Experiencia: más que un grado


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La experiencia es la madre de todas las ciencias, reza un dicho popular. Y es que, como dice otro, la veteranía es un grado, bien los sabemos, que más sabe el diablo por viejo que por diablo y todos hemos sido cocineros antes que frailes.

En el mundo del espectáculo, a veces, se valora especialmente esa veteranía por medio de homenajes y premios especiales. El Oscar o el Goya a toda una trayectoria a cuyos galardonados deben darles ganas de salir corriendo pensando que se acabó lo que se daba. Como le pasó al añorado Paul Newman, que ni siquiera quiso ir a por ese premio por entender que aún le quedaba mucha guerra que dar. Y que fue premiado al año siguiente con un Oscar “de verdad” por El color del dinero, si no me falla la memoria.

En nuestro mundo también tenemos nuestros oscar honoríficos, aunque algunos no lo sean tanto y lleguen incluso a ensuciar el premio de quien realmente lo merecía. Pero esa es otra historia, como diría mi buena amiga MJ Letrada.

Pero la experiencia de la que hoy quería hablar no solo es ese cúmulo de vivencias que una acumula a lo largo de su vida profesional. Es mucho más. Es ese plus que te debe dar esa experiencia para usarla en el día a día y hacer un poco mejor el trabajo que realizamos.

Comentaba el otro día otra buena amiga –qué afortunada soy por tener amigos que tanto me aportan- que una nunca se acostumbra a algunas cosas. Ella -Laura- es enfermera pediátrica y tiene que enfrentarse con frecuencia a una de las cosas más terribles: la muerte de un niño. Y hablamos al respecto de ese difícil equilibrio entre la profesionalidad y la humanidad, entre hacer lo que se debe y tragarse las lágrimas, entre acostumbrarse y anestesiarse ante ello, que no es lo mismo.

Confieso que cada persona asesinada, cada víctima de violación, cada mujer maltratada, cada menor apalizado y tantos otros han pasado a formar parte de la carga de la mochila invisible que todos los días me llevo a cuestas cuando me pongo la toga y los tacones. Al peso de la ley se une este otro peso, mucho más delicado por lo frágil y lo difícil de transportar que resulta en ocasiones.

Pero en esa mochila, que da más de sí que la de Mery Popins, también caben otras cosas maravillosas. El abrazo de una víctima de maltrato que ha salido de ese infierno, el agradecimiento de los padres de un niño abusado tras uno de mis primeros juicios, las lágrimas de una madre que vio salir por fin a su hijo del mundo de las drogas, los bombones de una joven que había decidido seguir adelante con su denuncia contra un agresor al que había perdonado hasta cuatro veces, la satisfacción de que a alguien le devuelvan lo que lleva reclamando años o la de que se acabe con una práctica injusta o vejatoria.

Entre los recuerdos que me sacan una sonrisa siempre que acuden a mi cabeza, está el de un capellán de prisión que se empeñó en hablar conmigo antes de celebrar un juicio contra un joven que estaba en prisión preventiva. El muchacho había cometido el delito recién cumplida la mayoría de edad y siendo drogadicto pero cuando iba a celebrarse la vista, tras un tiempo en prisión preventiva había logrado rehabilitarse y aspiraba a una nueva vida que se vendría abajo si la petición de condena se hacía realidad. El sacerdote, un hombre encantador, me dijo que cumplía veinticinco años en el sacerdocio y que no tendría mejor regalo que conseguir que aquel joven pudiera comenzar una nueva vida alejado de la prisión. Al día siguiente, tras haberme estudiado el asunto y ver que, efectivamente, la documentación que aportaba permitía una rebaja de la pena que él estaba dispuesto a aceptar, busqué al sacerdote y le dije que tendría su regalo. Aquel hombre me plantó un enorme abrazo. Y digo enorme porque mi barriga, en la que andaba a punto de salir mi hija pequeña, no hacía fácil la maniobra. En ese momento, tocó mi vientre y me deseó que aquella niña tuviera toda la felicidad del mundo. Tiempo más tarde, supe del joven, que tiene una vida totalmente rehabilitada fuera del delito, por una visita que me hizo aquel sacerdote, que no olvidó preguntarme por mi hija.

Cuando no hace mucho tiempo, falleció el capellán, recordé aquella anédcota. Siempre me he preguntado si en el parto de mi hija, fácil como pocos, tuvo aquello algo que ver. Pero es cierto que ella, al igual que el joven de mi historia, es una persona feliz.

Por eso hoy, dar el aplauso es sencillo. Va dirigido a todos aquellos que, con toga o sin ella, saben usar su saber y su experiencia para hacer de éste un mundo mejor. Ahí es nada.

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