Bullying: al borde del precipicio


 

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Hoy, en Con Mi toga Y mis Tacones nos atrevemos con un tema muy duro, el acoso escolar o, usando su más popular anglicismo Bullying. A él se han dedicado varias películas, como La clase, Cobardes, Cadena de favores o la famosa Carrie, en sus versiones de ayer y de hoy, y a él dedico hoy mi estreno, en forma de relato

Vaya por anticipado mi homenaje a quienes lo han sufrido y lo sufren, y mi aplauso para quienes luchan contra este drama cada día.

 

Al borde del precipicio

 

        Cuando la vi por primera vez, estaba al borde del precipicio. Al borde del precipicio en sentido literal. Sin metáforas ni comparaciones.

        Estaba sentada en el borde afilado de una roca, y los pies le colgaban, balanceándose, justo encima del vacío más absoluto. Las manos parecían sujetarle sin demasiada firmeza en sentido contrario, aferrándole a la tierra. La decisión entre el todo y la nada despedía de sus propias extremidades. Adelante o atrás. Adelante y atrás. Ahí estaba su cuerpo. Lo que era imposible era saber adonde estaba su mente y, sobre todo, dónde estaba su alma.

        Aun me asombro cuando pienso cómo llegué hasta allí, cómo fui capaz de adivinar cómo encontrar a aquella adolescente que, desde donde quiera que estuviera, había lanzado un grito de angustia desesperado. El hecho de que aquel grito llegara hasta mí y yo llegara hasta a ella quedaría siempre como uno de esos caprichos del destino que confirmaban lo que decía mi madre. Las cosas siempre pasan por algo.

        Me enganché a su vida casi si darme cuenta. En poco tiempo, supe todos los detalles de su corta existencia. O, al menos, eso creía.

        Conocí de primera mano el dolor del primer palo que le dio la vida, cuando apenas acababa de cumplir los cinco años, la muerte de su abuela, que no fue más que el aperitivo de lo que tenía que venir. Pude revivir en mi propia piel el asombro que causa descubrir que no somos inmortales, que la muerte está ahí y que no es un drama que les pase a otras personas. Su abuela, que la había criado, se marchó un día de noviembre rumbo a un hospital para no volver jamás. Tras mucho preguntar, le dijeron que estaba en el cielo, un cielo que pintaban tan bonito que hasta apetecía ir, según ella decía.

        Era también ella quien decía que la vida quiso entrenarla para cuando llegara la competición definitiva. No tardó mucho. En el verano de sus doce años, cuando todavía el calor era insoportable y todavía quedaban días de vacaciones, la arrancaron de cuajo de su lugar de veraneo para devolverla a la ciudad donde pasaba el resto del año. Allí, sentada en el borde de la silla, recibió la noticia de que su madre iría pronto a acompañar a su abuela a ese extraño lugar llamado cielo. Y,no tardaría en emprender ese viaje. La enfermedad tuvo al menos el detalle de ser tan rápida y fulminante que la niña ni siquiera se dio cuenta de su sufrimiento.

        No entendía por qué tenían que marcharse las personas que más quería, las que más le ayudaban para sobrellevar lo que le pasara. Por eso lloró tanto. Lloró sin consuelo pensando en ella misma, y más tarde volvió a llorar sin consuelo pensar que solo había sido capaz de pensó  Y el Via Crucis, que ya hacía tiempo había pasado por la primera estación -como cada Semana Santa le contaban en el colegio religioso al que asistía desde siempre- iba avanzando hacia el final del camino.

        Odiaba el colegio como nada en el mundo. No dejaba de ser triste que aquello que aborrecía fuera lo que ocupara la mayor parte de sus escritos, pero así era. De hecho, sin aquellas malditas aulas jamás se hubiera decidido a deslizar sus dedos aun torpes sobre el teclado del ordenador que le regalaron por su Primera Comunión.

        El ordenador era uno de los pocos recuerdos de aquel día. A pesar de que por aquel entonces ya abominaba la sola idea de ponerse un vestido de merengue y participar en una ceremonia que ni entendía ni compartía, se conformó con seguir a la masa y no oponerse a aquella farsa de la Comunión. Al fin y al cabo, era lo normal en un colegio religioso y lo que se esperaba de ella. Y entonces todavía anhelaba por encima de todas las cosas ser lo que esperaban que fuera, estar a la altura de las expectativas de no sabía exactamente quíen. Cuando vio que, poco a poco, las compañeras del colegio iban rechazando todas sus invitaciones, supo que se había equivocado. Por más que se esforzase, nunca sería como ellas. Y nunca, nunca, le permitirían ser una de ellas. Ni siquiera se habían molestado en excusarse ante ella. Se habían limitado a dejarle en el pupitre una nota escrita por su madre en una tarjeta de visita, y dirigida a su madre. “Lamento comunicarte que mi hija no podrá asistir a la Primera Comunión. Gracias por la invitación y os deseo un día inolvidable” Un texto, repetido casi letra por letra varias veces, que su memoria grabó a pesar del esfuerzo que hizo para olvidarlo

        No siempre fue así. Cuando empezó a ir a aquel colegio, tenía mucha ilusión. Pensaba que se adaptaría y formaría parte de esa élite de niñas guapas, simpáticas y educadas a las que todo el mundo adoraba.

