Subjetividad: lo más complejo


              Si hay algo difícil de conocer a ciencia cierta, son los sentimientos. No hay modo de conocerlos con certeza, porque nos llegan a través de cómo los vive cada sujeto, si los oculta o los exagera. Salvo, claro está, que utilicemos la licencia artística que puede permitirse el cine, como hace en la película Del revés. Pero al margen de a ciencia ficción, si hay Alegría o Dolor y gloria, depende de quién lo cuenta y como se vive.

              En nuestro teatro los sentimientos están muchas veces a flor de piel. Pero los sentimientos, si no se reflejan en hechos, no tienen relevancia jurídica. Como ocurre con los pensamientos, que ya dice el viejo brocardo jurídico que el pensamiento no delinque.

              Pero eso no significa que la subjetividad no tenga trascendencia. La tiene, sin duda, en figuras tan esenciales como el dolo y la culpa, sea civil o sea penal. Y vaya por delante que si es difícil determinar si existe el dolo -o intención de cometer el hecho- en el ámbito delictivo, mucho más lo es cuando entramos en el ámbito del Derecho Civil. A modo de aproximación, y en pincelada gruesa, consiste en la posibilidad de imaginarse las consecuencias de determinado acto y, aun así, hacerlo.

              Sin embargo, ojalá fuera así de sencillo. Nos habríamos despachado de un plumazo una de las cuestiones más complejas del Derecho. Por eso, y como este teatro no pretende ser un tratado jurídico sino un humilde acercamiento a algunas cuestiones de Toguilandia, vamos a agarrar el toro por los cuernos. O por los sentimientos, que no se diga, aunque en un sentido diferente al de los nuestros propios, que ya tuvieron su propio estreno.

              Ya se ha aludido antes al dolo y la culpa -o imprudencia, en el Código Penal anterior- la madre del cordero en lo que al Derecho Penal afecta. No en balde el Código empieza su articulado, desde la noche de los tiempos, diciendo que no hay pena sin dolo ni culpa. Lo que implica que no se comete delito si no existe la intención de causarlo o, al menos, la posibilidad de representarse sus consecuencias. Si alguien tira a la basura un bote de insecticida -por supuesto, en el contenedor correspondiente- no puede responder del envenenamiento de una personas que abre el contenedor y la bolsa de basura y se bebe su contenido. Más sencillo aun, tampoco se respondería de suministrar determinado alimento a alguien que sea alérgico, salvo que conociera esa alergia y lo hiciera a sabiendas de sus resultados fatales.

              Pero el Derecho Penal riza el rizo todavía más cuando introduce lo que conocemos como elementos subjetivos del tipo. Se trata de un especial componente de la intención que convierte en delito una conducta que en otro caso podría no serlo. Los más conocidos son el ánimo de lucro y el ánimo libidinoso, aunque hay otros. Pero empecemos por ahí.

              El ánimo de lucro es característico de los delitos patrimoniales -o delitos contra la propiedad en el Código anterior y en otros ordenamientos- y consiste, ni más ni menos, que en la intención de obtener una ganancia. Como siempre, un ejemplo lo explica mejor. Si yo cojo el jarrón chino de casa de una amiga puedo hacerlo por varias razones. Podría ser porque está a punto de caerse y quería evitar su fractura, o para gastar una broma a mi amiga,  pero podía hacerlo porque quiero quedármelo. Solo en este último caso estaré cometiendo un delito de hurto, o de robo -si hay fuerza en las cosas o violencia o intimidación en las personas-. Aunque, vistos algunos jarrones, podría ser hasta un favor, desde luego. Pero no entraré en eso, claro. Ya lo probaría si fuera acusada por ello.

              De todos modos, y para evitar algún comentario tiquismiquis, aclararé que la jurisprudencia tiene declarado desde la noche de los tiempos que ese ánimo de lucro no es necesario que suponga enriquecimiento efectivo. Volviendo al jarrón chino, no hace falta que lo venda, con el gozo contemplativo bastaría, si es que tanto me gusta. Aunque hay quien no lo entienda.

