Nadie duda del glamur que desprenden algunos objetos. Las joyas son, por antonomasia, los objetos más cargados de significado: por su valor económico, por su valor sentimental, o hasta por su consideración de fetiche. Y el cine y el teatro no podían dejar pasar ese filón. Es bien conocido el alfiler de sombrero que usa la protagonista de Matador -casi tanto como el picahielos de Atracción fatal que, aunque no sea una joya, podría serlo-, el anillo con veneno de Lucrecia Borgia o el diamante único de La Pantera rosa. Son especialmente frecuentes en obras de todo tipo, desde comedias románticas hasta los más sangrientos dramas, los anillos y las pulseras de pedida. Aunque pueden tener otros muchos significados, como las inolvidables Pulseras rojas de la serie o las de la película Cuarta planta, que evocaban el distintivo que marcaba a sus protagonistas por su estancia en un hospital.
Hoy no voy a hablar de esas pulseras. O al menos, no solo de esas pulseras, sino de algunas de las que podemos encontrar en nuestro teatro, desde los más diversos enfoques y ocupando distintos papeles. Así que vayamos por partes.
Lo primero que se le viene a una a la cabeza cuando le hablan de pulseras, como de cualquier otra joya, es el delito de robo. El robo de joyas ha tenido tal barniz de glamur en películas como Atrapa a un ladrón que ha hecho que mucha gente vea esa realidad algo distorsionada. Los ladrones de joyas que pasan por Toguilandia no son caballeros que coman las aceitunas con cuchillo y tenedor, sino que suelen ser simples delincuentes habituales que roban joyas como podrían robar dinero, televisores u ordenadores, porque es lo que tienen a mano. Y porque son más chiquitas y sencillas de transportar, sin duda, aunque tengan el inconveniente que es más fácil de reconocerlas y, por ende, son más difíciles de “recolocar”. Cualquiera que lleve un tiempo en nuestro teatro se habrá encontrado alguna vez con pruebas del delito tales como el anillo que lleva grabado en su interior “tuyo por siempre, Catalina”, el reloj con la inscripción “tus compañeros de Fornituras Pérez como recuerdo por tu jubilación” y hasta la esclava con el sempiterno “amor de madre”, un clásico donde los haya.
Pero hay otras pulseras, con un contenido mucho más jurídico, ya que, en vez de formar parte del contenido o la prueba del delito, se incardinan en la ejecución de la condena. Se trata de los denominados dispositivos telemáticos de localización, conocidos popularmente como «pulseras» y que, paradojas de la vida, no son pulseras sino tobilleras. Se trata de un dispositivo que , por medio de un GPS, localiza si el delincuente está cerca de su víctima o del lugar al que debe permanecer alejado, en cuyo caso emite una señal que es recibida por el centro de control pertinente. Todo muy clarito, muy aséptico y muy funcional, aunque, como suele ocurrirnos, del dicho al hecho hay un buen trecho y no siempre la pulsera es la panacea que algunos políticos nos quieren vender. No olvidemos que es solo uno de los modos de controlar al maltratador o delincuente de que se trate, pero ni funciona en todos los casos ni siempre es la solución.
