
Poinsettia
-Mira. Estaba tan preciosa que no he podido resistirme a traerla
-Es muy bonita, pero…
-Ya sé. Te acuerdas de aquel día
Claro que me acordaba. ¿Cómo olvidarlo? Yo temblaba como un flan. Después de recorrerme todas las tiendas de la ciudad en busca del regalo ideal, acabé decidiéndome por la planta. La señora que regentaba la floristería me dijo que era lo más refinado que podía regalar para Navidad, que acababa de recibirla y que ya vería como pronto se harían populares.
Tenía razón. En apenas un año, en todas partes se veían aquellas plantas de hojas rojas y puntiagudas, y en pocos años más, cualquier tienda las tenía. Pero entonces, no. Yo era la primera vez que la veía y, aunque me insistieron que se conocía como “flor de pascua”, me quedé con el nombre culto, poinsettia.
-¿Le has comprado una planta a mi madre? Qué buena idea. Seguro que le va a encantar
-Es una poinsettia
-Vale, pero es una planta, ¿no? Y tú eres más cursi que un repollo con lazos
No sabía si acertaría. Era mi presentación en sociedad. Habíamos decidido que era el momento de que su familia me conociera y yo fingí un entusiasmo desmedido ante la propuesta. Pero tenía miedo, un miedo que no podía controlar. Era difícil que alguien como yo encajara en una familia como la suya
-Les vas a encantar
Su madre, viuda desde hacía tiempo, había insistido en que quería que todos sus hijos acudieran con sus parejas a celebrar la Nochebuena. Pero temía su reacción cuando me viera aparecer. Yo no pertenecía a su mundo, y me sentía como una pieza sacada de un rompecabezas distinto al de aquella estampa idílica que estaban acostumbrados a construir cada Navidad.
A pesar de mis temores, todo transcurrió con aparente normalidad. Aquella señora de modales suaves y carácter fuerte me obligó a sentarme a su lado y no dejó de darme conversación en toda la velada. Su hermana me cubrió el otro flanco y los hermanos disimularon sus caras de sorpresa con tanta maestría que cualquiera hubiera dicho que lo sabían todo. Él sonreía, con una cara de felicidad tan plena como nunca le había visto.
Cuando nos despedíamos de ella, ya a solas los cuatro, fue cuando la marquesa de Benejúzar, mi suegra, pronunció la frase que se convirtió en el leit motiv de nuestra vida
-Lo que me voy a disfrutar contándoles a mis amigas que soy una pionera en abrir armarios. No quiero ni pensar la cara de pasmo que van a poner Cuchita y Chimi.
Después de una carcajada, nos abrazamos, con los ojos llenos de lágrimas. Apenas empezaban los ochenta y todavía quedaba mucho camino por recorrer para que reconocieran a las parejas del mismo sexo. Y aún más en el ambiente en el que había nacido y se había criado Luis. Pero aquella mujer magnífica hacía fácil lo difícil.
Ya era muy mayor, pero estaba llena de vida cuando, años después, celebramos nuestra boda. Solo faltó uno de los hermanos de Luis, que después de aquella Navidad se cansó de disimular su rechazo a nuestra relación. Por lo demás, fue todo perfecto.
Hace un par de años, conseguimos adoptar una niña. Yo me empeñé en llamarla como mi suegra, pero ella no lo consintió
-Como le pongáis a la niña mi nombre, cierro el armario ese del que salisteis hace años
Fue una bendición, porque llamar a una niña Gertrudis era cargarla con un sambenito tal vez excesivo
-¿Y si la llamamos Poinsettia?
Así fue. Gertrudis murió el pasado año, justo antes de Navidad, tras pasar un par de años sufriendo como el Alzheimer se llevaba poco a poco sus recuerdos. Pero nunca olvidó el nombre de su nieta. Fue la última palabra que pronunció, lo único que no logró llevarse la enfermedad
Por eso hoy, cuando tanto la recordamos, he vuelto a comprar una planta igual que la de aquel día. La hemos puesto en el centro de la mesa. Su lugar.