Ganas: a ver lo que duran


                Para hacer cualquier cosa, y hacerla bien, se necesitan ganas. Y, aunque es verdad que el oficio puede suplir en más de una ocasión a las ganas, no lo es menos que con esa chispa las cosas siempre salen mejor. Las ganas con que se hace algo pueden suponer la línea que separa lo correcto de lo extraordinario, lo bueno de lo mejor. Las ganas también formar parte del título de muchas películas, como Tengo ganas de ti o Ganas de triunfar. Así que no nos quedemos con las ganas.

                En nuestro teatro, las ganas no son necesarias, pero sí muy convenientes. Aunque lo realmente difícil no es tenerlas, sino conservarlas. Porque a veces cuesta, y mucho.

                Cuando nos ponemos la toga por primera vez, las ganas nos inundan. Tanto, que como no nos controlemos, podemos incluso naufragar. Recuerdo en más de una ocasión que letrados o letradas que entraban por primera vez en sala, tropezaban al acceder a estrados en su intento de parecer dueños de sus nervios y su templanza. En otros, se lleva todo tan preparado que el informe puede exceder con mucho de lo que se esperaba, y produce el efecto contrario al pretendido -ya se sabe que lo bueno, si breve, dos veces bueno-, esto es ver, vencer y convencer.

                Pero las ganas, importantes sin duda, no bastan. Han de combinarse con una serie de requisitos, como la profesionalidad o la prudencia, aunque no lo parezca. No se puede entrar como un elefante en una cacharrería en algunos escenarios.

                Recuerdo, allá por la noche de los tiempos, a una juez que preparaba un interrogatorio importante con muchas ganas. Era su primer caso importante, y quiso prever todo lo que podía pasar, y tenía un folio lleno de diagramas con posibilidades en las que el interrogaba daba una versión u otra ponía una justificación u otra, o negaba de manera contumaz. Había previsto tantas cosas que, cuando el imputado -entonces se llamaba así al investigado- dijo que lo admitía todo y que reconocía los hechos, se quedó tan desorientada que no sabía cómo reaccionar. Las ganas de hacerlo bien, sin duda, le pudieron. Menos mal que en unos minutos se repuso y recondujo las cosas. Pero luego, en un aparte, me dijo que aquello era lo único que no había previsto, en sus ganas de hacer un interrogatorio que pillara al culpable que ella suponía renuente. Cosas de la vida toguitaconada.

                En otras ocasiones, son las ganas de quedar bien las que acaban jugando una mala pasada, vengan de donde vengan. Cualquiera que lleve tiempo en nuestro mundo se habrá encontrado con acusados o testigos con tantas ganas de ganarse al tribunal que acaban fastidiándola. Cosas como tratamientos excesivos -Su excelencia, su majestad-, inadecuados -Su señorita-, ser demasiado untuoso hasta e extremo de parecer “pelota” o ser más papista que el papa, suelen dar malos resultados. Aunque hay algunos casos en que esas ganas de hacerlo todo bien producen una mezcla de hilaridad y ternura, como testigos empeñados en levantar la mano o buscando una biblia sobre la que jurar como si estuvieran en una película.

                No obstante,  a mi me encanta la gente que viene con ganas de darlo todo. Es algo que experimento todos los años cuando me hago cargo de tutorizar tanto alumnos y alumnas de Practicum como fiscales en prácticas del Centro de Estudios Judiciales. Siempre pienso que un día yo fui igual, y trato de transmitirles la misma ilusión que mi tutor me transmitió a mí. Reconozco que el chute de juventud y ganas se ha convertido en casi imprescindible para mí, y que me suelen aportar mucho más de lo que yo pueda aportarles a ellos. De hecho, me recuerdan por qué decidí un día ya lejano dedicarme a lo que me dedico, más allá de los automatismos y rutinas en los que es inevitable caer. Y eso se agradece mucho

                Así que hoy el aplauso se lo voy a dar a todas las personas que nos contagian sus ganas, aunque puedan parecer excesivas. Tiempo tendrán de canalizarlas.

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