#cuentosdeNavidad : El armario


-¿Todavía te duele la herida? Te estás tocando la cicatriz

-Dolerme exactamente, no. Pero me molesta con el frío y con la humedad

-Tal vez deberías ir al médico para que le echara un vistazo. Hace demasiado tiempo para que se note

-No es para tanto, de verdad. Y, además, no me importa. Es más, me gusta notar esa sensación para recordar lo que pasó. No quiero olvidarlo ¿Sabes?

-No creo que lo olvides. Ni tú ni nadie de quienes lo vivimos.

                  Así era. Yo todavía podía recordar aquella llamada de teléfono, cuando los teléfonos pertenecían a una casa y no a una persona, y estaban unidos por un cable a esa casa de la que formaban parte. Fui yo quien descolgó el auricular y quien, tras identificarme ante mi interlocutor, recibí el mazazo. Mi hermana había recibido una paliza en la calle, a plena luz del día, y luchaba por su vida en la Unidad de Cuidados Intensivos de un hospital. No sabía por qué y, la verdad, tampoco me importaba, pero eso fue lo primero que mi padre preguntó cuándo escuchó la noticia de mi boca

-¿Una paliza en la calle, dices? ¿Y se sabe por qué?

-Faustino, por dios -dijo mi madre, enfadada- ¿Y eso qué importancia tiene ahora?

-La tiene, querida, la tiene, te guste o no. Y tú lo sabes perfectamente

          Yo no entendía nada. Mi hermana podía morir en cualquier momento y a mi padre parecía no importarle otra cosa que no fueran las circunstancias del suceso. Por desgracia, no tardé en entenderlo, aunque comprenderlo, no lo comprendí nunca.

            Al día siguiente la sección de sucesos del periódico daba todas las claves sobre la reacción de mi padre. Los golpes que le cayeron a mi hermana por la calle lo fueron al grito de “tortillera” “bollera de mierda” y similares. El periódico no ahorraba detalles, facilitados, al parecer, por testigos presenciales. Ella caminaba por la calle de la mano de otra mujer y eso fue suficiente para que se desencadenara la tragedia. Nunca encontraron a los autores, aunque tampoco creo que pusieran mucho interés en buscarlos. El acento se ponía en quién era mi hermana, quién era su familia y lo “inadecuado” de determinadas conductas, por más que el Código Penal acabara de despenalizarlas.

            Yo ignoraba si aquella chica con la que iba cogida mi hermana era su amiga, su amante o alguien que pasara por allí, pero tampoco tenía interés en saberlo. Solo quería que saliera del pozo donde estaba. Porque sus heridas curaron en el hospital, pero la persona que volvió a casa a hacer su convalecencia poco tenía que ver con la que salió unas semanas antes de casa a dar un paseo que le costó bien caro.

            La reacción de mi padre se exacerbó cuando vio lo publicado en el periódico, y las prioridades de sus preocupaciones propiciaron un alejamiento tan enorme de mi madre que nunca volvieron a estar juntos. Ella no le perdonó que le importara más el qué dirán qué la vida de su hija, y él no perdonaba a una hija que no respondía a lo que él esperaba de ella. A lo que esperaba, a su juicio, cualquier padre de cualquier hija.

            Nadie hablaba nunca en casa de la homosexualidad de mi hermana, pero flotaba en el aire sin nombrarla. También sin nombrarla supimos que fue la razón de su fulminante despido “por causas objetivas”, como lo fue del abandono de casi la totalidad de sus amistades, que jamás la visitaron. Solo acudía a verla una tal Mercedes, pero, cuando mi padre supo que era quien andaba cogida de la mano con ella aquel día, prohibió su entrada en casa,

            Eso precipitó la separación de mis padres, que ya venía cociéndose a fuego lento desde tiempo atrás. No obstante, mi madre parecía anclada todavía en algún punto del pasado donde mi hermana y su realidad tenían difícil encaje. O eso pensábamos.

            Llegó la Navidad, la primera tras lo que le ocurrió a mi hermana y tras la separación de mis padres. Pensaba que mi madre no estaría para celebraciones, pero me sorprendió desafiando la gravedad para subirse, un año más, al estante del armario donde guardaba los adornos navideños. No dejó ni uno dentro, y llenó la casa de espumillón y bolas de colores

-No has dejado nada en el armario

-Y así debe de estar, vacío.

            Mi madre miró fijamente a mi hermana cuando pronunció aquella frase y ella, por primera vez en mucho tiempo, levantó la cabeza. Fue entonces cuando mi madre se dirigió a nosotras y a mis hermanos, y nos dijo a toda la familia:

-Este año quiero que en Nochebuena vengáis todos con vuestras parejas.

-Sí, claro mamá, como siempre -dijo mi hermano- ¿No? Yo iré con mi mujer y Pablo con la suya y…

-Como siempre, no. He dicho con vuestras parejas. Las de todos

              De esta manera mi madre abría las puertas de su casa y de su vida a Mercedes, a quien tanto echaba de menos mi hermana.

-Ya os dije que había que vaciar los armarios por Navidad.

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