        Pero la cosa fallaba desde el primer requisito. No era guapa, como no tardaron en decirle y como le recordaban a cada oportunidad que podían. Pese a que su madre y su abuela le habían repetido cada día que era la niña más bonita del mundo, al resto de las niñas le parecían horribles su pelo ensortijado, sus ojos saltones y, sobre todo, aquella pierna que no había crecido lo suficiente para hacer juego con su pareja y que impedía que ella corriera, saltara y jugara como el resto de sus compañeras. Aunque tratara de disimular con una prótesis que se había llevado gran parte de los ahorros de su madre, a ellas les daba igual. Es más, ella llegó a pensar que su cojera no era la causa sino la excusa para convertirse en la diana de sus continuos desprecios y, sobre todo, de su constante indiferencia.

        Lo repetía mucho. Lo que más le dolía no eran los insultos de aquellas dos niñas que la tomaron con ella casi desde el momento en que llegó. Lo peor era la indiferencia de las demás, que se comportaban como si ella no estuviera. Jamás la invitaban a un cumpleaños ni una fiesta, pero nunca se molestaban en ocultarlo delante de ella, y comentaban sin ningún miramiento lo bien que lo habían pasado en la fiesta de María o lo que disfrutarían en el cumpleaños de Cristina, actos que le estaban vetados.

        Trató de ocultarlo a su madre, aunque intentaba encontrar excusas para estar el menor tiempo  posible en el colegio. Fingía que se había olvidado algo para salir con el tiempo justo y no tener que esperar en el patio, se quejaba de dolores de barriga o de cabeza con la esperanza de quedarse en casa. Cuando salía de clase, lo hacía a toda prisa, para encontrarse enseguida con su madre y evitar a toda costa el peor rato, ese en que todas las niñas se mezclaban en la puerta entre risas, marchándose juntas al parque,  a comprar chucherías o hasta a hacer los deberes las unas en casa de las otras. Cuánto hubiera dado por una sola de aquellas golosinas, o por estudiar en compañía. Pero ella no era como las demás, y no tenía derecho a todo aquello. Llegó a creérselo y era ella misma quine instaba a su madre a que se fueran lo más rápido posible de allí.

        Fue precisamente eso lo que alarmó a la madre. Ya había empezado a sospechar que algo no iba bien con esa manía de su hija de hacer tiempo para salir de casa con el tiempo justo. Pero al salir, cuando todas las niñas reían y gritaban, su hija bajaba la cabeza y se escabullía de toda posible vida social. O, mejor dicho, de toda imposible vida social.

        No llegó a sincerarse con su madre, aunque no hizo falta. Algo pasaba, y ahí estaba la razón de que su niña nunca quisiera celebrar su cumpleaños más que con la familia. Le sugirió a la tutora que la niña sufría acoso escolar, pero lo negó con energía. Le dijo que solo se trataba de una niña demasiado tímida, que había que animarla a relacionarse con las otras niñas y a que dejara de ser tan cerrada para que no pensaran que era rarita. Rarita, eso le dijo Y le quitó importancia a todo aquello. En aquel colegio nunca habían tenido un caso de acoso escolar ni nunca lo tendrían. Faltaría más.

        Lo peor de todo fue que ella estaba allí, sentada en la silla de al lado de la de su madre mientras la tutora hablaba de ella como si no existiera. En realidad, como hacía todo el mundo. Ahí no pasaba nada. Y si pasaba, era suya toda la culpa. Y no había más que hablar.

        La soledad a la que había sido condenada sin juicio ni sentencia le pesaba como una losa. Le hacía llorar por dentro, aunque ya hacía tiempo que dejó de llorar hacia fuera. Solo soñaba con que aquello se acabara de una vez, como fuera. No quería volver a esa tortura diaria de indiferencia abierta y burlas encubiertas, de cuchicheos a su paso y risas contenidas.

        Un día, después de estar vomitando toda la noche sin razón aparente –no había contado a nadie que se comió un paquete de tizas porque alguien dijo que hacían subir la fiebre- le arrancó la promesa a su madre de que al año siguiente cambiaría de colegio. Por fin. Comenzó su imaginaria cuenta atrás, donde cada desprecio era uno menos de los que le restaban por soportar hasta marcharse de allí para siempre.

