudades, como el famoso enjambre de abejas que va al terreno del vecino o el árbol que arrastra el curso de las aguas.

                Pero el estreno de hoy no va a insistir sobre eso sino sobre otros protagonistas de nuestro teatro, aunque sea entre bambalinas, de quienes apenas se habla: los administradores de fincas. Y las administradoras, por descontado, que precisamente una de ellas, mi estimada Maribel, ha sido la inspiración de esta función.

                La imagen que la ilustra, aportada por ella, es todo un resumen de una época. Se trata de los Estatutos de una comunidad de propietarios del año 1974. Y, en este caso, lo de hablar de propietarios y no de propietarias no era por falta de uso de lenguaje inclusivo precisamente, sino porque no se concebía que la mujer fuera la propietaria. Por eso, para el caso de que lo fuera, había que prever reglas especiales. Así, decían: “las mujeres casadas propietarias de algún piso o local, podrán asistir a las Juntas y emitir voto, siempre que ostenten la debida licencia marital”. Ni que decir tiene que hoy algo así no solo es impensable, sino que se ve casi de ciencia ficción, pero no hace tanto tiempo en realidad. Y, para quien no lo sepa, la carrera a la igualdad ante la ley fue larga y plagada de obstáculos: las mujeres no solo no podían hacer eso sin licencia, sino tampoco cosas como viajar al extranjero, abrirse una cuenta corriente o adquirir un inmueble, entre otras. Por fortuna la licencia marital se abolió en 1975, pero todavía hubo que esperar a 1981 para poder hacer cosas tan sencillas como divorciarse. Y todavía hoy en día tenemos que luchar contra techos de cristal y brechas salariales que nos impiden llegara la completa igualdad.

                Me cuentan también de un tiempo en que se tenía que pedir permiso a la Delegación de Gobierno, porque se trataba de reuniones, y no fueran a resultan clandestinas o conspiratorias, que nunca se sabe dónde salta la liebre

                Pero todavía hoy quedan clichés curiosos, como me cuentan quienes se decían a esto. Cosas como decir que sean las mujeres las que escojan el color de la pintura de la fachada o la tela de los toldos, mientras los hombres se quedan hablando de las cosas serias, como las derramas. Y yo, como propietaria, recuerdo que cuando adquirí junto con mi marido un piso, me encontraba con la incómoda situación en que el administrador, un señor muy mayor, no quería hablar conmigo y siempre me preguntaba por él, que era con quien quería tratar los temas “serios”. Una vez trató de explicarme que los gastos a prorrata eran como si yo fuera al mercado y llevara un monedero que tuviera que ir distribuyendo. No le dejé seguir porque si le dejo acabar no respondo.

                Pero me temo que yo no soy la mejor de las copropietarias, porque mi experiencia me regala situaciones nada deseables. De hecho, mi presidencia, por riguroso turno, en nuestra segunda vivienda acabó en los juzgados, porque me vi obligada a denunciar a un copropietario por insultos y amenazas en mitad de la Junta. La cosa devino en un juicio de faltas donde el mejor de los testigos he de decir que fue el administrador, que ya no era aquel señor viejecito que me hablaba del monedero y el mercado.

                Y es que los conflictos vecinales llegan hasta el juzgado de guardia. Más de una vez me he visto recibiendo denuncias porque alguien había puesto un toldo de diferente color al acordado o porque había hecho un cerramiento indebido. Y hay que ver lo difícil que resulta explicar que esto se archive, Y es que las series de vecinos y su mantra de “demanda judicial” han hecho mucho daño.

                Y con esto cierro el telón de hoy. El aplauso, sin duda, para esos administradores y administradoras que tanto han de aguantar, y en especial a Maribel por darme la imagen y la idea. Que nunca tenga que decir que aquí no hay quien viva

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