Si hay un tema que da juego en obras de teatro y cine, ése es el de los delitos contra la libertad sexual. Violaciones y abusos de todo tipo son objeto de las escenas más desgarradoras, y cualquiera no recuerda a la Jodie Foster de Acusados o alguna escena de Princesas. O, algo que me impresionó en mi infancia, la violencia sexual y los abusos combinadas con lo que hoy llamamos crímenes de odio –que también tendrán su propio estreno- de series antológicas como Raíces u Holocausto. La maldad del ser humano elevada a la enésima potencia.
En nuestro teatro, muchas más veces de las que quisiéramos el guión viene escrito sobre estos parámetros. Y entonces los protagonistas tenemos que afinar nuestra interpretación, porque de ella puede depender que se llegue a un final feliz. Que, no pudiendo ser borrar los hechos, será la condena del culpable. Si lo es, claro, que para eso está el juicio.
Cuando en ocasiones digo que los juicios de violación son mis favoritos, la gente me mira raro. Pero, una vez asumido que una, bajo su toga y sobre sus tacones, lleva a una marcianita dentro, no me asusta. Son Derecho Penal en estado puro, hecho y prueba, e infinitas dosis de empatía que tampoco pueden nublar la objetividad. Una verdadera oportunidad para conseguir la nominación a ese Oscar que en nuestro caso no es otra cosa que el servicio a la justicia. Nada menos.
Y hoy, desde la posición de voz en off que muchas veces me arrogo con mi toga y mis tacones puestos, traigo la voz de una víctima, contando una historia. Es ficción, pero construída con retazos de la realidad de muchas victimas. Así que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia..o no.
Ahí queda eso. Dejen los aplausos para el final, como homenaje a todas las víctimas
Relato ganador del 3er premio del Concurso Literario “Mujeres” de la Malvarrosa (Valencia) en 2012.
¿Y A TI NO TE DUELE?
- ¿Y a ti no te duele?
Aún resuena a veces en mi mente la pregunta formulada por mi amiga Inés, cuando apenas acabábamos de cumplir once años. Y siempre pienso que en ese preciso momento fue en el que dejamos de ser niñas para ingresar de golpe en el complicado mundo de los adultos.
A lo que Inés se refería al preguntarme era, nada menos, a si mi padre me hacía daño cuando me tocaba. Yo, inocentemente, le pregunté cómo le tocaba, y qué parte del cuerpo, y la contestación me dejó helada, pero más helada aún me dejó la cara de Inés cuando yo le dije que ni mi padre, ni ningún otro padre que yo conociera, tocaba así a su hija. Inés no lloraba, ni se quejaba, ni siquiera suspiraba, sólo me miraba una expresión de estupefacción tal que se quedó grabada en mi mente para siempre.
Nunca más hablamos del tema, pero a partir de ese día algo entre nosotras cambió. Seguimos, como habíamos hecho hasta entonces, compartiendo la Nocilla de su almuerzo, intercambiando gomas para el pelo y hablando de chicos y también de exámenes, pero nunca volvimos a mencionar a su familia. Inés eludía deliberadamente el tema, y yo tampoco quise preguntarle. Incluso, cuando con otras compañeras surgía una conversación relacionada con nuestros respectivos padres, yo misma cambiaba de tema para evitarle a Inés un mal trago. No supe hacer más, creía que ésa era la manera de ayudar a mi amiga.
Porque Inés y yo éramos amigas desde siempre, amigas para siempre, con ese concepto de la eternidad propio de la adolescencia que sólo dura unos pocos años, o incluso sólo meses. Y continuamos siendo inseparables, aunque jamás volviéramos a hablar de lo que cada una de nosotras descubrió aquel día, recién cumplidos los once años.
Con el paso del tiempo, Inés aprendió a encontrar mil excusas para evitar pasar las noches en su casa, y tan pronto pernoctaba en la mía con el pretexto de estudiar, como se apuntaba a todo tipo de campamentos, cursillos y jornadas de convivencia de cualquier naturaleza que fuera. Y así iba pasando el tiempo.
