
Por este día de la mujer, tan distinto en la forma pero tan igual en el fondo, quiero haceros un regalo, un relato al que le tengo especial cariño, incluido en mi antología Mar de Lija Por todas las niñas y las mujeres del mundo
LA NIÑA QUE NO SABÍA HACER PASTELES
Relato ganador del 3er premio certamen de narrativa El Vedat 2015
-No olvides poner mucho azúcar. Y no pasarte con las almendras
-Lo sé, lo sé, tranquila. Lo tengo todo controlado
Mentía. No tenía controlado nada. Pero nada de nada. La voz de mi abuela, desde la otra punta de la casa, me apremiaba para que terminara aquella tarta. No sé en qué maldito momento se me ocurrió seguirle la corriente y decirle que la haría, ni mucho menos afirmar que sabía cómo se hacía. La cocina nunca había sido mi fuerte, y la repostería mucho menos. La verdad es que jamás me interesó demasiado, a pesar de esa obsesión casi enfermiza de mi querida abuela por los pasteles, que nunca comprendí del todo. O quizás por causa de ella.
El caso es que ya era una mujer mayor y, aunque en general gozaba de buena salud de cuerpo y mente, andaba cargada de manías y achaques, y no quería disgustarla. Por eso me ofrecí a elaborar la dichosa tarta. Y maldita la hora en que lo hice, porque ahora el tiempo me apremiaba, tenía miles de cosas que hacer, y aquel dulce estaba empecinado en sacarme de quicio. Y lo estaba logrando.
Al final, pude con ello. O casi. El bizcocho se había tostado en exceso, y no había subido demasiado. Pero estaba aceptable. Y pensaba que se la podría colar a mi abuela, que ya no tenía la vista de antaño.
Craso error. Engañé a sus ojos, pero para su paladar exquisito no había pasado el tiempo, y mi tarta no había superado la prueba.
La miré de hito en hito, esperando que me cayera una colleja como cuando era una niña. Pero en lugar de rezongar y reprenderme, se echó a llorar. Era un llanto suave, silencioso, como si se le estuviera escapando el alma por los ojos. Y, sin comprender muy bien lo qué pasaba, me eché a llorar yo también, porque en esas lágrimas parecía estar licuado el corazón de mi abuela.
Me dijo que la tarta era para su hermana, aunque yo ignoraba hasta entonces que hubiera tenido una hermana, y que era necesario que la tuviera lista a tiempo. Yo sospechaba que la edad estaba empezando a pasar factura a su anciano cerebro, pero pronto me di cuenta que no era así Y, de repente, mi abuela me transportó en un viaje en el tiempo a un pueblo del interior, más de medio siglo atrás.
Mi abuela, en efecto, tuvo una hermana. Apenas era dos años menor que ella, y estaban muy unidas. Juntas, se dedicaban a soñar con un mundo distinto, un mundo donde ellas y su madre harían lo que quisieran, y no lo que mandara su padre, un mundo donde las cosas buenas no fueran siempre para sus hermanos y los despojos para ellas. Anhelaban un futuro donde no hubiera que levantarse a las cinco de la mañana para encender el horno y preparar las masas de la panadería, el pequeño negocio familiar que les daba de comer, y que a ellas las tenía encadenadas como una bola de preso desde que eran unas niñas. Odiaban la harina, la levadura y aquel olor a leña que se les quedaba siempre impregnado en la ropa y en el alma. Pero cuando veían sus brazos, llenos de las cicatrices con que el fuego del horno los tatuaba cada vez que se despistaban, la realidad imponía su dictadura, recordándoles que no había otro futuro que el pan y los pasteles día tras día, sin domingos ni festivos.
Llegado el momento, su padre las obligaba a dejar el colegio, apenas hubieran aprendido lo suficiente para que no les timaran con el cambio al despachar el pan, para dedicarse a tiempo completo al negocio familiar. A mi abuela le tocó primero, y aunque protestó, no hubo nada que hacer. Cuando llegó el turno a su hermana, se rebeló. Lloró y pataleó, porque le gustaba el colegio y era una alumna excepcional, pero ni siquiera la intercesión de la maestra pudo doblegar la inquebrantable voluntad del padre. Las chicas debían quedarse ayudando a la madre en el negocio, y de ninguna manera aquella solterona amargada iba a conseguir que eso no fuera así. Y asunto zanjado.
Su madre no sirvió de gran ayuda. Era una mujer ajada y taciturna que no hacía otra cosa que trabajar como una mula y obedecer lo que dijera su marido, sin siquiera cuestionarlo. Su voluntad había desaparecido muchos años antes, y cuando sus hijas trataban de preguntarle, sólo respondía que ya era bastante afortunada por no estar siempre llena de cardenales, como su prima Dorita, que andaba siempre con marcas en el cuerpo y la cara de las palizas que le atizaba su esposo.
