
Hay veces en que una no puede más. Los planetas se alinean y la ley de Murphy les hace la ola, pero no queda otra que seguir adelante. Aunque esas veces es necesario un Desahogo, como dice el propio título de una película. Y siempre queda, además, la posibilidad de ponerse películas tristísimas como Campeón, La lista de Schindler, El niño con el pijama de rayas, Love Story, Cyrano de Bergerac, Bailando con lobos o Los puentes de Madison, entre otras muchas, para hartarnos de llorar y sacar fuera todo eso que llevamos dentro.
En nuestro teatro vemos tantos dramas que no es preciso acudir al cine para gastar paquetes enteros de pañuelos. Pero, a diferencia de lo que ocurre ante la pantalla, aquí tenemos que aguantar el tirón de la mejor manera posible, y tatar que no se nos note. Aunque a veces es muy difícil.
Son precisamente esos casos, donde, a fuerza de poner cara de póker e intentar cumplir con el trabajo por más que nos afecte, se nos queda dentro tanta bilis que es necesario desahogarse fuera, si no queremos criar una úlcera o algo peor. En alguna ocasión, me he ido al cuarto de baño a pegarme una buena llantina a escondidas, o hasta he salido a la calle, donde nadie me viera, a pegar un grito que ríase usted de Pepe Pótamo y su grito hipohuracanado, protagonista de una serie de animación de mi infancia que todavía recuerdo.
Pero la necesidad de desahogo no solo viene motivada lo que se desarrolla ante nuestros ojos y da argumento a nuestras funciones. Eso lo tenemos asumido desde el día que nos ponemos la toga por vez primera. A veces, es la manera en que trabajamos, o, mejor dicho, en que no podemos trabajar, la que nos pone al límite.
Un claro ejemplo sería algo a lo que hemos dedicado más estrenos de los que quisiéramos. Los medios materiales- Que levante la mano quien no haya estado a punto, al menos una vez por semana cuando no por día, de tirar el ordenador por la ventana mientras la ruedita dichosa no para de dar vueltas y nunca acaba de conectar. Una experiencia tan desesperante como cotidiana.
Otro clásico son los plazos . Llegar al despacho y ver una notificación que, por alguna razón, había quedado oculta o no había llegado, y descubrir que el plazo para recurrir o informar está a punto de terminar es algo que merece un grito, y de los gordos. Lo malo es que a veces se lo acabamos dando a quine pasa por ahí y pagan justos por pecadores. En ese caso, recomiendo encarecidamente pedir perdón, o, si se es el sujeto pasivo, disculparlo, que todo el mundo comete fallos. Hay que seguir viviendo y trabajando.
Aunque mi razón preferida, por decirlo de algún modo, es una de la que ya he hablado alguna vez, pero me sigue afectando. Me refiero, cómo no, a las ganas de salir corriendo, de pegar un portazo, de tirarse por la ventana, de hacerse el harakiri o quemarse a lo bonzo que le entran a una cuando, a un día de coger las vacaciones, le entra una causa con preso de tropemil folios. En ese caso, recomiendo respirar hondo y escoger una de las dos primeras opciones, que las otras no son demasiado recomendables. Y, por supuesto, tras llorar y patalear, hacer el trabajo, que no queda otra.
Pero tal vez la causa que profesionalmente más necesidad de desahogo causa es la impotencia. Cuando, por una causa ajena a nuestra voluntad, como una huelga, un caso de fuerza mayor o cualquier otra, no se puede cumplir la desesperación es importante. Y de nuevo entran unas ganas de desahogarse con todo y con todos que hay que reprimir, no vayamos atenernos que arrepentir luego, y sea peor el remedio que la enfermedad.
Como decía, las causas son muchas, y el efecto más conocido de lo que nos gustaría. Todo el mundo ha pasado alguna vez por esa experiencia. Y es por eso por los que les dedico este post, y este aplauso. Aunque sea a modo de desahogo