              El ánimo de lucro se traduce en nuestros escritos de calificación y sentencias en frases definitorias, algunas de ellas rimbombantes y heredadas de otro tiempo. Se habla de intención de enriquecerse a costa de lo ajeno, ánimo de enriquecimiento ilícito o cosas similares. Pero nunca “ánimo de lucro” expresamente, porque esa expresión forma parte del tipo y no se pueden introducir conceptos jurídicos en los hechos. Pejigueros que somos, vaya.

              El otro elemento subjetivo más característico es el ánimo libidinoso. En este caso el Código no lo exige expresamente, pero sí lo hace implícitamente, al hablar de cosas como “acceso carnal”. Pero tampoco aquí las cosas son tan sencillas. Es evidente el ánimo con el que actúa quien viola a otra persona, pero no es tan fácil saberlo en quien da una palmada en el trasero. No hay más que pensar las que nos hemos llevado algunas generaciones de nuestros mayores, exentas por completo de toda intención sexual. Los cómics de Zipi y Zape contenían una gran variedad de esas prácticas nada libidinosas

              Hay un caso paradigmático que merece la pena ser comentado, por ilustrativo. Cuando se reformaron los delitos sexuales para introducir la violación por vía anal, allá por lo ochenta, el tipo hablaba de penetración anal, bucal o introducción de objetos. El espíritu parecía claro, pero en la práctica nos podíamos encontrar con conductas tan poco sexuales como la de meter una cuchara en la boca a la fuerza, algo que las madres y padres venimos haciendo con la papilla de nuestras criaturas poco comedoras desde tiempo inmemorial. Así que para evitar equívocos por la aplicación literal hubo que introducir una modificación que añadiera la coletilla “por las dos primeras vías” limitando la introducción de objetos a la vía vaginal o anal. Por si las moscas… o las papillas.

              En el caso del ánimo libidinoso se introduce en los dictámenes y sentencias con su expresión literal -no proscrita porque el Código no la emplea-, otras como “ánimo lúbrico” o giros más floridos como “intención de satisfacer sus lúbricos deseos” o “ánimo de obtener placer sexual”. O cualquier otra similar. Depende de lo barroco de la pluma del jurista.

              Además de estos, hay otros elementos subjetivos del tipo, como la intención de causar daño en determinadas falsedades, o el hecho de cometer el hecho “a sabiendas” en supuestos como algunos tipos de prevaricación o malversación. Y, por supuesto, el animus iniurandi -de injuriar- que marca la diferencia entre un delito y una simple expresión, especialmente difícil cuando de animus jocandi -de broma- se trata. Que se lo digan si no a más de un artista.

              También hay supuestos donde, aun sin ser un elemento subjetivo específico, hay que hacer constar la intención porque forma parte del delito, como el caso de lo delitos contra la vida. Hay que dejar claro el ánimo de matar, lo que no siempre es fácil y marca una línea finísima entre las lesiones consumadas y el homicidio o asesinato intentado.

              ¿Y cómo probamos esos elementos subjetivos o ánimos específicos? Pues he ahí el quid de la cuestión. En casos como el homicidio, la jurisprudencia habla de arma utilizada, de lugar de las lesiones o de la existencia de amenazas previas. En otros, no está tan delimitada la cuestión, pero lo que está claro es que hay que ir caso por caso.

              Y que a nadie se le ocurra que la solución está en el polígrafo, o máquina de la verdad. Eso queda para las películas americanas y programas de televisión más o menos morbosos. Pero nuestro Derecho no lo admite. Aunque hace unos días un detenido me lo pedía a gritos y se fue muy mosqueado porque no le hicimos caso. Por supuesto, y para acabarlo de arreglar se acogió a la Quinta enmienda, faltaría más. Lástima que aquí eso no sirva de nada porque, entre otras cosas, no tenemos tal enmienda sino una Constitución bien garantista.

              Ahora ya toca bajar el telón. Por supuesto, con toda la intención de concluir este estreno, no sin antes dar el aplauso para todas y todos los operadoras jurídicas que cada día se ven en un brete para desbrozar la verdadera intención del culpable. O de quien no lo es, claro. Ahí está el mérito.

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