Hasta que llegó el día que tenía que llegar. No sé qué pasaría exactamente, aunque mi imaginación se había formado una idea bastante aproximada, pero la gota debió colmar el vaso y la tormenta estalló. Teníamos ya catorce años cuando recibí una llamada de Inés.
- Ya está. Lo he hecho.
No necesité que dijera más para saber que se había decidido a contarlo todo y a tomar medidas. No quiso que fuera a estar con ella, al menos en ese momento, aunque sí es cierto que más tarde la acompañé y la apoyé de la única manera que sabía: permaneciendo a su lado.
Inés había denunciado a su padre. El escándalo fue mayúsculo, puesto que él era un hombre bien situado y de enorme prestigio y el tema no tardó en saltar a las portadas de los periódicos. A Inés la vapulearon, dejando entrever en muchos casos la sombra de la duda sobre su persona, y sometiéndola a una exposición pública para la que nadie está preparado, menos aún si sólo se tienen catorce años. Pero ella se mantuvo firme, y el asunto siguió adelante, y se celebró un juicio donde su padre acabó condenado, aunque a mucha menos pena de la que yo pensaba que merecía.
Apenas pocos días después del aquél en que Inés me llamó diciendo que ya lo había hecho, ella y toda su familia se mudaron a otra ciudad. Ya se habían marchado cuando se celebró el juicio y, para entonces, Inés y yo habíamos dejado de ser compañeras de colegio y, por supuesto, de vernos a diario, aunque seguimos manteniendo contacto y se alojó en mi casa todos aquellos días que debió comparecer ante el tribunal.
Una vez acabado el juicio, Inés y yo continuamos manteniendo el hilo que nos unía a pesar de la distancia por teléfono y por carta pero, poco a poco, las llamadas y las cartas fueron espaciándose cada vez más hasta que, casi sin darnos cuenta, llegó un momento en que perdimos definitivamente el contacto.
La perdí de vista y ya no supe más de ella en mucho tiempo y, aunque al principio la recordaba constantemente y la echaba de menos, el inexorable paso de los días fue difuminando esa amistad eterna que un día nos unió hasta desaparecer casi por completo.
Habían pasado doce años cuando volví a saber de ella, por mera casualidad. Fue cuando me llegó un correo electrónico referente a una campaña de recogida de firmas para salvar a una mujer de la pena capital, a la que había sido condenada en un país árabe. Cuando leí el nombre de la organización que aquella mujer encabezaba “¿Y a ti no te duele?” supe de inmediato que se trataba de Inés. Seguí leyendo y descubrí que había centrado su vida en crear y desarrollar una organización que ayudara a niñas violadas por sus padres en todo el mundo. En uno de sus viajes, en un país donde semejante barbarie es frecuente, organizó un grupo de apoyo para que las niñas que habían padecido semejante atrocidad pudieran salir adelante, ya que muchas de ellas incluso eran rechazadas por sus propias familias. Ése fue su delito, y por eso mi amiga Inés estaba encarcelada y condenada a muerte.
Firmé la petición y yo misma me dediqué en cuerpo y alma a conseguir que todas las instancias posibles se interesaran por el caso de Inés e intervinieran para liberarla. Y la verdad es que conseguí una repercusión enorme. Sólo esperaba que sirviera de algo…
Hoy, cuando han pasado tres meses desde que recibí aquel correo electrónico, he vuelto a ver a Inés. Hablaban de ella en televisión, mostrando una fotografía algo borrosa, y lo hacían para anunciar que finalmente la presión internacional había conseguido que la trajeran de vuelta a España. No he podido evitar llorar todas las lágrimas que no había derramado desde aquel día en que me preguntó “¿y a ti no te duele?”.
Ahora me dispongo a comenzar una iniciativa para proponer a Inés como candidata al Nobel de la Paz. Quizás sea algo disparatado, pero entre todas quizás consigamos que ninguna niña haya de preguntar a su amiga “¿y a ti no te duele?”. Porque hoy conozco la respuesta que en su día no supe darle: a mí sí que me duele.
Qué buen relato. Me ha emocionado hasta las lágrimas. Mil gracias por poner en el papel el sufrimiento, porque así también se lucha para evitar que sigan ocurriendo estos dolores.
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