
Fértil
(relato incluído en la Antología «Los hilos de la vida», libro solidario coordinado por Lute Pérez a favor de la Asociación de Alzheimer de El Vendrell)
Cuando me lanzaron el reto, dudé si aceptarlo. Hoy no dejo de dar gracias por haberlo hecho. Aquella decisión, en apariencia intrascendente, cambió mi vida.
Era difícil para una adolescente que, como toda adolescente que se precie, se creía adulta, tomar una decisión así. Parecía fácil, pero solo de imaginármelo me entraban sudores fríos. Pero pudo más mi curiosidad y hasta mi soberbia. Aquel pretencioso amigo de mis padres, que se daba ínfulas de saberlo todo, no iba a ganarnos la partida. Si él se creía en posesión de la verdad, había llegado el momento de demostrarle que no era así y que las jóvenes de hoy en día no éramos una panda de descerebradas solo pendientes de la ropa que nos ponemos y de las fotos que nos hacemos por el móvil
Esa fue la razón por la que acepté y por la que, además, conseguí arrastrar conmigo a mi prima Ester, mi compañera de fatigas. Le daríamos una lección a aquel tipo que pretendía enmendarnos la plana, a nosotras y a nuestros padres, diciendo que no nos sería posible aguantar sin nuestros móviles ni ningún tipo de acceso a Internet durante quince días en el pueblo de nuestros abuelos, donde íbamos todos los veranos a pasar una temporada.
Después de pasado el tiempo, he de confesar que, además de mi afición a los retos, hubo algo más que me movió a hacerlo. El tipo en cuestión, un conocido de nuestros padres, se había empecinado en sostener que la sociedad actual no tenía valores, que no respetábamos nada y que tanta libertad no había traído más que problemas a la sociedad, incluida, según él, la liberación de las mujeres, que nunca debieron salir de su ámbito natural, las labores domésticas y el cuidado de los niños. Le faltó decir aquella manida frase de que “con Franco se vivía mejor” aunque, según me contaron más tarde, la usaba con frecuencia.
Dicho y hecho. Al día siguiente, a la hora del desayuno, mi prima Ester y yo nos desprendimos de todo vestigio tecnológico y entregamos mansamente nuestros teléfonos móviles y nuestras tabletas. La noche anterior habíamos aprovechado para despedirnos de nuestras amistades reales y virtuales, analógicas y digitales. Según lo pactado, nos limitamos a explicar que habíamos decidido pasar unos días libres de tecnologías a modo de desintoxicación y que estábamos en el pueblo por si alguien quería venir a vernos, pero que no nos buscaran por redes, y ni siquiera en el móvil, porque no estaríamos conectadas. Tampoco teníamos en la casa teléfono fijo, con lo que la desconexión sería total. Y, aunque lo negué, reconozco que sentí vértigo en el momento en que me desprendía de mi teléfono móvil y lo ponía en manos de Don Braulio, el maestro jubilado del pueblo, que se había enterado de nuestro reto y quería seguirlo desde primera fila.
Como si de una aventura se tratara, Ester y yo hicimos una cuidadosa planificación de nuestras actividades para los siguientes quince días. Habíamos decidido incluir la televisión entre los dispositivos prohibidos, para evitar apoltronarnos en el sofá viendo un programa tras otro. Y habíamos cometido un error terrible que íbamos a pagar caro: no nos habíamos llevado ningún libro convencional. Tanto a Ester como a mí nos gustaba leer, pero nos habíamos adaptado al EBook y hacía mucho que no pasábamos las páginas de un libro de papel. Así que aquel entretenimiento también estaba descartado. No nos quedaba otro remedio que valernos de nosotras mismas y de lo que teníamos a nuestro alrededor
Ideamos un plan de excursiones de la mejor manera que supimos. No nos imaginábamos que nos iba a resultar tan difícil, sin contar con Internet para auxiliarnos. Descubrimos, entre la sorpresa y la tristeza, que aquel pueblo en el que llevábamos veraneando los dieciséis años de nuestras vidas era un total desconocido para nosotras. Nos dimos cuenta que, más allá de la plaza del Ayuntamiento, de la discoteca-pub, la calle de los bares, la piscina y el polideportivo, no sabíamos adonde ir. Y eso nos sucedía en un paraje conocido en todo el país por su riqueza paisajística, por sus montes, sus bosques, su río y su vegetación, que le habían convertido en una zona muy demandada para el turismo rural.
