Consecuencias: dolor eterno


Hoy nuestro teatro estrena un relato que quiere llamar la atención sobre los efectos de las violencia de género en las hijas e hijos que la presencian aunque no les pongan una mano encima.

A ello dedicaba mi relato Azogue, que ganó el premio Carolina Planells de narrativa contra la Violencia de Género en 2020, y que ahora comparto

AZOGUE

Siempre me fascinó el armario del cuarto de mis padres. Lo había heredado mi madre de mi abuela, y esta a su vez puede que lo heredara de alguien, y tenía un enorme espejo de cuerpo y medio ante el que yo, mi madre, mi abuela y no sé cuántas mujeres más peinamos nuestros cabellos, maquillamos nuestras caras y aventuramos nuestros sueños. Solo aquel viejo espejo podía saber cuántos de aquellos sueños se habían cumplido y cuántos, como el azogue que hacía que un simple cristal nos devolviera nuestra imagen, se habían ido diluyendo hasta desaparecer.

                  El camión de la mudanza estaba a punto de llegar, y yo aun no me había decidido a desprenderme de aquel viejo mueble, que tantos momentos me había acompañado. Mi marido, sin embargo, tan pegado a la realidad siempre, no podía entender mi apego a aquel armario viejo y desvencijado que un día fue el mejor mueble que sus dueños habían tenido nunca.

-Mujer, por Dios. ¿No ves que está a punto de romperse? ¿Dónde quieres poner semejante cachivache?

-Bueno, ya le encontraremos sitio en casa

-¿En casa? -él subió el tono de voz, indignado- Ese trasto no sirve para nada y, además, seguro que tiene carcoma y la traspasa a todos nuestros muebles nuevos. Si ni siquiera el espejo sirve para reflejarse, de tan desportillado que está.

Tenía razón. El azogue, la magia que convertía un trozo de vidrio en un espejo, estaba levantándose por todas las esquinas. Dentro de poco se verían las tripas del del armario, despojado de su capa de magia y de misterio. Porque, para mí, siempre fue algo así. Aunque nunca fui capaz de reconocerlo ante mí misma ni, mucho menos, de hablar de ello en voz alta.

Aunque nadie lo sabía, yo estaba metida dentro del armario el día que pasó todo. Ya por aquel entonces el azogue del espejo empezaba a levantarse, y yo no tuve más que rascar un poco con la uña para convertir una esquina del armario en una mirilla casi perfecta. Aunque más de una vez me he arrepentido de ello.

Yo no me escondí a propósito porque pasara algo. Lo cierto es que me metía allí casi a diario, como si se tratara de mi cueva secreta, el lugar donde me alejaba de un mundo que me gustaba menos de lo que quería reconocer. Dentro de mi escondrijo, permanecía ajena a las cosas que pasaban en mi casa, y de las que yo no quería saber nada. Antes de descubrir mi escondite, lo evitaba tapándome los oídos con fuerza, y tratando de cantar una canción que ocultara todo sonido desagradable. Pero lo del armario era mucho mejor. Como yo siempre fui muy menuda, estaba tan cómoda que algún día hasta pegué una cabezadita en su interior, ajena al mundo exterior.

Aquel día me había metido dentro con un libro. Se llamaba “El tiempo vuelve” y la autora se llamaba Carmen, como mi madre. Era una novela de amor de las que a ella le gustaba leer y a mi padre no le gustaba que leyera, Lo había sacado a hurtadillas del cajón de la mesilla de mi madre, y había cogido mi preciada linterna para leerlo. La linterna me la trajeron los Reyes Magos después de mucho pedir y suplicar, porque, según decía mi madre, aquello no era un juguete para niñas. Ella hubiera preferido que pidiera una de aquellas muñecas de cara de porcelana y bucles dorados con que jugaban mis primas, pero a mí aquellas muñecas no me hacían ninguna gracia, incluso me daban un poco de miedo, aunque nunca se lo dije a mi madre por no darle un disgusto. No sabía yo por aquel entonces que nada de lo que dijera podría disgustarla, al lado de lo que vivía cada día.

