Dicen los artistas que jamás dejan de sentir mariposas en el estómago cada vez que salen al escenario. Es más, dicen que pobres de ellos si eso dejara de ocurrir: se habría acabado la magia. Y sin magia no es lo mismo. Porque si la representación se vuelve una sucesión de automatismos perfectamente estudiados, el arte dejará de ser arte. Siempre hay que dejar un espacio a lo nuevo, que cada función sea distinta, aunque tengamos el mismo guión y los mimos actores. Eso es el arte. Y por eso siempre atacan esas dichosa mariposas, entre agradables y molestas, pero imprescindibles.
En nuestro teatro también ocurre. O debería ocurrir. Si las sentencias consistieran en meter unos hechos, darle a un botón, y que salga la misma solución que en otros casos, sobraríamos los intérpretes. Bastaría un ordenador dotado de la memoria suficiente, y, que como un Gran Hermano Judicial, diera el resultado oportuno. Como si estuviéramos en una película de ciencia ficción en manos de la Nave Nodriza
Pero, por suerte, no es así, y nuestra función está más cerca de Mujeres al borde de un ataque de nervios que de Yo, Robot. Tratamos situaciones tan personales que es difícil, por no decir imposible, que encontremos dos supuestos exactamente iguales.
Quizás por eso nunca dejan de asaltarnos esas mariposas en el estómago antes de nuestros estrenos. Fiscales o Abogados que pasean por el pasillo antes de entrar en sala tras más de veinte años de ejercicio como si fuera su primera vez, noches sin pegar ojo, asuntos que acompañan al juez, o a cualquiera de los intervinientes hasta el borde mismo de su cama y que le asaltan por la noche sacándolo bruscamente de los brazos de Morfeo. Incluso antes de que lleguen las dichosas mariposas, y cando todavía está el gusano de seda en su crisálida. O en su capullo, aunque suene menos poético, pero bastante más real.
Y no es cuestión de entrenamiento, que de eso andamos sobrados. Desde el inicio de nuestros estudios llevamos el plan de un atleta de alto rendimiento. Exámenes y más exámenes, muchos de ellos orales, viendo como a una le sudan las palmas de las manos, le tiemblan las piernas y se tambalea sobre los tacones –si los lleva-, mucho antes de que éstos hagan tándem con la toga. Después, unas prácticas donde hay que empezar a tomar decisiones para tomar finalmente la gran decisión. Qué hago con mi vida. Con la esperanza, a veces, de ahorrarse todos esos malos tragos.
Pero vana ilusión. Los nervios seguirían ahí tomaras el camino que tomaras. Para los que decidimos opositar, como una prueba de fuego adicional, con esa zozobra de cuándo convocarán, cuántas plazas y si, finalmente, será una de ellas para mí. Y el viacrucis de exámenes donde los nervios son capaces de jugarnos las peores pasadas. Las más comunes, lenguas que se traban o parálisis momentánea, de ésa que te impide hacer nada, y que suele venir acompañada con su inseparable mente en blanco, que no hay en el mundo detergente que deje más blancas las mentes que la cercanía de un examen importante. Pero se pasa. Como se puede, pero se pasa. Y luego, medie oposición, máster, prueba de acceso o cualquier otra prueba, las mariposas siguen. Llegan las del debut. El primer informe, el primer juicio, la primera guardia, las primeras asistencias a declaraciones, la primera vez que solicitas una prisión o que te opones a ella. Y la vida y la libertad de las personas en juego, ahí es nada. Como para no tener un enjambre entero de avispas zumbando dentro de las tripas.
Recuerdo muy bien mi primera intervención en un juicio, todavía en prácticas. Y mucho me temo que la juez ante la que actué también la recordará mientras viva. Nada menos que tres cuartos de hora informando por algo tan complejo como un polizón en un tren. Esto es, alguien que no pagó en billete. Reconocido por él y el revisor, lo que no impidió que yo, entre trago y trago de agua que no conseguía deshacer el nudo de mi estómago, hiciera un tratado que ríase usted del Digesto. Ante la mirada atenta de mi tutor que me animaba mucho, a pesar del que el pobre debía estar más que harto de mi cháchara pedante. Y aun así, reincidí, como los delincuentes. Y en mi primera toma de declaración me tiré más de una horita preguntando a un detenido pillado in fraganti con un radiocasette –sí, existían- en una mano y la bujía con que había roto el cristal del coche en otra. Pero yo ahí, con las mariposas en el estómago y como si estuviera haciendo los mísimisimos juicios de Nüremberg en Vencedores y Vencidos.
Todavía sigo sintiendo ese revoltijo de tripas cuando voy a la sala, aunque la experiencia es un grado, claro. Y también siente esa ilusión del primer día que, anque cuesta, espero no perder nunca.
Por eso hoy el aplauso es para todos los que siguen peleando con el nudo en la garganta, la boca seca y el temblor de piernas para que hacer Justicia sea mucho más que un mero trámite. Y, cómo no, para los que lo sienten por vez primera. Que nunca lo pierdan.
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