Empezamos dando una vuelta por los alrededores más pegados al pueblo. Apenas habíamos andado un par de kilómetros cuando llegamos al cementerio. Lo conocíamos, aunque solo habíamos estado un par de veces. La primera, cuando hacía tres veranos, falleció nuestro abuelo y la última, más reciente, cuando el verano anterior un amigo de la pandilla de nuestros hermanos mayores se mató estampando su moto contra un árbol.
Como teníamos tiempo de sobra, nos entretuvimos bastante con cada lápida, con cada nicho, con cada inscripción, con cada fotografía esmaltada. Nos llamaba la atención la diferencia entre aquellas tumbas llenas de flores frescas y aquellas que parecía que nadie había visitado desde hacía años, pasando por aquellas cuya profusión de flores de plástico nos devolvía al sentido práctico de la vida. Con un pequeño escalofrío, comentamos las veces que se repetían nuestros propios apellidos entre los habitantes de aquel mundo de mármol y tierra.
La verdad es que el cementerio daba una sensación de abandono que reduplicaba la inquietud que un sitio así despertaba ya de por sí. La falta de cuidados y la sequía que venía repitiéndose en los últimos años hacían que apenas hubiera vegetación, y que la que había estuviera seca. Una lástima porque, según contaba nuestra abuela cada vez que iba a visitar la tumba del abuelo, aquel cementerio antes era como un vergel, lleno de flores. Más que un cementerio parecía el Jardín Botánico, decía siempre.
- ¿Qué se les ha perdido por aquí, señoritas?
La voz cansada del enterrador nos hizo dar un respingo. De edad indefinida y vestido con un guardapolvos de color igual de indefinido, parecía ser parte del entorno. Con gesto triste, nos contó que apenas le quedaban unos días para jubilarse, y que nadie le sustituiría. Ya no había trabajo apenas
- ¿Saben? Ahora entre la moda de las incineraciones y los recortes de presupuesto, apenas tenemos nada que hacer. Las plantas que un día adornaban esto como un precioso jardín fueron muriendo, y yo no daba abasto para cuidarlas desde que despidieron a Jacinto, el jardinero, y lo sustituyeron por una empresa que viene una vez cada quince días, además del día antes al Día de todos los Santos y al de la Virgen de agosto, la patrona del pueblo. A mi también me sustituirán por una empresa que venga una vez cada quince días, aunque la verdad es que ahora pasan meses enteros sin un solo entierro.
- ¿Y eso? –le pregunté, curiosa-
- Apenas queda gente en el pueblo. Y tampoco queda gente de la que vive fuera pero quiere ser enterrada aquí. Ahora la gente es una desapegada. A nadie le importa que le entierren con sus mayores
Nos dio pena aquel hombre enjuto, que parecía disfrutar de un trabajo, cuanto menos, peculiar. Nos habló del pueblo, de sus muertos y de sus vivos como si fueran una misma cosa. Nos habló del vergel que antes era el cementerio, convertido ahora en un secarral por mor de la sequía y el descuido. Se nos pasó la tarde volando. Cuando ya nos íbamos, nos dijo algo que espoleó nuestra curiosidad.
– ¿No han visitado la parte de detrás del cementerio? Yo, de ustedes, no me marcharía sin echar un vistazo
Le hicimos caso pero, a primera vista, no vimos nada que llamase nuestra atención. Una pared lisa custodiada por un par de cipreses y poco más. No sabíamos a qué ser refería aquel anciano, hasta que nos dimos cuenta que lo que buscábamos estaba mucho más cerca de lo que hubiéramos pensado. Casi a junto a mis pies, crecía orgulloso un rosal de flores blancas, junto a otras flores que no supimos identificar. Nada tenía que ver con el resto del paisaje árido y casi devastado que rodeaba el cementerio. La tierra que circundaba las flores estaba fresca y oscura y hasta me hubiera atrevido a decir que estaba removida hacía poco. ¿Qué hacía aquella tierra fértil en medio de una sequedad tan absoluta? ¿Era la naturaleza, o la mano del hombre la que había colocado aquellas flores?
