Berlanga : homenaje


Este año se celebra el centenario de un director irrepetible. Y valenciano además como yo misma. Su sentido del humor y su personalidad quedarán en los anales de la historia. Y, cómo no rendirle homenaje desde nuestro teatro a alguien que dirigió títulos tan relacionados con Toguilandia como Todos a la cárcel o El verdugo

Así que ahí va el mío, en forma de relato, jugando con esa expresión tan suya: Austrohúngaro

Mi abuelo el delincuente

  • Pero, abuelo ¿estás seguro?
  • En mi vida he estado más seguro de algo
  • Cuando se entere mi madre, nos mata a los dos. Lo sabes, ¿verdad?
  • Y tanto que lo sé. Es la segunda cosa de la que estoy más seguro en el mundo. O la primera, no lo sé ya

          Mi abuelo me cogió de la mano y me hizo salir de casa a toda prisa. Miró a un lado y a otro, como si se tratara del protagonista de una película de espías de serie B. Se había puesto lo que él consideraba sus mejores galas y confieso que si no fuera él, me hubiera muerto de vergüenza de andar a su lado en la calle. Pero si alguien tenía bula para hacer todo lo que le diera la gana era mi abuelo. Se lo había ganado a pulso en sus ochenta y cinco años de vida.

            Me costó mucho convencerle para que no cogiera el coche, pero ya teníamos suficiente con la locura que íbamos a hacer para sumar una detención más que segura por conducción imprudente y por no tener en vigor el carnet de conducir. Por no hablar de su coche, un Seat 600 empeñado en resistir el paso del tiempo sin que ningún operario de la ITV le echara el ojo. No hubo manera de convencerle para que lo llevara a la revisión, ni siquiera antes de que la doctora que tenía que dar el visto bueno a la renovación de su carnet le echara a cajas destempladas de la consulta porque no se quiso poner las gafas de vista

  • Pero señorita, ¿cómo me pide que me ponga estas gafas, si estoy más feo que un pie?

        Todavía me río cuando lo recuerdo, y estoy segura de que aquella médica tampoco lo ha olvidado. Y menos mal que pude quitarle de la cabeza la idea de presentar una queja contra ella al Colegio de médicos, porque él estaba convencido de que tenía toda la razón.

  • Al fin y al cabo, yo ya sé lo que son los juzgados. Yo estuve en la cárcel.

         Por supuesto, no hice caso a aquello, que tomé como una más de sus bravatas, y lo dejé pasar. Como hacía muchas veces.

         Cuando llegamos a la puerta del Instituto Luis Vives, nuestro destino, la cola daba la vuelta al edificio. Yo ya me esperaba algo así, igual que me esperaba que aquella locura no sirviera de nada, pero él estaba tan convencido que pensé que por probar no pasaba nada. El no ya lo tenía.

            La cosa no empezaba demasiado bien. Sin soltar mi mano en ningún momento, que tenía cogida con más fuerza de la que se presuponía en un hombre de aquella edad, me llevó a rastras hasta el principio de la cola, saltándose las más elementales normas de civismo

  • Oiga -se atrevió a decirle un adolescente con una expresión a medio camino entre el asombro y el enfado- Ha de ponerse en la cola. Al final de la manzana
  • ¿Qué dices, criatura? ¿Cómo vas a permitir que un venerable anciano como yo vaya al final de la cola? Y como tengo la próstata…
  • Pero hay que hacer cola, oiga -insistía, ya sin mucha convicción- Yo llevo más de dos horas aquí. Ha de ir al final
  • Pues no pienso hacerlo -gritó, sin moverse un milímetro- Austrohúngaro, que eres un austrohúngaro

La cara del adolescente era un poema. Pero ya no osó replicar. Ni él ni nadie más, que nos miraban como si estuvieran asistiendo a una grabación de alguna cámara oculta.

