El respeto es esencial. Ni en el teatro ni en la vida podríamos vivir en paz sin él. Pero hay quien no lo hace. Y detesta lo que le parece diferente, lo que se escapa de sus escasas entendederas, quizás por ignorancia o por miedo.
Y si hay algo que da miedo y causa odio a lo largo de la historia es la orientación sexual distinta a lo que algunos consideran un patrón de normalidad y que no es sino otro modo de entender el amor. Los homosexuales o las lesbianas han sido objeto de persecución a lo largo de la historia y, cuando parecía que lo estábamos superando, una tragedia como la de Orlando nos recuerda que los tiempos del odio feroz no han acabado. Y no es sino una manifestación a gran escala de lo que pasa cada día en muchos puntos del planeta.
Desde Con mi toga y mis tacones no me extenderé en recordar que los crímenes de odio son execrables y que están duramente sancionados en nuestro Código Penal. Ya hablé de ello en mi estreno dedicado a Priscilla.
Así que hoy sólo quiero hacer mi pequeño homenaje a todos los que luchan contra la intolerancia, y a todos los que se enfrentan día a día al rechazo, aprovechando además el día del orgullo gay, o LGTB, como se prefiera. Y, en lugar de con el habitual aplauso, lo haré con un relato. Desde el mayor de los respetos, y con toda mi admiración.
LAS PUNTAS DEL CUADRO
- Alba, ¿ya tienes hecha la maleta? Solo quedan un par de horas
- Ya voy, ya voy
Su voz sonaba débil, como si se fuera de entierro. La tía de Alba se dio cuenta enseguida y por eso llamó a la puerta y entró en la habitación antes de que ella le diera permiso
-Alba, ¿qué es es lo que te pasa? Aun no has empezado a hacer la maleta
-No lo sé, tía. No estoy bien. No sé si esto es lo que yo quiero
-¿Que tienes, Alba? Cuéntamelo.
-Creo que no estoy preparada, pero me da tanto miedo hablar con mi madre…
Alba hablaba con su tía en su habitación, bajo la mirada de aquel inquietante cuadro que siempre había estado allí, a la cabecera de su cama, presidiendo su vida. El cuadro era sencillo, solo una bailarina joven y delgada, muy pálida, que acariciaba unas zapatillas de puntas. Era de colores muy suaves, casi en blanco y negro, salvo las zapatillas, que eran del color de las berenjenas. Alba permanecía largos ratos mirando el cuadro, con sus ojos fijos en las zapatillas color berenjena. Nunca había comprendido por qué le influía de esa manera, pero era así.
De repente, la niña se encaramó sobre la cama y, de puntillas, decolgó el cuadro ceremoniosamente y lo depositó en el suelo
– Ahora ya podemos hablar, tía. Si veo el cuadro, me pongo demasiado nerviosa. Me intimida.
– ¿Y?
– Y no sé qué hacer. Ya sé que he estado toda mi vida preparándome para este momento, pero tengo la sensación de que ésta no es mi vida, es la de mi madre y, tal vez, la de la chica del cuadro.
– ¿De verdad no sabes nada de ella?
– De verdad. Salvo que su nombre es el mismo que el mío, claro. Y que seguro que mi madre me puso el nombre por ella. Toda la vida he estado obsesionada por el cuadro, pero nunca he sabido por qué.
– Pues siéntate, Alba. Ha llegado el momento de que conozcas la historia de la chica del cuadro.
“La chica del cuadro no nació con el nombre de Alba, no; su nombre era Clara, aunque fue conocida en el mundo entero como Alba Saller. Tampoco era Saller su apellido, pero eso ya te lo contaré. Poco a poco.
“Clara, o Alba, como gustes, era una chica dulce y divertida a quien gustaba bailar más que ninguna otra cosa de este mundo, pero que también disfrutaba con intensidad todas las demás cosas de la vida. Alba, no obstante, nació en el lugar equivocado en el momento equivocado, y muy pronto su espíritu libre chocó con los obstáculos de la época. La familia de Alba era conservadora en un mundo conservador y su padre aceptó de buen grado que la niña bailara por afición, pero de ninguna manera que hiciera de este arte su profesión. En aquel tiempo, los “artistas” no estaban bien considerados en el mundo de las personas de orden. Y el padre de Alba se enorgullecía de ser la persona más de orden del mundo entero.
“Clara no tuvo otro remedio que abandonar su casa cuando todavía era muy joven, ya que tenía claro no solo que quería ser artista, sino que era artista. Había nacido así, y no podía hacer otra cosa, porque Clara era una artista de los pies a la cabeza.
“Como su talento era más que evidente, Clara, ya llamada Alba, no tardó en encontrar su sitio en una compañía de baile, en el extranjero, claro está. Y, como una cosa lleva a la otra, fue ascendiendo los escalones del éxito hasta convertirse en una estrella de la danza.