– Señoritas, veo que han dado con ello –dijo, enigmático, el enterrador- Ahora váyanse que voy a cerrar la tapia y cuando la noche cae aquí no se ve ni un alma. O tal vez se ven demasiadas…
Nos fuimos con la duda acerca de la tierra fresca y las flores. Al día siguiente alteraríamos nuestros planes y comenzaríamos por allí.
Una vez en casa, preguntamos a la bisabuela, sin mucha fe. Desde que el bisabuelo se marchó, su memoria cada día flaqueaba más, y la edad no ayudaba. A veces, ni siquiera nos reconocía ni a mi ni a Ester, o nos confundía con otras personas. Pero no costaba nada intentarlo.
- Bisabuela, ¿tú sabes qué había en la parte de detrás del cementerio? ¿por qué hay flores solo en un trozo, si el resto es tierra seca?
- María, has venido… -la abuela sonrió- Has vuelto de tus flores
- Abuela, soy Ester. Y ella es Rosana. No hay ninguna María por aquí
- Has vuelto…
Nos quedamos de piedra con aquella reacción de mi abuela, pero mi madre no nos dejó insistir. Dijo que debíamos dejar a la abuela en paz. Y juraría que también mi madre se puso nerviosa con el tema.
Estábamos agotadas cuando nos metimos en la cama. Ni una sola vez nos habíamos acordado de nuestros teléfonos móviles
Los siguientes días no fueron tan fructíferos en hallazgos ni tan entretenidos. Permanecimos un buen rato en el cementerio y en su parte posterior, así como por los alrededores, a la búsqueda de alguna pista de aquella rareza de las flores. No hicimos ningún progreso, más allá de confirmar que en toda la contornada era el único rosal vivo y que las otras flores no existían en muchos kilómetros a la redonda A punto estuve de cortar una, pero Ester me hizo desistir. Decía que era algo así como una profanación. Y me convenció.
No obstante, nuestras excursiones estaban resultando bastante entretenidas, y aunque hay que reconocer que alguna vez nos hubiera gustado tener a mano nuestro móvil para inmortalizar algunos momentos, en general no los habíamos echado en falta. Ni nosotras mismas lo podíamos creer.
Quizás parte de la culpa de ello la tenían la dichosa tierra fértil de la tapia del cementerio. Nos habíamos obsesionado con aquello hasta el punto de que no veíamos el momento de volver. Además, estábamos casi seguras que el viejo enterrador quería que escarbáramos en aquello, no sé exactamente con qué fines. Su insistencia, cada vez que pasábamos por allí, lo delataba.
Así que, al final, nos decidimos. Madrugamos, cogimos un par de palas y algunas herramientas del jardín de mi tío, y nos fuimos a la parte de atrás del cementerio dispuestas a descubrir el misterio. No dijimos nada a nadie. Teníamos algo más que la intuición de que podría ser importante. La reacción de mi abuela, la de mi madre, y las indirectas del enterrador parecían dar inequívocas pistas en ese sentido.
