
Hoy en nuestro teatro solo hay lugar para las lágrimas por esas criaturas. Por eso en esta ocasión compartiré una relato que escribí hace tiempo, con el que quiero hacer homenaje a esas dos niñas asesinadas, y a todas las víctimas de este dolor inmenso. El círculo del dolor se extiende como una mancha de aceite imposible de borrar. Ojala este cuento sirva para reflexionar sobre ello
Utilizo, como tantas otras veces, una imagen de mi ilustradora de cabecera, @madebycarol, cuyo compromiso con todas las causas sociales conozco desde hace tiempo y que ha sido injustamente criticada por esa preciosa imagen de dos pequeñas sirenas que tanta gente -incluida yo misma- ha compartido
ALFILERES
(relato publicado en mi antología Mar de Lija y en la antología de Generación Bibliocafé Mayores sin reparos)
Desde que la conocí, su vida andaba entre alfileres. Siempre que iba a su casa, me abría, con una sonrisa en la boca, y varios alfileres prendidos en su bata, parte inseparable de ella y de su casa. A veces, hasta cuando coincidía con ella en el portal, cuando volvía de comprar el pan o cualquier otra cosa, todavía llevaba en la muñeca ese acerico de terciopelo rojo que siempre llevaba mientras tomaba medidas del bajo de las faldas o de los vestidos. También era parte inseparable de ella.
Nunca entendía muy bien cómo aquella mujer no perdía la sonrisa. Aunque pocas veces hablaba de ello, en el vecindario todos sabíamos por todo lo que había pasado, y a mí me parecía casi imposible que conservara esa amabilidad que siempre la había caracterizado. A veces llegué a pensar que se la había prendido con esos mismos alfileres con que prendía las orillas de las faldas y que, como todo lo que cosía, no se desprendía jamás. Aunque la tela de debajo estuviera hecha jirones.
Ella era costurera. Desde siempre se había ganado la vida con el esfuerzo de sus manos, cosiendo encargos de aquí y allá para conseguir salir adelante. No le iba mal, porque era una gran trabajadora, pero, de haber tenido suerte, podría haber aprovechado mucho mejor su talento. Cosía de maravilla, pero ningún gran modisto la habría descubierto en esa modesta casa del no menos modesto barrio donde vivíamos. Pero no parecía desdichada, aunque trabajaba como una mula para sacar adelante ella sola a sus hijos y, en los ratos libres, conseguía hacer milagros para que los niños del barrio pudiéramos seguir usando la ropa que teníamos a pesar de que nuestros cuerpos en crecimiento se obstinaran en dejarla atrás. Recuerdo que muchas veces aquellos alfileres me pinchaban, y mi madre me reñía si me atrevía a quejarme. Era como una maga, sacando tela de donde no la había en costuras insospechadas, haciendo remiendos invisibles o dando la vuelta a la tela de un abrigo para hacer otro que pareciera nuevo. Ningún milagro era imposible cuando ella y sus alfileres se lo proponían.
Y cada vez que la adversidad empezó a llamar a su puerta, cogió su acerico y se prendió la fortaleza con sus alfileres mágicos, y consiguió que nadie notara nada en mucho tiempo, como ese abrigo que parecía nuevo pero estaba hecho del forro y los remiendos de uno muy gastado.
Cuando sus hijos, un chico y una chica, empezaron a abandonar el nido para coser sus propios vestidos, ella vivía con la continua ilusión de esos nietos que tenían que llegar, esos nietos que ella deseaba por encima de todo. Y no tardaron mucho. Soñaba con hacer primorosos vestiditos para sus nietas y camisas y pantaloncitos para los niños. Y con coserles, antes de todo eso, un hermoso faldón de Bautizo con esos encajes que había ido guardando con esmero para cuando llegara la ocasión.
Se quedó, eso sí, con las ganas de coserle a su niña el vestido de novia más bonito que hubiera en el mundo. La niña no quería casarse por la Iglesia, y se empeñó en ir a un Juzgado frío y destartalado con unas pocas personas para firmar un papel que decía que ya estaba casada. Ella no protestó, pero hubo de disimular mucho para que no se notara el dolor de aquel alfiler clavado en su corazón. Sin saber que aquello no era nada para lo que habría de venir. Solo uno de los miles de alfileres del acerico de su vida.
Cuando quienes vivíamos en el barrio comenzamos a sospechar lo que pasaba, ella ya lo sabía hacía tiempo. Aquel hijo buen mozo que ella idolatraba nunca gustó demasiado a nadie. Era taciturno y malhumorado, pero ella siempre decía que estaba demasiado ocupado, y preocupado, con sus cosas, y que era un buen chico. Y le había dado dos nietos preciosos.