Sin nuevos incidentes, y sin que yo fuera capaz de levantar la mirada del suelo, llegamos a la ventanilla. Saqué mis papeles de la mochila, y los dejé encima de la mesa, mientras no dejaba de cruzar los dedos de las manos y hasta de los pies. Me iba la vida en ello. Mi abuelo tomó la palabra con su mejor voz de trueno

  • Aquí tiene toda la documentación para matricular a mi nieta en el Bachiller artístico ese que hacen aquí, Está todo en orden, que ya me he encargado yo, pero si quiere le digo que le cante y le baile para que vean su talento
  • Abuelo -protesté abochornada- ¿Qué dices?
  • Pues qué voy a decir, la verdad. Que eres una artista y tienen que matricularte. Acabáramos
  • Perdone, señor, pero esto no funciona así, Déjeme la documentación y si es todo correcto ya verá en el tablón si su nieta está en la lista de admitidos

      Por un instante, se quedó callado, Su silencio se podía cortar un cuchillo hasta que la voz de aquella mujer de la ventanilla lo rompió de un tajo certero

  • Su nieta es menor de edad. Y no veo la firma de sus padres o tutores por ningún sitio
  • ¿Y para qué cree que he venido yo, ¿eh? Pues como persona responsable. ¿O insinúa que no soy una persona responsable?

       A aquella pobre mujer le iba a dar algo. Hacía un gesto en la cara que no hubiera sabido si contenía las lágrimas o las carcajadas. Pero no podía más. Le dio por imposible

  • Mire, voy a quedarme los papeles, pero no tienen validez sin la firma de los padres. Se lo digo para que se vayan haciendo a la idea de que la niña no saldrá en las listas.

        Ya me imaginaba que ese sería el final de nuestra ocurrencia. Pero tenía que intentarlo. Por mí, y también por él, mi mejor cómplice y compinche.

        Mi ilusión era cursar el Bachiller artístico escénico en el Luis Vives, uno de los poquísimos institutos que impartían esa especialidad en la provincia de Valencia. Mis padres, en cambio, querían que me quedara en el colegio donde estaba, estudiando un aburridísimo bachillerato de Humanidades, ya que hacía tiempo que quedó claro que las ciencias no eran lo mío. Ellos anhelaban para mí un futuro en el que terminara siendo funcionaria del Ayuntamiento, como mi madre, con un horario de 8 a 2 y un sueldo fijo cada mes. Yo, sin embargo, soñaba con un edificio que estaba apenas a unos metros físicos, pero a un mundo de distancia, el Rialto, donde me encantaría estrenar algún día una de mis obras. En el abismo que se abrió entre mis padres y yo cuando cada cual mostró sus cartas, se colocó mi abuelo, dispuesto a sacarme las castañas de fuego como fuera. Pero, conociéndole, lo más probable es que salieran chamuscadas.

         Me olvidé del tema y comencé a resignarme a que mi futuro no sería el que yo había soñado. Mi abuelo me insistía en que hay que luchar por lo que se quiere, hasta las últimas consecuencias

  • ¿Nunca te he contado que estuve en la cárcel?

          Lo había intentado, sí, pero yo había podido esquivar la batallita. Pero temía que ahora no hubiera escapatoria

  • Me metieron tres meses en la cárcel, aquí, en Valencia. Solo por decir la verdad
  • ¿Por decir la verdad?
  • Claro. Publiqué en un periódico una carta al director metiéndome con un ministro de Franco
  • ¿Le insultabas?
  • Solo le dije “austrohúngaro”. Es una palabra que empleaba mucho un amigo de mi padre, ese director de cine valenciano tan famoso… Esta memoria no me deja recordar su nombre.

       Apenas un mes más tarde, un día mi abuelo no se despertó. Apareció muerto en su cama, haciendo de su fallecimiento el único acto discreto de su vida.

       Ese mismo día, recogí dos cartas a su nombre de nuestro buzón. Cuando abrí la primera, me quedé estupefacta: el Instituto Luis Vives había admitido la documentación presentada y me citaba para matricularme.

       La otra no fue menos sorprendente. Citaban a mi abuelo para juicio por los insultos proferidos a un adolescente menor de edad en la cola del Luis Vives. Recordé lo que le había gritado y me reí. Austrohúngaro. Genio y figura.

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