Fue curioso. Yo siempre había pensado que cavar debía ser muy difícil y costoso, pero hacerlo en la tierra de aquella zona resultó casi tan sencillo como hacerlo en la arena de la playa, con mi cubo y mis palitas como cuando éramos niñas. Ester compartía la misma sensación que yo, aunque ella, un poco más cauta, insistía en que aquello no era normal, que debía haber algún motivo para que cavar allí fuera coser y cantar
– A lo mejor alguien lo ha preparado todo porque quiere que descubramos algo
Los acontecimientos no tardaron en darle la razón. Apenas llevábamos cavando un cuarto de hora sin demasiado esfuerzo cuando encontramos un hueco enorme en la tierra, que parecía haber sido removida hacía poco y colocada a propósito. Me palpitaba el corazón en una mezcla entre miedo y curiosidad. A Ester se le saltaban las lágrimas y hablaba con nerviosismo. Acordamos que una se quedaría fuera y la otra entraría en el hueco y que,, si hacía falta, lo haríamos por turnos. No hizo falta. En cuanto me agaché, lo vi. Un objeto extraño, cubierto de tierra, pero fácilmente localizable. Parecía algo así como una piruleta, o una raqueta de tenis en miniatura. Nos miramos, con los ojos brillantes de emoción
– Quizás no deberíamos tocarlo
No hicimos ni caso a nuestras propias aprensiones. Con cuidado, le quitamos la tierra hasta darnos cuenta de qué era aquel objeto. Se nos saltaron las lágrimas
– ¡Es un sonajero!
Nos preguntábamos cómo había llegado aquel sonajero hasta allí, y a quién pertenecía. ¿Estaría allí enterrado el cadáver de algún niño muerto en extrañas circunstancias? ¿Lo habrían puesto allí para confundirnos? ¿O era una mera casualidad, un capricho del destino?
En cualquier caso, aquello ya sobrepasaba lo que podíamos hacer. Teníamos que poner el hallazgo en conocimiento de las autoridades, y antes, de nuestros padres. Recogimos nuestros bártulos, guardamos nuestro tesoro con cuidado y nos dispusimos a regresar. Cuando cruzábamos por la puerta del cementerio, una voz conocida nos sobresaltó
– ¿Lo habéis encontrado?
Asentimos con la cabeza y él sonrió. Fue la última vez que lo vimos.
Cuando supimos qué era todo aquello, ya habíamos recuperado nuestros móviles y regresado a nuestra vida habitual. Pero el policía que nos atendió y se quedó nuestro pequeño tesoro cumplió la promesa que nos hizo de que seríamos las primeras en conocer el resultado de las investigaciones.
Aquel sonajero tenía dueño. Pertenecía a un niño que nació en 1936, recién empezada la Guerra Civil. Su madre fue fusilada en el paredón de al lado del cementerio junto con nueve personas más, les acusaban de agitadores y criminales por el mero crimen de que ellos o sus familias pertenecían a un sindicato. Cuando Ester y Rosana conocieron el nombre de aquella joven madre, no podían creerlo. Se trataba de María, una prima de la que nadie volvió a hablar en la familia. Aquella María con la que confundió a Ester cuando le preguntaron por las flores del cementerio,
Al parecer, alguien pagaba al viejo enterrador para que mantuviera fresco y florido el lugar donde pensaban que estaban enterrados María y sus nueve compañeros de infortunio. El era quien lo había dispuesto todo para que ellas dieran con el sonajero y, a su vez, se pudieran hacer las gestiones para la exhumación de aquella fosa. Pero nunca pudimos saber quién era la persona que le hacía aquel encargo. El enterrador murió apenas unos días después de que se encontrara el sonajero.
Hoy, un año más tarde, he ido con mi prima Ester al lugar donde está enterrada María. Llevamos unas flores y un paquete con el que hemos de cumplir un encargo muy especial. Allí hemos podido, por fin, entregar su sonajero a nuestro tío Lucas, cuya existencia ignorábamos. El era aquel bebé cuya madre fue fusilada en aquel negro día del año 37, y que se llevó consigo el sonajero de su niño para estar ceca de él hasta el último momento.
No fue difícil conocer la historia. Me bastó con seguir mi intuición y mostrarle el sonajero a mi bisabuela
- María, otra vez estás aquí. ¿Has visto que mayor está el niño?
Mi bisabuela murió antes de que cumpliéramos aquel encargo. Cuando se fue, ya ni siquiera me confundía con María. Pero, por la sonrisa con que nos obsequió en el último momento, supimos que se iba en paz, con la satisfacción que quien ha saldado una deuda que llevaba a rastras toda su vida
Cuando, al día siguiente, nos pidieron una foto que hubiera inmortalizado el momento, nuestra respuesta fue la única posible
– Lo sentimos. No llevábamos móvil.