Muchos recuerdos van asociados a objetos. Sean fetiches, amuletos, o simplemente algo a lo que tenemos cariño, su presencia nos da seguridad y su ausencia nos la resta. Tal vez por eso, los objetos son los protagonistas absolutos de muchos títulos de películas, como Las zapatillas rojas, La caja de Música, El Tambor de hojalata, El Piano o, por qué no El muñeco diabólico, sin olvidar a todos los juguetes animados de Toy Story.
La presencia de fetiches en nuestro teatro existe, tanto a uno como a otro lado de estrados. Del lado de los delincuentes, hay determinados delitos sexuales que traen consigo toda una puesta en escena de lo más pintoresca. Recuerdo unas esposas rosas de peluche que eran lo más, y algún otro adminículo castigador que sonrojaría a cualquiera. Incluso en una ocasión, me cuentan que la cantidad de objetos de esa índole era tal que el argumento era que estaba buscando material para un Tupper sex. Pero, más allá de eso, lo más habitual es encontrarnos navajas, cuchillos, tijeras o cortaúñas que eso sí, todo el mundo dice que son para cortar la fruta. Viva la vida healthy, vaya.
Pero quienes habitamos Toguilandia también tenemos nuestros fetiches, como, por supuesto, mi toga y mis tacones. Incluso desde antes de subir a estrados por primera vez. ¿Quién no ha tenido un amuleto de la suerte, una estampita, una prenda de ropa o cualquier otra cosa que llevar al examen para que le diera suerte?. Yo ya he hablado otras veces de mi San Pancracio, con peana y todo, que planté encima de la mesa ante la estupefacción de examinandos y examinadores, y que debió dar su resultado, visto lo visto. O del suéter de la suerte de un compañero que con la temperatura de 10 grados bajo cero a la que hicimos el primer examen, casi le cuesta una pulmonía doble. Pero también dio su resultado. Eso, y los años que llevábamos empollando, claro. Una cosa es la suerte y otra hacer milagros.
Y es que, aunque no lo reconozcamos, todo el mundo tiene un punto de superstición. Cuando yo estaba en plena oposición, a mitad camino entre uno y otro examen, una buena amiga me regaló un búho de cerámica que según ella había de darme suerte. Yo, con la desesperación propia de quien está en ese trance, lo guardaba como oro en paño pero mi madre tuvo un mal día con el plumero y el búho perdió la cabeza literalmente. Mi madre anduvo buscando los trocitos y, armada y pertrechada del mejor de los pegamentos, lo recompuso mientras cruzaba los dedos para que yo no lo supiera. Estaba convencida, y con razón, que si sabía que la figurita se había roto, creería que sería un signo de mal fario y minaría mi autoestima de opositora trastornada. Consiguió su objetivo y yo no me enteré hasta que, mucho tiempo más tarde, confesó su pecadillo. Y la verdad, le agradezco que me lo ocultara, que nunca se sabe.
Continúo teniendo objetos a los que tengo mucho cariño y de los que no estoy dispuesta a desprenderme. Uno de ellos es una alfombrilla de ordenador que preside mi despacho, imagen de este estreno. Está muy viejecilla la pobre, pero me la regaló un compañero en los tiempos en que tuvimos ordenador en fiscalía por primera vez, que aunque parezca el Pleistoceno, tampoco hace tanto. Hace pocos años mi compañero falleció, y guardo su alfombrilla como oro en paño aunque se caiga a pedazos. Y la pienso seguir usando, y acordándome de él que, además, fue quien me inició en lo poco que sé de informática.
También tengo mis pongos, de los que ya hablé en el estreno dedicado a los decorados. Cada uno me recuerda a una persona, a una situación, a alguien que se fue de viaje y se acordó de mí. Y me gusta, aunque den a mi ordenadorr el aspecto del salpicadero del taxi de Que he hecho yo para merecer esto.
Otra compañera tiene en su mesa un perrillo de esos que se pusieron de moda en los coches en los años 70, que movían la cabeza con un muelle y tenían los ojos brillantes. Y confieso que el día menos pensado se lo cojo para hacer compañía a mis pongos. Guardadme el secreto.
Del mismo modo, hay quien tiene especial apego a un Código en especial, que lleva destrozado y lleno de pegatinas con las distintas reformas, pero que tiene sudores fríos si entra en sala sin él. Manías toguitaconadas, vaya.
Aunque no hace falta que sean objetos relacionados con el derecho. Sé de una buena amiga que suele llevar canicas como amuleto, y se las mete en el bolsillo y hasta las hace sonar entre ellas para sentirse tranquila con su sonido. Y es que para gustos hay colores. Como los de las canicas
Así que ahí queda eso. El aplauso, esta vez, será para todas esas cosillas que nos ayudan en nuestra día a día en Toguilandia, y para los recuerdos que evocan. Porque toda piedra hace pared. ¿O no?