Cosió su anhelado traje de cristianar, que nos enseñó ilusionada a todas las vecinas, pero un día le confesó a mi madre, su íntima amiga, que jamás llegaron a estrenarlo. Su hijo prefirió ponerles a los niños el que compró en una tienda de postín, y ella se quedó con la ilusión colgada en un armario, prendida de esos alfileres que jamás llegó a quitar.
Cuando mi madre lo supo, ya se había percatado que casi no veía a aquellos nietos por los que ella suspiraba. Tampoco había visto apenas a la madre. Pensaba que, por una causa desconocida, su nuera la odiaba y le había transmitido parte de ese sentimiento a su hijo. Y mientras, con su sonrisa fijada con alfileres, fingía ante el mundo que todo iba bien, como siempre hizo. Hasta aquel día en que mi madre descubrió el faldón de Bautizo.
Para entonces ya era tan tarde que poco se pudo hacer para evitar la tragedia, si es que era evitable. Y cuando la avisaron, cuenta mi madre que pudo ver como se desprendían ante sus ojos todos los alfileres con que ella había ido prendiendo su vida.
Los demás lo vimos por la televisión, con una cara de asombro que aún no se nos ha quitado, ni creo que llegué a quitársenos del todo. Las imágenes de las camillas llevándose los cuerpos, y la del que fue nuestro vecino esposado y escoltado por la policía, son más de lo que una madre podría soportar, y eso no hay alfileres que lo remienden.
Su hijo, en un arrebato de una furia que usaba desde niño, había acabado con la vida de su esposa y de su hija, y casi lo había logrado con el niño, que luchaba por su supervivencia en un hospital de la ciudad.
Mi madre me contó que entonces se dio cuenta de todo. De que aquellos moratones que tenía su amiga con frecuencia tenían otra causa que los golpes fortuitos que ella le contaba, y de ese empeño en que el niño no se relacionara mucho con la gente, no fueran a saber. Y de tantas otras cosas ocultas entre los pliegues del vestido de su vida.
Por suerte, el niño se salvó, después de mucho tiempo en el hospital, y su padre permaneció en la cárcel desde el día en que se desencadenó la tragedia, y allí se quedaría muchos años en virtud de la sentencia que le impusieron. No podía ser de otro modo. Las víctimas clamaban justicia.
Pero había otra víctima en la que nadie apenas reparaba. La madre destrozada porque su propio hijo le había quitado lo más hermoso de su vida: a sus nietos. Porque no solo había perdido a la niña, que nunca llevaría los vestiditos que ella le cosía en su imaginación, sino también al niño, trasladado a otra ciudad bajo la guarda y custodia de sus abuelos maternos, que no querían ni oír hablar de nadie de la sangre de aquel que quebró sus vidas para siempre.
Y ella recogió como pudo los alfileres de su vida y fue cosiendo un vestido con los remiendos que quedaban. Y siguió y siguió contra viento y marea, según me contaba mi madre, su fiel amiga hasta el día que también ella nos dejó.
Cuando perdí a mi madre, heredé de ella mucho más que el amor y la fortaleza que siempre me supo transmitir. Heredé el encargo de estar cerca de esa amiga que sobrevivía a base de reconstruir una y otra vez los pedazos de su vida con alfileres. Y prometí hacerlo.
Y hoy, por fin, creo que he conseguido cumplir el encargo de mi madre. Porque, ejerciendo la carrera de abogada que ella y mi padre me pagaron con su esfuerzo, voy a hacer el mejor trámite que puede que nunca haya de realizar en mi oficio.
Y lo he hecho como a mi madre le hubiera gustado. Entregando a su querida amiga un sobre, que he cerrado con unos cuantos alfileres. Y cuando ella lo ha abierto, y ha prendido el papel de su sempiterna bata, la he visto llorar por vez primera.
Era la resolución que le reconoce el derecho a ver, dos veces por semana, a su querido nieto, por lo que había seguido luchando sin venirse abajo un solo instante.
Y esta vez, al abrazarme, no me importó que me pincharan los alfileres.
Tengo una duda sobre la violencia vicaria.
Es el caso de una mujer casada en segundas nupcias con con hombre del cual tuvo un hijo trayendo ella un hijo del matrimonio anterior. El problema no es el marido sino los padres de él.
Estos abuelos del segundo hijo no paran de arremeter contra el primero resultando un gran daño para la madre que sufre con esa situación. ¿Es esto violencia vicaria o es otro tipo de violencia?. Porque lo evidente es que parece buscar el sufrimiento de la madre ya que esa es la consecuencia.
Agradecería que alguien me pudiera dar respuesta
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