
De lo justo y los injusto
Su dispositivo personal le dio un aviso. El nivel de alerta que marcaba era máximo. Y la verdad, no le sorprendió. Lo que tal vez le sorprendió es que no hubiera sucedido antes.
Se le notificaba que había incurrido en un R-72-15 y que la sanción se ejecutaría de inmediato. Sería confinado en s propio domicilio del que no podría salir sin autorización de la autoridad competente, algo que solo se concedía en supuestos excepcionales. Una campana invisible compuesta de rayos de no sabía qué cubriría los límites de los que no podría salir en mucho tiempo.
Atravesar aquella capa era imposible y lo sabía. No obstante, se resignaba. Había conseguido mucho más de lo que imaginaba cuando comenzó esa locura. Ahora solo esperaba que mereciera la pena.
Todavía recordaba las historias que le contaba su abuela. Era jueza, una profesión que ya no existía, como tampoco existía la de su abuelo, fiscal de profesión según le contaron. Ahora la justicia, o lo que quiera que fuera, se impartía a través de un programa informático, algo de lo que se jactaban quienes lo implantaron, porque acabó con el sempiterno retraso de la administración de justicia a la que pertenecieron sus abuelos.
El sistema era sencillo y eficaz. Lo que no estaba tan claro era que fuera justo. Se introducían los parámetros del hecho que se hubiera cometido, a base de rellenar los diferentes ítems que el programa demandaba. Junto al hecho realizado, el lugar, la persona, su edad y poco más. Todo ello daba lugar a un sentencia instantánea, que fijaba una condena como la que acababa de caerle encima. Se notificaba de inmediato, a través del dispositivo móvil que cada persona portaba y que incluía todos sus datos personales. Lo único que tenía que ver con las antiguas sentencias de las que le habló su abuelo era el nombre. Ahora ni siquiera se necesitaba a nadie que conociera las leyes ni su aplicación, sino técnicos con conocimientos informáticos para saber introducir los datos en el programa. No había recursos, salvo que el subprograma TO de lectura algún fallo técnico, en cuyo caso e encargaba de solicitar su subsanación.
Ya hacía tiempo que venía recopilando a escondidas testimonios de personas a las que esa justicia había tratado de modo injusto. Recordaba el caso de una mujer que había cometido un supuesto delito de daños y resistencia a la autoridad porque no se resignó a que no la dejaran despedirse de su hijo, recién fallecido, y rompió todas las puertas que la separaban del cadáver. Nadie tuvo en cuenta sus dolorosas circunstancias como tampoco las tuvieron en el caso del niño autista que se revolvió contra sus compañeros después de todo un curso de acoso.
Cada día eran más. Los responsables del programa se enorgullecían de que se habín acabado los retrasos en justicia, y que se había ahorrado una gran cantidad de dinero, porque ya no había sueldos que pagar. Por fin habían llegado las jubilaciones de las últimas personas que quedaban del viejo sistema y la justicia había alcanzado su objetivo, nunca hasta entonces logrado, de ser rápida, barata y eficaz. El problema es que había dejado de ser justicia.
Por eso se embarcó en aquel proyecto, en aquella locura que no había compartido con nadie. Poco a poco, había ido haciéndose con los viejos legajos de sentencias, especialmente de asuntos en que intervinieron sus abuelos. Trasladar papel, un bien en desuso, era francamente difícil, pero lo había conseguido. Cuando le sorprendieron, ya caso había acabado su fase de recopilación, Y, en cualquier caso, tenía material suficiente para llevar a cabo su sueño. Y ahora, con su condena recién dictada, también tenía tiempo.
Su proyecto cristalizó en algo que se convirtió en una verdadera revolución. Se difundía por los circuitos clandestinos a la velocidad de la luz. Había recopilado, copiado, ordenado y comentado una ingente cantidad de resoluciones judiciales y de dictámenes jurídicos. Llamó a su obra “libro” como homenaje a las cosas que le contaba su abuela, y hasta consiguió hacer una impresión en papel que fue un verdadero escándalo.
De hecho, estaba a la espera de la nueva condena por su osadía. Pero había merecido la pena. Aunque no pudiera volver a moverse con libertad, su obra ya volaba libre. Y su búsqueda de una justicia de verdad, también. Aunque costara más tiempo y más dinero