No sé bien si me había llegado a quedar dormida o estaba tan absorta en mi libro robado que no me di cuenta antes, pero un golpe seco me sacó de mi ensimismamiento. No sé qué pudo pasar, aunque poco a poco puede reconstruir el rompecabezas de los hechos. Escuchaba un gemido casi inaudible que, tras mucho aguzar el oído, identifiqué como de mi madre. Oía, por encima de él y de cualquier otro sonido posible, la voz de mi padre, con una potencia atronadora, tan distinta de la que normalmente usaba conmigo que me costó admitir que proviniera de la misma garganta. Fue entonces cuando, rascando con la uña, di forma a la mirilla por la que tal vez nunca debí mirar

Hacía más de treinta años de aquello, pero todavía podía verse aquel hueco circular en la luna del espejo por el que me asomé al horror. Mi cuerpo ya no cabía dentro del armario, pero me bastó acercar el ojo al hueco circular para volver a vivirlo todo, como si me encontrara ante una pantalla de cine que volvía a proyectar la misma película muchos años después.

Mi padre se abalanzaba sobre mi madre sin piedad. Le gritaba palabras que yo entonces no entendía, pero que ahora cobraban todo su terrible significado. La llamaba ramera, fulana, zorra, puta, le decía que no había nacido la mujer que le hiciera aquello y pudiera salir viva, y le daba un golpe tras otro, un golpe tras otro, y otro más, al tiempo que la voz de ella se iba apagando hasta hacerse inaudible.

-¿Separarte has dicho? -bramaba él- ¿Separarte de mí? ¿Qué quieres, irte a follar con tu fulano como si no hubiera pasado nada?

-Juan, por favor -suplicaba, entre golpe y golpe- Solo quiero que nos vayamos cada uno por nuestro lado. No quiero tu dinero, ni la casa, ni nada. Solo que me dejes ir, y llevarme a la niña

-¿A la niña, dices? ¿para convertirla en una putita como tú? Eso será por encima de mi cadáver

-Pero si tú apenas le haces caso, si no juegas con ella, si no…

No pudo seguir hablando. Le cruzó la cara con una bofetada tan sonora que hizo temblar hasta el interior del armario. Temí que se volcara, o que se abriera la puerta y me descubriera. Tenía un miedo atroz de ese individuo que tenía la cara de mi padre, la voz de mi padre y los movimientos de mi padre, pero que no podía ser mi padre. No lo reconocía. O tal vez no lo quería reconocer.

Aquella frase fue la última que escuché de labios de mi madre. El golpe la estampó contra la mesilla de noche y un reguero de sangre se dibujó a lo largo de la habitación. Yo me quedé petrificada, incapaz de moverme, tragándome mi miedo, que me sabía a bilis y a culpa. Si mi madre no hubiera dicho que quería llevarme con ella, él no le habría dado aquel golpe. Al final, yo era la causante de toda aquella desgracia.

Por alguna razón, supe desde el primer momento que mi madre estaba muerta, que la cosa no tenia marcha atrás. Él, sin embargo, no parecía tan seguro. Se abrazó a su cuerpo exánime y le cogió la cara con las manos

-Carmen, por favor, no me hagas esto -lloraba- Perdóname, No puedo vivir sin ti. Despierta, por Dios, despierta.

Perdí la noción del tiempo. No sé cuánto rato permanecería abrazado a ella ni en que momento llamó a la ambulancia, si es que fue él quien lo hizo, pero aproveché el sonido de la sirena para escabullirme sin hacer ruido e irme a toda prisa a mi cuarto. Nadie podía saber que yo había estado allí. Nadie podía saber que yo tenía la culpa de la muerte de mi madre. Porque yo sabía que ella estaba muerta mucho antes de que el médico forense lo certificara.

Me encontraron en mi habitación, aparentemente ajena a todo. Había sacado de su caja por vez primera una de aquellas muñecas de porcelana con que mi madre anhelaba que jugase, y me enredaba una vez y otra sus bucles dorados en mis deditos, sin encontrarle ni pizca de gracia. No sabía por qué a mi madre le hacía tanta ilusión que jugara con ella, pero ahora ya nunca me lo podría explicar. No obstante, la agarré con fuerza como el último recuerdo de mi madre y me la llevé de la mano cuando mi tía Pura, su hermana, me llevó a su casa.

Yo entonces no lo supe, pero al día siguiente, el más famoso periódico de sucesos de la época traía una fotografía mía en su portada, cogida de la muñeca, con una cara de infinito desconcierto. El titular, al pie de mi imagen, decía “¿Crimen pasional o desdichado accidente?” Una pregunta que marcaría el curso de la investigación y del posterior juicio.

