Hemos dedicado muchos estrenos a los buenos sentimientos. Y hasta a los no tan buenos, pero recomendables, como la paciencia o la tranquilidad, que en dosis pequeñas son sanos pero en grandes dosis pueden llevar a la abulia. Pero no todo es de color de rosa, ni mucho menos. Ni en el teatro ni fuera de él. Y en el mundo del espectáculo se ve especialmente, en ocasiones, ese monstruo verde llamado envidia que todo lo envenena. Matar por un papel, como las coristas que ponían la zancadilla a la vedette principal con tal de sustituirla. O como aquella chalada de Atracción fatal, dispuesta a todo con tal de arrebatar a la otra el hombre que quería para sí.
¿ Quién no ha padecido alguna vez de envidia, aunque sea de esa que llaman sana? ¿Quién no podría haber dicho en alguna ocasión que Un monstruo viene a verme?. Un poco de envidia puede ser hasta buena, algo así como una hermana pequeña de la admiración. Pero un mucho se enraíza y emponzoña como si fuera el propio Demien, sembrando La semilla del diablo.
En nuestro teatro también tenemos nuestras envidias. Pequeñas y grandes, sanas y no tan sanas. Y tanto entre sus intérpretes como entre las funciones a las que asistimos.
En su momento, ese filón llamado Juicios de faltas, escenario habitual de peleas de vecinos que ríanse ustedes de los de Aquí No hay quien viva y La que se avecina juntos, daba para más de una historia, aunque no seamos mayoristas ni limpiemos pescado. Peleas intestinas por un toldo o un cerramiento, en el que se acababa viendo la envidia por no tener el toldo o el cerramiento en cuestión, terrazas a las que iban a parar los desperdicios más asquerosos, con tal de fastidiar al que gozaba del privilegio de usarla, y hasta críticas inmisericordes al presidente, al más puro estilo del Señor y la Señora Cuesta. Recuerdo que en una ocasión llegué a oír a una mujer implicada en una apasionante juicio porque tiraba la lejía sobre la colada de la vecina, que acabó confesando que no soportaba que ella tuviera tendida una ropa interior tan bonita y llena de encajes. La verdad es que, a veces, sigo añorando los juicios de faltas porque sus herederos, los levitos, no me han proporcionado aún los ratos impagables que me dieron aquéllos.
Pero hay otros momentos mucho menos simpáticos. Hay delitos graves donde subyace la envidia y esos hermanos peligrosos, los celos. En los delitos de violencia de género, sin ir más lejos, muchos de los episodios más dramáticos comienzan porque él ha descubierto, o creído descubrir, una infidelidad. Ver una conversación de whatsapp con otro, o algún cruce de miradas, son a veces la espita que desata la tragedia. Y una vez desencadenada, es casi imposible de parar. Por no hablar de ese terrible “la maté porque era mía”, tan desgraciadamente frecuente en cuanto el interfecto conoce que la que fue su esposa tiene ahora otra pareja. Y ojo, cosa curiosa, aunque él haya también logrado rehacer su vida.
Con esto no quiero decir, por supuesto, que sólo los hombres sean celosos, o envidiosos. Ese mal es suficientemnte fuerte para envenenar a cualquiera, y sus consecuencias son siempre imprevisibles, desde la noche de los tiempos. No olvidemos a Caín y Abel.
Pero la envidia también florece a veces entre los intérpretes habituales de nuestro teatro. Aunque en muchos casos no sea así, y exista un compañerismo que da gloria verlo, en otros ese monstruo verde se instala en cuanto entra en juego un puesto o un cargo más o menos jugoso. Y diríase que a veces podrían verse volar los puñales, y oir su sibilante sonido rondando las espaldas. El mito, o no tan mito, de Julio César que se repite una y otra vez. ¿Tú también, Bruto?
Pero en ocasiones, no es necesario que lo que entre en liza sea un carguito más o menos atractivo. Recuerdo que una compañera, caracterizada por su buen humor y sonrisa permanente, acaba siempre quejándose de que, en cuanto había un cambio de reparto de trabajo, alguien más antiguo le arrebataba su lote, a pesar de que nunca antes le había interesado. La explicación no era otra que, a la vista de su sonrisa y su permanente buen humor, siempre había alguien que pensaba que se debía a que su cuota era un chollo, y no a que fuera capaz de conjugar buen humor y efectividad. Lo que una buena amiga llama una persona “potencialmente odiable”. Por supuesto, como quiera que el tiempo pone a cada uno en su lugar, al final se acababa descubriendo que el chollo no era tal y que, si había un verdadero chollo, era la forma de afrontar las cosas de la propia compañera. No sé qué habrá sido de ella, pero seguro que sigue teniendo la misma sonrisa perenne pintada en la cara. O al menos, eso me gustaría creer.
En realidad, compadezco a quien padece de envidia. Debe de ser muy triste andar pensando en lo que tienen los demás en vez de disfrutar de lo propio. Aunque sea un boli bic y cuatro pósit. Seguro que hay alguien que solo tiene un lápiz sin mina y ha de pelearse por los pósit. Cosa nada infrecuente en nuestro toguitaconado mundo, donde un rotulador fosforito puede ser un bien precioso y preciado.
Así que hoy el aplauso es para quienes, como mi compañera de la sonrisa perenne, siguen adelante sin que le importe lo que puedan pensar los demás. O, aún importándole, no dejan que afecte a su trabajo. Ni, por supuesto, a su vida.
Y hoy añado un aplaudo extra. El que le debo a mi hija Lucía, autora de la ilustración del post. Mil gracias
Si la envidia no existiera los conciudadanos como nosotros iriamos juntos construyendo un mundo mejor
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