Lo primero que hay que recordar es que el control a través de estos dispositivos requiere de la colaboración de la víctima, porque a ella también se la priva de su libertad ambulatoria, al tener que estar localizada, y se le obliga a cumplir con determinadas dinámicas, como cargar la batería del dispositivo y mantenerlo activado. Por tanto, si ellas no están convencidas de quererlo, es difícil que algo así funcione, menos aún si no se tienen en cuenta las características del caso concreto. Contaré u ejemplo, al que ya me refería al hablar de medidas cautelares pero merece la pena recordar. Se trataba de un presunto maltratador -hoy condenado por sentencia firme- detenido por este hecho. La fiscal -yo, en este caso- pidió prisión preventiva para él y la jueza la acordó, pero su abogado recurrió, como no podía ser de otro modo, el auto, y la Audiencia Provincial decidió hacer un ejercicio del más puro salomonismo y, ni pa tí ni pa mí, dejó al sujeto en libertad pero con tobillera telemática, medida que nadie solicitó. Hete tú aquí que, desde el mismo día de su puesta en libertad, el artefacto pita como si no hubiera un mañana exactamente a la misma hora, las 8 de la tarde, y deja de hacerlo a las 10 en punto. Como era de esperar, el individuo fue detenido por un delito continuado de quebrantamiento de condena y, al recibirle declaración, fue cuando se destapó el pastel. Pernoctaba en la Casa de la Caridad y cargaba la batería por la noche pero, como quiera que no regresaba hasta la hora fijada para las cenas, las 10 de la noche, el aparato no tenía autonomía suficiente y se quedaba sin batería, con el consiguiente y constante pitido que volvía loca a su supuesta beneficiaria. La víctima nos rogó por activa y por pasiva que quitáramos aquello, pero hasta que no se comprobaron las circunstancias no se deshizo en entuerto, que tenía una complicación procesal extra al haber sido acordado por la Audiencia.
Otro caso que recuerdo es el de otra mujer que vino al juzgado llorando, suplicando que quitáramos la pulsera. Su agresor trabajaba en un servicio de asistencia en carretera, y ella cuidando ancianas. Como quiera que uno y otra se desplazaban para realizar sus trabajos -él especialmente- las posibilidades de coincidencia eran muchas y a ella le sonaba con frecuencia el pitidito. Ya le habían despedido de dos trabajos porque a las ancianas a las que cuidaba no les gustaba nada eso, y menos aún que viniera la policía, y a los hijos que la contrataban todavía les gustaba menos que se descubriera que había sido contratada en negro. Total, que para la mujer había sido peor el remedio que la enfermedad.
Otro caso pintoresco era el de un hombre al que el dispositivo solo pitaba durante unos segundos, con una relativa periodicidad. El misterio quedó resuelto cuando se comprobó que los 500 metros quedaban un par de centímetros dentro de la línea de una de las cajas del hipermercado al que acudía habitualmente, con lo que el aparato sonaba cuando hacía la compra semanal y escogía la caja de la discordia por el tiempo que duraba meter la compra en la bolsa y pagar.
¿Quiero decir con esto que la pulsera es Satanás, y que no hay que usarla? Pues, desde luego que no, pero tampoco es el dios que va a acabar con la violencia de género de un plumazo. Los dispositivos telemáticos pueden ser muy útiles en muchos casos, pero no puede establecerse una regla general. Donde mejor encaje tienen es en la ejecución, para casos de condenados en libertad por haber cumplido la pena de prisión, tenerla suspendida o gozar de permisos o beneficios penitenciarios y sin embrago había muchas reticencias legales a acordar su uso, si bien ya hace tiempo que es pacífica la posibilidad de hacerlo y tiene buenos resultados.
Ignoro por qué, todo el mundo parece conocer este método de control -que no pena- aunque hace su propia interpretación. No hace mucho, un investigado nos decía que le pusiéramos la pulsera del polígrafo y veríamos cómo se portaba bien y otro nos extendía las muñecas “para que le tomáramos medidas para la pulsera”, como si hubiera de venir el mísmiso Dior a colcársela. Solo le faltó pedir un color neutro, no fuera a combinarle con todo. Y eso sin olvidar que, por travesuras del corrector -o no- más de una vez se ha acordado la colocación de dispositivo telepático, que no sé yo si tendríamos que llamar a la bruja Lola a instalarlo junto con dos velas negras.
Hasta aquí, unas notas sobre joyas varias en general y pulseras en particular. El aplauso, una vez más, para quienes usan de estos medios con prudencia y sensatez. No me atrevo a decir que con eficacia, porque mientras no nos llegue la bola de cristal, nunca se puede prever todo. Por desgracia.