Intolerancia: la historia se repite


El cine se ha hecho eco de esas situaciones donde la intolerancia lleva a resutados espantosos. West side Story, una de mis películas favoritas, esconde una historia de amor en un entorno donde el odio y la intolerancia lo determinan todo. Una historia que inspiró este relato. Porque en tiempos como estos conviene reflexionar mucho

(Relato incluido en la Antología Sesión Continua, de Generación Bibliocafé y en mi primera antología de relatos, Mar de Lija)


LA AZOTEA


Era jueves. Y como todos los jueves desde hacía tiempo, sin fallar ni uno, ahí estaba yo otra vez. Ni siquiera sabía muy bien por qué lo hacía, ni si realmente servía de algo, pero sabía que no me hubiera perdonado el faltar a aquella cita. Y menos ahora que, desde hacía tiempo, era yo la única que acudía. Bueno, y ella, por supuesto. Pero ella no tenía otra opción.
Ella era mi tía, pero para mí siempre fue mucho más. Aunque era la hermana menor de mi
madre, se comportaba como una amiga, como si estuviera más cerca de mi generación que de la suya propia. Y era a ella a quien acudía cada vez que tenía problemas con un chico, ella quien me ayudaba a eludir los castigos paternos y hasta quien me explicó cómo evitar un embarazo si llegaba el caso. Aunque nunca lo reconoció, siempre sospeché que mi madre tenía celos de mi relación con ella.
A mi tía Celia siempre le encantaron las azoteas. Cualquier excusa era buena para subir, y
llegaba a pelearse por ser ella quien tendiera las sábanas con tal de ir a la dichosa azotea. Cuando a veces la acompañaba, comenzaba a cantar y a bailar como una posesa, y me hablaba de una película antigua mientras canturreaba algo relacionado con América y recorría la azotea moviendo el delantal como si de una vaporosa falda se tratara

