Lo analógico: ¿Qué pasaría si…?


              El cine, y el arte en general, es un ejercicio de imaginación. Y, la verdad, es que las ya no tan nuevas tecnologías cada vez nos dejan menos lugar a la imaginación, aunque nos aporten cosas muy positivas. Ahora causa hasta un poco de hilaridad pensar en lo modernas que parecían películas como Tienes un email o La red, y es que en pocos años hemos avanzado más de lo que hubiéramos imaginado. Pero ¿qué pasaría si alguien despertara y se encontrara, como si de Regreso al futuro se tratara, esta época, directamente venido de los años 70, sin ordenadores personales, ni Internet, ni nada de nada?

              En nuestro teatro, y por más que nos quejemos -con razón- de la falta de medios, lo bien cierto es que es difícil imaginar el día a día sin ordenadores ni programas informáticos. De hecho, si algún día se cuelgan en la guardia es el acabose y, aunque podamos hacer las cosas a mano, el retraso, al no tener modelos, sería considerable, y el registro y la consulta de antecedentes, imposible. Por no hablar de las diligencias que se hacen por medios telemáticos, que sería impracticable. Un desastre en toda regla, vamos.

              Pues bien, veamos que le pasaría a una fiscalita imaginaria que, por capricho de alguna máquina del tiempo, se viera trasladada de los años 70 a la actualidad.

              Nuestra fiscalita llegaría al juzgado y podría encontrarse necesitada, por ejemplo, de un modelo de informe del tipo que sea. Por supuesto, lo pediría a una compañera, que le diría que claro, que lo tenía colgado en el sistema. Y la pobre fiscalita, por más que mirara puertas y ventanas en busca de una cuerda imaginaria, no encontraba nada colgado. Ni siquiera clavado con chinchetas en un corcho, que era lo que creía que era “el sistema”, porque no había corcho por ningún sitio. Si no encontró ni el tablón de edictos que se suponía que debía haber a la puerta de todos los juzgados.

              Cuando nuestra fiscalita, tímidamente, le dice a su compañera que no lo encuentra, esta solícita, le dice que enseguida lo sube, y ella se queda tranquila. Aunque de pronto, empieza a dudar, porque están en el mismo piso, pero tal vez su compañera se equivocó. Pero, después de mucho rato, nadie subía, así que se decidió a preguntar a otro compañero.

              Le costó un rato encontrar a alguien, porque la mayoría de sus compañeros hacían cosas muy raras, y parecía que, en vez de trabajar, estaban viendo la tele en unas pantallas bastante pequeñas, como la que tenía su madre en la cocina para ver La casa de la pradera mientras su padre veía los partidos de fútbol. Pero al final encontró a uno que, muy solícito, la atendió. Le dijo que buscara en la red, que allí lo encontraría todo, así que ella se puso manos a la obra a buscar alguna red por allí. Le extrañó, pero igual la usaban para guardar expedientes o modelos. Pero, tras mucho buscar, no encontró ni sombre de red alguna, y se quedó como estaba. Sin poder hacer nada.

               Entonces llegó lo peor, si cabe. Pensó que, ya que no entendía a sus compañeros, habría algún funcionario que le solucionara la papeleta. Se fue hasta una chica joven, con pinta de espabilada, y le dijo que sacara la máquina de escribir que le iba a dictar. La cara de aquella muchacha era para haberla visto. Y la de nuestra fiscalita, para qué contar.

              Al final, un señor mayor se apiadó de ella y le explicó que había unos aparatos que hacían lo mismo que las máquinas de escribir. Se llamaban ordenadores, aunque a ella no le parecía que ordenaran nada. Dónde estuvieran los archivadores de toda la vida, que se quitaran aquellos cachivaches.

              Pero se calló y siguió adelante. Como lo que le habían dicho que hiciera era un informe para no ponerse a la expulsión -que manera más fina de llamar al destierro de toda la vida-, se puso a dictarle a aquel funcionario mayor tan dispuesto. Tras dictarle un informe sencillo, le dijo que le dejara espacio para la firma. Cuál no sería su sorpresa al escuchar que la firma tenía que electrónica. A ver dónde encontraba ella ahora un boli enchufado a la corriente para firmar.

              Mientras lo buscaba, cayó en un detalle. ¿Cómo era posible que hubiera tantas mujeres fiscales, si solo eran veinte en la carrera? Eso era raro, rarísimo. ¡Si tenían hasta cuarto de baño propio!

              Con tantos problemas, decidió irse a casa. Mañana sería otro día, pero aun le quedaba una sorpresa. Al salir, otro compañero le señalaba a una jueza bastante joven, y le dijo muy serio que era muy buena en redes y tenía muchos seguidores. Pero la verdad es que por más que miró, ni vio la dichosa red, ni vio que ninguna persona le siguiera, así que volvió a preguntar. El fiscal, un tanto atónito, le explicó que tenía muchos “likes” y ella se quedó de pasta de boniato. Qué presuntuoso, decir las cosas en inglés. Y solo para explicar que sus sentencias debían ser muy buenas y gustaban mucho. Con lo fácil que era explicarlo.

              La fiscalita desapareció y nadie supo más de ella. Estoy segura de que la máquina del tiempo la recogería de nuevo, y ahora estará escribiendo a mano, dictando y archivando en carpetas de cartón. Y reclamando un cuarto de baño para mujeres, claro. Sin saber que, en unas cuantas décadas, las cosas serían totalmente diferentes,

              Y hasta aquí, este pequeño ejercicio de imaginación. Espero que haya servido para ser conscientes de lo que hemos cambiado. Y sin dejarme, como no, el aplauso para esas pioneras que nos abrieron camino no hace tantos años.

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