Las flores son y han sido siempre eterna inspiración de artistas. Muchos cuadros y esculturas reproducen sus formas y colores, e infinidad de poemas se refieren a ellas como inspiración o como metáfora. El mundo del espectáculo no es ajeno al poder evocador de estas joyas de la naturaleza, y varios títulos incluyen referencias a ellas, como Muerte entre las flores, o Deshojando la margarita, a quien las cuida, como El jardinero fiel o las incluyen en imágenes inolvidables, como las rosas que rodean a la protagonista de American Beauty. Y, por supuesto, sin olvidarnos de La abeja Maya, fan incondicional de las flores.
Nuestro teatro no es, desde luego, un lugar donde abunden las flores, más allá de los tiestos que decoran algunos despachos de gente que sabe cuidarlas -no como yo, que soy un desastre y o bien me olvido de regarlas o me paso de riego y las ahogo-. He de reconocer que admiro a quienes lo hacen. Hubo una temporada que una funcionaria me regalaba de vez en cuando una rosa de su jardín, y me encantaba.
Tampoco en nuestros asuntos florecen otra cosa que no sean folios y más folios de ese papel 0 que no llega nunca. Aunque de vez en cuando me he encontrado con algún caso en que tenían algún protagonismo, como el de un acusado -ya condenado- que se aparecía en el portal de la casa de su amada no correspondida llevándole ramos de flores y recitándole poemas a voz en grito. Ni que decir tiene que la pobre chica, que no quería saber nada de él ni nunca lo había querido, estaba desesperada porque no podía ir a ningún sitio sin que el mozo se apareciera y le montara el numerito con sus requiebros, y acabó denunciándolo. Y es que hasta unas flores pueden resultar una pesadilla si no son queridas.
Pero, aunque no veamos muchas flores, hay cosas en Toguilandia que nos hacen sentir como floreros. Esto es, como un mero objeto decorativo sin otra función que la de convidado de piedra. O poco menos. Y es que nuestras viejas leyes todavía están ancladas sobre un presencialismo que casa mal con los tiempos que corren.
Me venía esto a la cabeza el otro día en un procedimiento de Jurado donde, tras el informe del fiscal, estuvimos varios días oyendo los informes del resto de partes. Y no es que diga yo que no tengamos que escucharlos, faltaría más. La cuestión es que la ley se conforma con nuestra mera presencia física. Me explicaré mejor. En este caso, mi compañera era quien había hecho el juicio entero, pero tenía otro señalamiento en que su intervención era necesaria. Así que cumplimos el trámite con mi mera presencia física, a modo de florero, aunque luego le di cumplida cuenta de todo lo ocurrido -y que además, podrá ver en el correspondiente CD -. No fui la única. Otra de las partes estuvo representada por una abogada que no era la que había llevado el peso del juicio, porque su compañero tenía otro juicio. Y si para nosotras es difícil dejar durante más de quince días el juzgado, todavía lo es más para Letrados y Letradas, cuyo universo de clientes y señalamientos sigue girando mientras permanecen en la sala un día tras otro. Y aquí lanzo la pregunta ¿era realmente necesaria la presencia física de alguien simplemente para cubrir el expediente? Las respuestas posibles son de dos tipos. O era necesaria la de quien estuvo en el juicio y llevó el peso del mismo, en cuyo caso habría procedido la suspensión -cuyas causas son de muy estricta interpretación-, o no lo era y no hacía falta un florero togado. Pero está la tercera vía ¿por qué no acudir a la tecnología para suplir la presencia física con la virtual, mediante la grabación o incluso la videoconferencia u otros medios? Pues porque todavía tenemos el presencialismo tan arraigado como si todos esos medios no existieran.
Y ya sé que alguien saldrá diciendo que el Ministerio Fiscal es único. Y desde luego que lo es porque así lo dice la ley. Pero esto sabemos que en realidad es una falacia, y que cada cual se sabe sus juicios y esa unicidad no viene con un chip que nos transfiera, junto con la toga, todo el conocimiento de aquel a quien sustituyes. Lo que me recuerda algo que he vivido y sigo viviendo -tanto en el lado pasivo como en el activo- en mi carrera profesional. El fiscal que ha de ir a determinado sitio se pone enfermo, tiene un accidente o le pasa cualquier otra cosa. El juez o jueza llama a fiscalía reclamando un fiscal, y nos toca aparecer y suplir al compañero haciendo lo que podemos, aunque ni siquiera hayamos preparado el juicio. Y pese a que se hace lo que se puede, ganas dan de convertirse en florero, en piedra o en cualquier otra cosa. Porque en la realidad de Toguilandia, muy complicado tiene que ser un juicio para que la imposibilidad de asistir del fiscal que lo llevaba dé lugar a la suspensión. Tal vez habría que plantearse en algún momento que el servicio a la Justicia se cumpliría mejor suspendiendo que mandando a alguien que no ha podido prepararlo. Pero es lo que hay.
Esto del florerismo también se me viene a la cabeza muchas veces cuando veo a los procuradores sentados durante todo un juicio donde hacen de acusación particular. Han hecho su trabajo antes, sin duda, y sin duda también lo harán después, pero en ese momento lo que prevé la ley es que, simplemente, estén. Otro absurdo del presencialismo que hace perder un tiempo precioso. En la práctica, es verdad que muchas veces piden excusarse o lo hace directamente el juez. Pero es algo que se decide por mero sentido común y no es lo que en realidad dispone la ley, con cuyo cumplimiento estricto tendrían que permanecer horas e incluso días sin pronunciar palabra. Algo que me parece absurdo, aunque igual son cosas mías.
No son estos los únicos ejemplos. Seguro que a quien esté familiarizado con Toguilandia se le ocurren otros muchos. Casos de representaciones de entidades, de responsables civiles subsidiarios o de otros cuyo papel es meramente testimonial. No siempre, pero sí algunas veces.
Este florerismo no solo se da en cuanto a la presencia física. También se exigen intervenciones por disposición de la ley en que hacemos un papel de convidado de piedra, más de una vez consecuencia de que quien legisla no ha visto un juzgado más que en películas. Como ejemplo, esas expulsiones administrativas dentro de un proceso penal en las que, a pesar de pedirnos informe, poco podemos informar salvo que “el fiscal no se opone”, los vistos de liquidaciones de condena hechas con una calculadora o los infinitos pases para visto en un mismo procedimiento en que, sencillamente, acuerdan en el sentido en el que se había informado.
También me resulta curioso ese desdoblamiento del Ministerio Fiscal cuando hay un proceso de menores y ha de comparecer una víctima también menor, cuyos representantes legales no están. Eso de que haya que acudir a lo que llamamos “un fiscal para que haga de papá o mamá” siempre me ha hecho gracia. De repente, ya no somos un Ministerio Fiscal único, hemos de ser dos. Y puedo asegurar sin temor a equivocarme que el o la fiscal de menores encargado de la reforma del menor delincuente va a salvaguardar a la víctima sin necesidad de un fiscal extra. Pero igual también esto son cosas mías.
No me extenderé más, aunque a buen seguro cualquiera tiene muchos más ejemplos de presencialismo absurdo para ilustrarnos. Solo me queda dar el aplauso a quienes, a pesar de todo, cumplen con la ley pero son capaces de hacerlo con un plus de sentido común. Como dicen, el menos común de los sentidos.