“Así y todo, a pesar de que su familia la había repudiado, Alba trató de volver a verlos, en especial a su madre, a la que echaba mucho de menos. Su padre, más rígido que nunca, no lo consintió y en aquellos tiempos poco podía hacer una mujer contra las órdenes de su marido. Además, el padre de Alba se había enterado de la relación de ella con otra mujer, y prohibió absolutamente que ninguna persona de la familia se acercara a Clara. De hecho, sus hermanas nunca más volvieron a hablar con ella y su padre dijo a sus sobrinas, que adoraban a su tía, que había muerto de una enfermedad infecciosa. Aquella fue la última -y también la única- noticia que tuvieron de Clara, de la que ni siquiera conocían dónde murió, ni dónde fue su entierro, ni tampoco dónde estaría su sepultura.
“Ya apenas se acordabna de la tía Clara cuando una de sus sobrinas vio el cuadro en una exposición. Nadie se lo había dicho, ni el nombre coincidía, pero la sobrina no dudó ni por un instante que aquélla era Clara. Trató de comprar el cuadro, pero era demasiado caro, porque su autora, Sybilla Saller, se había convertido en una artista muy conocida y valorada, y la cifra era demasiado elevada. La sobrina no cejó hasta conseguir el dinero para comprar el cuadro en una subasta y, desde entonces, está el cuadro en esta casa”
-Entonces, la sobrina de Alba es…
-Sí, Alba. Es tu madre, y también yo, claro. Pero fue ella la que no se dio por vencida hasta recuperar una pate de su querida tía. Por eso, cuando empezamos a ver tu afición por la danza, y tu talento, quizás nos engañamos soñando que Clara había regresado…
-Y ¿dónde está Clara, o Alba, ahora?
-Por desgracia, murió hace unos años. Al final, una enfermedad infecciosa se la llevó. Sybilla, su amor, jamás la abandonó y permaneció con ella hasta el último día.
-¿Y no hablasteis tampoco con Sybilla?.
-No quiso. Solo nos envió una caja envuelta, y un mensaje
-¿Nada más?
-Nada más. Estábamos esperando a la persona que había de abrirla
Dicho y hecho. Alba se encontró a solas con aquella caja. El mensaje rezaba “para mi bailarina” y Alba no dudó ni por un momento que ella era la persona adecuada. Dentro tan solo había una cosa: un par de zapatillas de puntas del color de las berenjenas.
Lo que Alba no sabía era que aquella caja envuelta era solo el último de los envíos de Sybilla Saller. Los anteriores fueron las cantidades de dinero necesarias para que Alba pudiera realizar siempre sus estudios de ballet aunque la situación económica de su familia no lo permitiera. Sin embargo, Alba no debía saberlo, porque Clara así lo había dispuesto. Y, al menos por una vez en la vida, respetaron su voluntad.
Alba tuvo que enjugarse las lágrimas y recordó de golpe todo lo que había sufrido para llegar hasta ahí. Primero, el enfrentamiento con su padre, al que no le gustaba lo más mínimo que se dedicara al ballet. Una vez convencido -o más bien resignado- su padre, de que su hija no estudiara “algo más serio”, sus problemas con los estudios, que sobrellevaba a duras penas debido a la cantidad de horas que dedicaba a la danza. Mientras, el sudor, el cansancio, y, por qué no decirlo, el dolor. El dolor de llegar a casa con los pies ensangrentados, llenos de heridas y ampollas, el dolor de las articulaciones que protestaban de tanto forzarlas, las uñas de los pies que se caían sin remedio una y otra vez… Y también el sacrificio, todas las fiestas que se había perdido, los cumpleaños que jamás celebró, las excursiones a las que nunca fue y los amigos, que poco a poco acababan huyendo de su vida porque no podía dedicarles un minuto de su tiempo. Y lo peor de todo, su eterna angustia porque no lograba todo lo que pretendía, porque no era suficientemente alta, ni hermosa, ni delgada. Sobre todo eso, la lucha constante porque su cuerpo parecía empeñarse en formar aquellas odiadas curvas que la alejaban del objetivo.
Y, de pronto, vio que sus dudas no giraban en torno a lo que ella quería hacer, sino en torno a aquello que temía no llegar a conseguir. Miró de nuevo a la chica del cuadro, su tía. Su cuerpo tampoco era demasiado delgado, ni largas sus piernas, pero toda ella era…divina. Y sí, era tan parecida a ella que no comprendía cómo no se había dado cuenta hasta ahora. Y, además, ahora tenía esas zapatillas del color de las berenjenas que la habían tenido hipnotizada toda su vida.
Y a partir de ese momento, Alba lo tuvo claro. Se iría a disfrutar de su beca para bailar en el extranjero, y triunfaría, seguro. Y haría su debut con sus zapatillas del color de las berenjenas.