Precisamente fue la azotea la causa de que ahora estuviera
como estaba. En el mismo sitio todos los jueves, y todos los días de la semana.
Hacía más de un año y medio que mi tía Celia permanecía en la misma cama del mismo hospital, prácticamente en la misma postura y siempre con el mismo rostro inexpresivo. Un aciago día, se cayó de la azotea que tanto adoraba y, tras mucho tiempo debatiéndose en la fina línea que separa la vida de la muerte, acabó quedándose allí, en el medio, sin llegar a despertarse ni a dormirse del todo.
Al principio, todo el mundo iba a verla, incluso nos distribuimos los días de la semana. Y a mí, claro, me tocó el jueves. Los otros días iban mi madre, su otra hermana, sus sobrinos e incluso varios amigos. Pero poco a poco las visitas fueron espaciándose hasta desparecer casi por completo y, año y medio después del accidente, solo yo seguía acudiendo regularmente a mi cita, la de los jueves.
Nunca sabré si durante ese tiempo mi tía me escuchaba, si servía de algo y ni siquiera si, caso de oírme, le interesaba lo que yo pudiera contarle. Después de mucho tiempo contándole mi vida, mis cosas, lo que me sucedía y lo que hubiera querido que me sucediera, me di cuenta de que estaba siendo una enorme egoísta. Mi tía estaba allí inmóvil, en coma, pero ni era mi psicóloga, ni nadie que pudiera
utilizar solo para desahogarme. La protagonista no debía ser yo, sino ella, y si de verdad quería ayudarla debía hablarle de cosas que le interesaran a ella, y no a mí.
Así fue cómo empecé mi pequeña investigación en la vida de Celia Blanes, mi querida tía. Y
como no sabía muy bien por dónde comenzar, pensé en buscar aquella película que le gustaba tanto, aquella que siempre recordaba cuando subía a una azotea. Aquella que le hacía cantar a voz en grito y mover su vaporosa falda imaginaria.
Me fui a un video club de los que por aquel entonces proliferaban en la ciudad. Pensaba que se reirían cuando pidiera una película cuyo nombre ignoraba, con unos datos tan escuetos y ridículos como que bailaban en una azotea una canción relacionada con América. Cuando el dependiente, en unos pocos segundos, adivinó que estaba hablando de West Side Story me quedé de piedra. Claro que luego he comprendido que quien debió quedarse de piedra fue él ante mi supina ignorancia. Pero es lo que había.
En cuanto llegué a casa, me dispuse a ver en el reproductor la cinta de vídeo que había alquilado. Quería comprobar cómo era aquella película que fascinó a mi tía, y albergaba la secreta esperanza de que me diera alguna pista sobre ella, sobre su vida e incluso sobre aquella caída que la mantenía a medio camino entre la vida y la muerte. En realidad, quería encontrar la llave que me ayudara a llegar hasta ella. Y pensaba que podía estar en aquella vieja cinta.
No voy a negar que me sorprendió. Ya vi en la carátula, que leí atentamente, que era de 1961, justamente el año en que ella nació, que había obtenido nada menos que diez Óscars, y que su música era tremendamente conocida. Probablemente esa fuera una de las causas que hacían que le gustara tanto aquel filme, basado en un musical de Broadway que llevaba representándose desde 1957, que, según la reseña, contenía una banda sonora que aunaba los más diversos estilos. No quise leer nada sobre el argumento, prefería verlo por mí misma, pero no pude evitar percatarme que el nombre de la
protagonista era María, igual que el mío. Ignoraba si sería o no casualidad.
Me enfrasqué en la película. Al principio, dudé si me habría equivocado o la cinta estaría en mal estado, con aquel chillón color naranja que llenaba por completo la pantalla. Pero pronto apareció ese plano general de la ciudad que se va acercando hasta centrar la atención en una banda de jovencitos que cantaban y chasqueaban sus dedos y comenzó a engancharme la historia, el baile, la música… todo.
Cuando acabé de verla, las lágrimas inundaban mis ojos. Había disfrutado enormemente con los números musicales y los bailes, y no me extrañaba que a mi tía, con su gran sensibilidad artística, le encantara esa película. Pero también me había emocionado inmensamente la historia, tan nueva y tan vieja como la humanidad, una historia como la de Romeo y Julieta, el amor contra la intolerancia. Y me había sentido por unos momentos como mi tocaya cinematográfica, que interpretaba una deliciosa actriz, Natalie Wood. Pude saber luego que, curiosamente, esa actriz perdió la vida en un extraño accidente,
casi a la misma edad que mi tía casi pierde la suya en un no menos extraño accidente.
Los siguientes jueves que fui a verla le hablé de la película, de sus protagonistas, de la música y la coreografía, y del argumento. Le comentaba el triste final del amor de aquellos dos jóvenes por culpa de la intolerancia y de un odio que les era ajeno. No sé por qué, pensaba que aquello le llegaría, que podría causarle alguna reacción, algún cambio en su estado, por imperceptible que este fuera. Pero fueen vano. O, al menos, así lo parecía.
Pero no me vine abajo, y seguí con mi pequeña investigación con la esperanza de poder penetrar en ese mundo extraño donde mi tía Celia estaba inmersa desde hacía demasiado tiempo.
Cuando, entre jueves y jueves, ya había visto la cinta hasta diez veces y la melodía de “María” se había incrustado en mi cerebro, decidí iniciar una búsqueda entre las cosas de mi tía. Había de hacerla a escondidas de mi madre, que se oponía ferozmente a que nadie violara la intimidad de su querida hermana, alegando que cuando ella se despertara no le gustaría que nadie hubiera escarbado entre sus secretos.
No tardé demasiado en dar con una vieja caja, atada con una goma, que parecía albergar
recuerdos de mucho tiempo atrás. La abrí con cuidado, no sin antes asegurarme de que la puerta de la habitación estuviera cerrada. Encontré una flor seca, varias entradas de cine, un colgante oxidado con forma de corazón bastante feo y hasta una colilla casi fosilizada. Y fotos, unas pocas fotos amarillentas junto a un montón de recortes de periódico de diversas fechas. Mucho más de lo que había esperado.
Las fotos apenas me decían nada, por más que las miraba. Una jovencísima Celia con un par de amigas, alguna sola y un par más junto a un chico muy moreno en actitud que no dejaba lugar a la duda. Un novio de adolescencia, seguro, del que apenas distinguía los rasgos, más allá de su tez oscura, que contrastaba con la palidez casi albina de mi tía. Las descarté y pasé a los recortes de periódico,tomándolos con mucho cuidado para que no se rompieran. Me sorprendí enormemente. Todos se referían a la misma persona, un bailarín de flamenco que me sonaba lejanamente de haberlo visto en algún programa de televisión. Y el último de aquellos recortes era de apenas un par de días antes del fatídico accidente.
El hallazgo me dejó desorientada. No tenía ni idea de por qué mi tía guardaba la biografía enprensa de aquel personaje. Jamás le oí hablar de él y ni siquiera percibí nunca en ella el más mínimo interés por el baile flamenco o la danza española. Hasta que, después de unos días, caí en la cuenta.