        Mientras tanto, había descubierto lo que ocurría en redes sociales. En tuenty, la red de uso común por aquel entonces entre adolescentes, había varias conversaciones donde se burlaban de ella. Decían que tenía piojos, que había que apartarse de ella no fuera a contagiarlos, se reían de su pierna llamándole “patapalo” y que era tan fea que al mirarla dolían los ojos. Comprobó con dolor que hasta las niñas que creía que eran menos duras con ella, intervenían en la conversación sin piedad. Y todo esto lo hacían sin necesidad de bloquear la publicación de ningún modo. Cualquiera podía verla, incluida ella. Era una invitación a todo el mundo a burlarse de ella ante sus propias narices. Desde que lo descubrió, no pudo volver mirar a nadie a la cara, ni siquiera a quine trataba de ser amable con ella. Sospechaba que todo el mundo sabía quién era y si en un momento era agradable con ella, solo era para granjearse su confianza y poder luego golpearla con más saña.

        Decidió dejarlo pasar. Aquello acabaría pronto, se repetía una y otra vez. Aquello acabaría pronto.

        Mientras tanto, tomó la decisión de escribir y contarlo todo. Solo quería desahogarse, aunque pensaba que quizás algún día le podría servir recordarlo. Estuvo informándose de cómo abrir un blog y comenzó con su diario telemático, convencida de que nadie la leería. Se había acostumbrado a hacerse tan invisible que llegó a creer que realmente lo era. Ni se molestó en indagar acerca de la privacidad de sus publicaciones, que creía que nadie podría ver, y ese despiste fue el hilo que me condujo hasta ella

        Fue entonces cuando, sin que ella lo supiera, empecé a engancharme a su vida para no soltarla. No sabía quién era aquella criatura, aunque hubiera dado cualquier cosa por poder ayudarla.

        Lo que seguía era especialmente triste. La enfermedad de su madre debió empezar a manifestarse, aunque a ella no le dijeran nada. Pero sin duda era por eso por lo que la niña contaba que hacia tiempo que su madre no hablaba con ella y que muy pocas veces iba a recogerla. Luego llegó aquel verano, y el regreso precipitado para recibir la noticia fatal.

        Cuando supo lo que ocurría, su primera reacción fue la de preguntar si la habían cambiado de colegio. Se sintió una persona horrible por hacerlo, pero no podía evitar que fuera su mayor preocupación, casi su única preocupación. La respuesta fue la que se temía, y no tuvo estómago para exigir a su moribunda madre el cumplimiento de su promesa.

        La acompañó hasta el final. Y el primer día en que, tras unos días de duelo, sus tíos le hicieron regresar al colegio, tomó la decisión.

        Por fortuna, lo escribió en su blog, en ese blog que ella creía privado y se podía ver por Internet. Un blog al que llegué un día por casualidad cuando tecleaba la búsqueda de una palabra: invisible. Fantaseaba con el lugar donde iría a cumplir su propósito, el punto desde el cual se marcharía de una vez al dichoso cielo del que tan bien hablaba todo el mundo. Si su madre y su abuela estaban allí, a buen seguro le harían un hueco. Allí no seria invisible.

        No me equivoqué. No había muchos lugares de esas características que ella pudiera conocer. Me dirigí a toda prisa allí en cuanto leí lo que mi desconocida amiga contaba con la esperanza de que no fuera demasiado tarde.

        Allí estaba, con sus piernas colgando en un vacío con más de diez metros por debajo. Un poco más de impulso y no habría marcha atrás

        Muerta de miedo, la llamé por su nombre con voz suave, tratando de agarrar las manos que todavía se sujetaban en el suelo pedregoso. Se resistió con la voz, aunque su lenguaje corporal me decía otra cosa, pòr eso me atreví a continuar hablándole.

– No eres invisible. Si lo fueras, no habría leído tu blog ni habría llegado hasta aquí.

        Fue definitivo. Como también lo fue para que sus tíos se dieran cuenta de la importancia de cumplir la promesa que la madre hiciera a la niña. Jamás volvió a pisar ese colegio. Ni siquiera cuando, tiempo más tarde, la invitaron a dar allí mismo sobre la importancia de escribir y de tener un blog, después de que su bitácora alcanzara cierta notoriedad tras recibir un premio por ella.

        Aquella invitación fue tan invisible para ella como ella lo fue un día para quienes se la enviaron

        Ella y yo, sin embargo, nunca hemos dejado de ser visibles la una para la otra. Ella cree que le salvé la vida. Algún día le contaré que encontrar sus escritos fue lo que me dio una razón para seguir viviendo. Desde ese día, volví a escribir, aunque nada parecido a aquella novela con la que, hacía muchos años, me había hecho famosa.

 

1 comentario en “Bullying: al borde del precipicio

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