Crisis: lo que nos afecta


              Las crisis de cualquier tipo afectan a nuestra vida hasta darle la vuelta como un calcetín. Además de su vertiente existencial, su parte económica no deja de reflejarse en nuestro día a día, de modo que es normal que se refleje en el mundo del arte en general y del espectáculo en particular. Las crisis como tema ya apuntaron como un filón con la del 29, con películas como La gran depresión o Jueves negro, como más tarde harían filmes como Wall Street sobre la crisis de 2008. Por otro lado, cualquier crisis afecta a los medios de financiación y a la capacidad del público de pagar una entrada. Tenemos a la vuelta de esquina lo que ocurrió con la pandemia, cuyos efectos todavía perduran.

              En nuestro teatro, como en cualquier sitio, las crisis nos afectan, y mucho. Y ocurre también tanto en la forma como en el fondo, tanto en los medios personales y materiales como en el tipo de asuntos de que tratamos. Y no tiene nada de raro.

              No obstante, cuando hablamos de crisis en Derecho, lo primero que acude a mi cabeza es el título de uno -o varios- de los temas de la oposición: las crisis procesales. Confieso que el título del tema siempre me parecía más prometedor que la materia que trataba. Mi imaginación desbordante evocaba terremotos, catástrofes varias, cortes de suministro e incluso a Sus Señorías escapando del juzgado toga al aire en plan Novia a la fuga. Pero la realidad jurídica en este caso no supera la ficción y la cosa se limitaba instituciones tan útiles como aburridas, como son el desistimiento o la caducidad. Y es que no todo en Toguilandia es lo apasionante que la gente imagina desde fuera.

              Sin duda, no hay crisis que se precie que no nos dé en las narices de pleno, o, mejor dicho, en las togas. Como digna representante del papel asumido desde tiempo inmemorial de hermanita pobre, la Administración de Justicia suele ser la primera en sufrir los recortes del tipo que sea y la última en recuperarse del golpe. Por un lado, dejan de crearse plazas y juzgados y de invertir en los que hay, e incluso se llegó a un punto en que se suspendió por años la entrada en funcionamiento de los que ya estaban creados, con el consiguiente retraso y acumulación de asuntos.

              Íntimamente relacionado con ello, los medios materiales empiezan a brillar por su ausencia. Nunca olvidaré esos momentazos en que, en un levantamiento de cadáver, los únicos que no llevaban teléfonos móviles -top de la tecnología por aquel entonces- éramos jueces y fiscales, todavía encadenados a un busca, un artefacto que hoy suena al Pleistoceno pero que nos duraron lo suyo.

              Pero, además, de a la forma, las crisis afectan al fondo, y de varias maneras. Por una parte, cambian los temas a tratar, o aumenta el número de casos de cuestiones que no habían tenido demasiada importancia cuantitativa. Por supuesto, el Derecho concursal se pone a la cabeza del ranking de los más utilizados, porque las empresas que quiebran, suspenden pagos -en su día- o entran en concurso son legión. Y, aunque menos, los particulares.

              También se multiplican todos los asuntos, de cualquier jurisdicción, relativos a impagos, desde las ejecuciones hipotecarias hasta los abandonos de familia por impago de pensión. Y es lógico

              Otro efecto importante es que, en ocasiones, los problemas dan lugar, incluso, a la creación de algún tipo de órgano jurisdiccional para solucionarlos. Recordemos, sin ir más lejos, los juzgados dedicados con exclusividad a las cláusulas suelo. Si, al final, formaron parte de la solución o del problema el tiempo lo dirá. Ahí lo dejo.

              En otros casos, como sucedió tras el confinamiento, se trata de arbitrar soluciones parche que arreglen el desaguisado. Duplicar horas, incentivar conformidades o cualquier ora cosa que ayude a salir del impase. En el caso de la pandemia, además, con las medidas extra que volvían todavía más difíciles las cosas ya difíciles de por sí

              Pero como las crisis se ceban siempre con los más necesitados -a perro flaco, todo son pulgas, dice el refranero-, hay un sector de la población, las personas más vulnerables por una u otra razón, que sufren como nadie los efectos de la crisis. En este grupo podríamos incluir a todas y todos los trabajadores en precario -o en negro- cuyos derechos ya de por sí delicados se convierten en inexistentes. Y trabajo de más para la jurisdicción social si es que se atreven a iniciar acciones.

              En este sentido, las crisis se notan con mucha virulencia tanto en la violencia doméstica como en la de género. Cuando existe en un hogar la semilla de la dominación o del maltrato, cualquier excusa es buena para hacer explotar el polvorín. Y las discusiones por falta de dinero, por la situación de paro o por cualquier otra cosa convierten cada momento en una tortura para quienes lo sufren. Y multiplican el riesgo de ser víctima de un delito grave.

              Con esto, se baja el telón por hoy. Espero que la crisis no afecte nunca a nuestro teatro, pero nunca se sabe en estos tiempos en los que llegará a parecernos normal una abducción marciana. Mientras tanto, no me olvido del aplauso. Dedicado, cómo no, a los bomberos y bomberas del Derecho que, ley en mano, apagan estas crisis. Incluso cuando no llega agua a la manguera

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