Una vez la idea se instaló en mi mente, corrí a comparar la foto de mi tía con aquel jovencito moreno con el artista de los periódicos. Había dado en el clavo. Era el mismo. El mismo Antonio Santiago que había triunfado en escenarios de todo el mundo. Antonio. ¿Sería él su Toni? ¿O me estaría yo dejando llevar por mi imaginación calenturienta, obsesionada con aquella vieja película?
En los sucesivos jueves que fui a visitar a Celia, no me atreví a hablarle de Antonio. Mucho
menos a mi madre, porque descubriría que había infringido su prohibición de tocar las cosas de Celia. Pero mi obsesión iba a más y tenía la sensación de que quedaba algo importante por descubrir. Así que esperé paciente a que aquel bailarín, ya en plena madurez artística, visitara nuestra ciudad. Por suerte, no tardó en venir, a raíz de una gira en que se despedía como bailarín en activo.
Gasté gran parte de mis magros ahorros en sacar una entrada y fui a ver el espectáculo, sin apenas enterarme de lo que pasaba en el escenario, nerviosa ante lo que había hecho y expectante por el resultado. Me las había ingeniado para hacer llegar un centro de fruta al bailarín, con una tarjeta en que me identificaba como la sobrina de Celia Blanes, a la que había adjuntado una copia de aquella vieja foto de ellos dos y mi número de teléfono.
El resultado no se hizo esperar. Al cabo de menos de una hora de llegar a mi casa, recibí una llamada de Antonio Santiago en persona. Y al día siguiente nos citamos en una cafetería cercana. Nunca hubiera imaginado que aquel café cambiaría tanto mi vida.
Él se identificó como Toni, lo cual me hizo sonreír. Luego, cambió mi sonrisa de un plumazo por una cara de asombro que aún no se me ha despintado del todo. Antonio, o Toni, fue el novio de mi tía Celia cuando ella apenas contaba catorce o quince años y él diecinueve. Mis abuelos se opusieron a que se vieran en cuanto conocieron la relación, porque él era gitano y se dedicaba a la venta ambulante con sus padres mientras se intentaba abrir paso como bailaor. Y los padres de él tampoco querían ver a Celia cerca de su chico. Y ellos, cuanto mayor era la oposición, más se querían.

Apenas cumplidos los quince años, ella se quedó embarazada, para escándalo y disgusto de su familia. Mi abuelo, un militar estricto, tomó las riendas de la situación y, de una manera implacable, alteró para siempre sus destinos. Denunció a Toni por abuso de una menor y confinó a Celia a un pueblo del interior a cargo de unos parientes hasta
que diera a luz a su hijo. Toni pasó cuatro largos años en la cárcel, tras los cuales todavía hubo de hacer el servicio militar. Celia alumbró a una niña prácticamente a escondidas, y se las ingeniaron para inscribirla como hija de su hermana, que ya estaba casada. Y así se criaría toda su vida.
A partir de ese momento, algo cambió en mí para siempre. En un instante comprendí por qué era yo tan morena cuando todos en casa eran de tez clara y pelo rubio, por qué mi tía había vivido toda su vida con nosotros comportándose como una segunda madre y por qué mi madre, pese a estar celosa, se lo consentía. Y, especialmente, por qué me llamaba María.
Me fundí en un largo abrazo con mi recién descubierto padre. Supe que jamás tuvo una relación exitosa con ninguna mujer, más allá de fulminantes romances que gustaban más a la prensa del corazón que a él mismo.

A partir de entonces mi tía Celia tuvo visitas todos los martes, además de los jueves.
Hoy hace diecisiete años de aquel café y estoy de nuevo en la azotea. Junto a mí, Celia, desde su silla de ruedas, ha conseguido mover sus manos en un aplauso dedicado a Toni, que nos explica en primicia la coreografía del espectáculo que ha creado y presenta esta noche: «Por encima de todo», la verdadera historia de Celia y Antonio. Y estoy segura que será un gran éxito. El éxito que hasta entonces les había negado la vida.

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