Me llevaron a casa de mi tía y allí permanecí durante muchos meses, rodeada de más cariño del que era capaz de dar. Mi tía, viuda y sin hijos, se deshacía en atenciones y mimos, pero yo me sentía como anestesiada. Cada noche, cuando dormía, volvía a escuchar como mi madre decía que se quedaría conmigo y como era esa frase la que desataba la tragedia y hacía correr el reguero de sangre que se me aparecía en sueños cada noche

La policía me preguntó, y también lo hizo un señor que trataba de ser simpático y que luego me dijeron que era el juez, pero yo repetía siempre lo mismo. Estaba jugando en mi habitación con mi muñeca y no vi nada, ni oí nada. Nada de nada.

También mi tía Pura me intentó sonsacar, con toda la delicadeza que podía, pero yo mantuve siempre la misma versión. El temor a hacerme más daño del que ya había sufrido hizo el resto. Nadie más insistió. Y mi padre fue juzgado sin que ninguna de las personas que intervenían se planteara llamarme a declarar en ningún momento.

Al cabo de un tiempo mi padre volvió y me dijo que por fin podríamos volver a estar juntos. Aunque yo no sabía entonces qué significaba, recuerdo que le dijo a mi tía que le habían absuelto y ella asintió con cara de pocos amigos. En ese momento creía que su expresión se debía a que tendría que separarse de mí, que había vivido más de un año en su casa, pero más tarde he imaginado que era mucho más que eso. Mi madre era su hermana y a buen seguro intuía muchas cosas de las que nunca me habló, ni creo que hablara a nadie.

Mi padre se esforzó durante un tiempo en convivir conmigo, pero un hombre de aquella época apenas tenía herramientas para sacar adelante a una niña a punto de entrar en la adolescencia que, además, había perdido a su madre. Poco a poco, fui pasando temporadas más largas en casa de mi tía Pura hasta que acabé instalándome allí de modo definitivo. Mi padre venía cada domingo y me llevaba a comer calamares a la romana y flan con nata a un restaurante que conocía, y me devolvía siempre antes de que se hiciera de noche.

Fue en casa de mi tía donde supe qué había pasado con mi padre. Descubrí por casualidad una carpeta que ella guardaba en un cajón con los recortes del periódico sobre la muerte de su hermana y el juicio. Allí fue donde vi mi fotografía en la portada agarrada a la muñeca y allí fue también donde leí cómo se había desarrollado el juicio. Mi padre fue acusado de la muerte de mi madre, causada al empujarla contra la mesilla de noche, pero el tribunal le absolvía esgrimiendo que se había tratado de un accidente doméstico. Según contaba el periódico, la sentencia decía que se trató de una discusión normal de un matrimonio con un final muy desgraciado.

Volví a mirar el viejo armario, que había reabierto mis heridas. Tal vez había llegado el momento de deshacerme de él, y de pasar página de una vez por todas. Quizás así lograría desprenderme de ese sentimiento de culpa que me atenazaba desde que tenía siete años y que me impedía conciliar el sueño si no me anestesiaba con ayuda química.

Miré su luna por última vez. Toqué de nuevo el hueco del azogue en que yo misma había esculpido una mirilla tanto tiempo atrás y eché un vistazo a su interior. Algo llamó mi atención. Arrumbado en una esquina, medio tapado con una vieja manta, había un libro. Lo cogí con cuidado y lo acaricié, sin dar crédito a lo que veía. El libro que leía aquella noche seguía allí, como si nada hubiera pasado. Y su título parecía quererme dar un mensaje. El tiempo vuelve.

De pronto, supe lo que tenía que hacer. Sin decir nada a nadie, me presenté en el Juzgado de Guardia

-Pero señora, no tiene sentido que usted denuncie un crimen cometido hace tantos años.

-¿Por qué?

-Ya no se puede hacer nada. El asunto está prescrito y, además, según cuenta usted misma, el autor fue absuelto.

Era verdad. No podía hacer nada para que juzgaran a mi padre que, además, había muerto hacía varios años. Pero quería rehabilitar la memoria de mi madre, que todo el mundo supiera lo que le había ocurrido. Y necesitaba su perdón para poder perdonarme a mí misma.

Por eso se lo conté todo a la periodista, y por eso todo el mundo sabe lo que pasó. Mucha gente no entendió por qué lo hacía, qué ganaba con desempolvar un pasado tan doloroso. Quizás si hubieran sabido que ese pasado seguía siendo presente para mí, me hubieran comprendido.

Aquella noche, tras cerrar por última vez el armario, dije que se lo llevaran. Fue la primera noche en que, después de tantos años, dormí a pierna suelta.

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