
Hoy en nuestro escenario un nuevo cuento, destinado, además de a causar emociones, a llamar la atención sobre la necesidad de no permanecer indiferentes ante determinadas cosas- Pero no haré spoiler. Mejor que leáis
DE PERFIL
(Relato incluido en mi antología Remos de plomo)
Margarita estaba indignada. ¿Cómo osaba decir semejante cosa de su niña?. ¿Cómo se atrevía siquiera a insinuarlo? Había que ver qué mala era la envidia, porque eso era lo que tenía aquella metomentodo. Si es que ella supo que desde que su hija se fue a la ciudad a estudiar y se hizo doctora, no le iba a perdonar. Y claro, había aprovechado la oportunidad, y seguro que le iba con el cuento a todo el mundo.
¡Mira que decir que su yerno pegaba a Azucena!. Ni que él fuera capaz, todo un señor catedrático. Y, por supuesto, ni que la niña se fuera a dejar, con lo lista que era. Acabáramos. A qué mala hora le cedió a su hija el piso del pueblo. Le había puesto la venganza en bandeja a Paquita, su vecina de toda la vida, que debía estar esperando una ocasión propicia. Y claro, oiría cuatro gritos y a difamar se ha dicho. Que ya se sabe eso de “injuria, que algo queda”. Y todo porque su propia hija le salió más bien fea y corta de entendederas. Y de milagro no se quedó para vestir santos, aunque para ese patán que tenía por marido, mejor le hubiera ido. Seguro que ese sí tenía las manos largas.
Benjamín había desconectado del monólogo de su mujer hacía ya un buen rato. Solía hacerlo en cuanto ella se enredaba con chismes que poco lo importaban. Tal vez si hubiera estado atento, las cosas hubieran acabado de otro modo. Pero se limitó a asentir con la cabeza y a ponerse de perfil mientras ella le contaba cómo había echado a Paquita de su casa a cajas destempladas.
Tampoco su hijo le prestó demasiada atención. Bastante tenía un adolescente como él con cargar con las burlas del pueblo entero porque era diferente, y más cuando llevaba la cruz de llamarse Narciso, con esa manía de su madre de ponerles a todos nombres de flores.
Así que ni siquiera le comentaron a Azucena lo que decían de ella. Con lo ocupada que estaba con su trabajo, su marido y sus hijos, como para andarle con tonterías de patio de vecinas. Y la propia Paquita, después de aquel estallido de rabia, tampoco volvió a tocar el tema. Sólo lo había comentado con su hija Julia, la que fue la mejor amiga de Azucena.
Julia fue la única que intentó hablar con su amiga. Le preguntó qué tal le iba con su marido. Y como le dijo que todo iba bien, se quedó tranquila. Le pareció cansada, desde luego, pero ello misma le explicó que entre la casa, el trabajo y los niños, apenas tenía tiempo para si misma. Tal vez, si la hubiera mirado con atención, en lugar de ponerse de perfil, hubiera descubierto alguna marca que el maquillaje no lograba tapar. Pero se conformó con la respuesta y siguió adelante.
El tiempo fue pasando. Margarita, en su fuero interno, se arrepentía de su exabrupto con Paquita. La echaba de menos. Solo a ella le habría podido contar lo triste que estaba porque su hija cada vez iba menos a verles, porque apenas tenían contacto con los niños.
También Paquita notaba la ausencia de la que fue su amiga. Trató de cerrar ojos y oídos a lo que pasaba en el piso de Azucena para no complicarse, aunque cada vez iba menos al pueblo. Aquella niña mimada y desagradecida se había olvidado de los suyos. Y le embargaba una mezcla de rencor y pena cada vez que lo pensaba.
Cuando les avisaron de lo que había ocurrido no podían creerlo. O tal vez no querían. Azucena había muerto tras ingerir un bote entero de pastillas. Aunque sus padres dijeron a todo el mundo que fue un accidente, era más que evidente que fue un suicidio. Y eso que no contaron a nadie lo de los hematomas que tenía por todo el cuerpo. Algo que les dijeron en el juzgado, tras la autopsia, y que decidieron convertir en un secreto que les acompañaría a la tumba.
Y así fue. Margarita en apenas un año acompañó a su hija al otro mundo, tras una depresión de la que nunca levantó cabeza. La pena y la culpa se llevaron sus ganas de vivir, como también se llevaron las de Manuel, que sobrevivía penosamente en una residencia. Ni uno ni otra vieron más a sus nietos gemelos, que a los cinco años quedaron huérfanos de madre.
-¿Y por qué me cuenta todo esto, doctor?
El médico dejó de hablar y tomó suavemente entre sus manos la cara de su paciente, que había permanecido en todo momento mirándole de lado sin soltar la manita de su hijo, de cinco años. Le tocó el pómulo y comprobó que ella daba un respingo cada vez que lo hacía. El tono púrpura había traspasado la gruesa capa de maquillaje, que se cuarteaba conforme a aquella mujer le iban cayendo lágrimas.
-Yo soy el hijo de Azucena. Aquel niño de cinco años que se quedó sin madre. Tardé bastante tiempo en saber qué le pasó a mi madre, mientras me criaba el hombre causante de todo, mi padre.
No quisiera que su niño, de la misma edad que yo tenía, pasara por todo esto. ¿Y usted?
Ese día cambió la vida para aquella mujer y su hijo.. Denunció a su marido y se marchó lejos, donde empezó una nueva vida. Tuvo nueva pareja y, en cuanto se quedó embarazada, supo qué nombre pondría a su hijo. El del buen doctor que tiró de ella para sacarla del abismo.
Pero nació una niña. Y la llamó Azucena, en memoria de aquella mujer que, sin saberlo, le salvó la vida.
Yo soy esa Azucena. Y ésta es la historia que le prometí a mi madre que contaría al mundo cuando ella ya no estuviera. Ojala sirva para que nunca más nadie se ponga de perfil ante una mujer que grite en silencio.