Mi abuela quería huir de aquello a toda costa, pero no sabía cómo lograrlo. Su hermana, sin embargo, se las ingenió para elaborar un plan para librarse. Le pidió ayuda para llevar a cabo su propósito, que no era otro que seguir estudiando a escondidas, mientras sus padres creían que estaba en el horno. Se escapaba por la ventana, con el mandil y la ropa de faena, y se encontraba en una cita clandestina con aquella maestra que su padre consideraba una solterona amargada. Mientras, mi abuela cubría la falta de su hermana, tratando de trabajar el doble para que no se notase su ausencia.
Las cosas funcionaron bien durante un tiempo. Los padres no notaron las horas de ausencia de su hija pequeña y, aunque alguna vez su madre preguntó por ella en alguna visita fugaz al obrador donde ellas estaban mientras ella atendía al público, mi abuela daba una excusa cualquiera y la creía, o fingía creerla. Su padre, mientras tanto, permanecía ajeno a todo ello repartiendo por los pueblos cercanos el fruto del trabajo de las mujeres de la casa.
Hasta que llegó un día en que el padre tenía que llevar un importante encargo, dos gigantescas tartas de boda hechas con almendra. Cando llegó el momento, solo estaba hecha una de ellas. Mi abuela no había conseguido acabar con su tarea y la de su hermana a tiempo, y él fue a comprobar el estado del encargo. Ante la ausencia la menor de sus hijas, no se tragó las excusas que mi atribulada abuela alcanzaba a musitar y, tras darle un bofetón que la arrojó contra las brasas y le dejó una cicatriz que todavía podía distinguirse en su espalda, logró que confesara.
A partir de ahí, el infierno en que se convirtió su vida hizo que añoraran la oprimente rutina anterior. A su hermana le propinó una paliza, cinturón en ristre, de la que tardó varios días en recuperarse físicamente. Pero ya no volvió a ser la misma. Cuando supo que su amada maestra había sido despedida y expulsada del pueblo, se vino abajo, y dejó de ser la niña tenaz que había sido. Hacía su trabajo como una autómata y nunca volvió a esbozar una sonrisa.
No había otra salida para ellas que tratar de encontrar un marido que las sacara de allí. Era la única forma en que su padre consentiría que salieran, así que se esforzaron en ello, esperando que algún mozo las rescatara. No esperaban un príncipe azul, sino un salvoconducto de salida. Y, aunque tardó, acabó llegando para mi abuela, que apenas tardó unos meses en contraer matrimonio.
En la propia boda, su hermana conoció a un tío lejano del novio, que mostró interés en ella. Pese a que era un hombre rudo y más bien desagradable, se dejó cortejar y ella también logró salir de allí, altar mediante. Y creyó que por fin sería libre.
Por un tiempo, recobró la alegría y volvió a ser la que fue. Aprovechaba las ausencias de su esposo para tratar de hacer acopio de libros y cuadernos, y estudiaba todo lo que podía. A su marido tampoco parecían gustarle las mujeres letradas, así que acabó haciéndolo a escondidas, como aquella vez.
Las cosas discurrían tranquilas cuando avisaron corriendo a mi abuela de que acudiera a casa de su hermana y su esposo. Su querida hermana estaba malherida, con el cuerpo ensangrentado y un gran golpe en la cabeza. Su cuñado le dijo que la muy torpe se había caído, pero los ojos inyectados en sangre de él desmentían sus palabras. Al cabo de unos días, su hermana murió, destrozada por las heridas de su cuerpo y de su alma.
Mi abuela fue a su entierro con una enorme torta de almendra, aquélla que, si hubiera hecho a tiempo, hubiera cambiado el curso de la historia de su querida hermana.
Y, sin darse cuenta, fue ella misma quien cambió el curso de la historia para siempre. Con el cadáver de su hermana aún caliente, tomó fuerzas de flaqueza y se enfrentó a su marido. Le dijo que no lo quería a él, ni a esa vida, y que iba a marcharse, lo quisiera o no. Y acto seguido, cerró la puerta y se marchó, sin que nadie pudiera impedirlo.
Se fue a la ciudad y, con su experiencia en la panadería, consiguió un trabajo en una pastelería que le permitía depender sólo de sí misma. Jamás dejó de trabajar, ni siquiera cuando quedó embarazada de mi madre, fruto de un momento de pasión con un novio que acabó casándose con una chica de su pueblo con la que estaba prometido sin que mi madre lo supiera. Pero ella sacó a su hija adelante, y se dejó la piel en que tuviera estudios, independencia y, sobre todo, la conciencia de lo que valía como mujer y como persona.
Esa mujer, mi madre, fue una de las primeras ingenieras con un puesto fijo en un ministerio. Construía puentes y caminos y yo siempre había estado muy orgullosa de ella, como también lo estaba de mi padre, un colega suyo que siempre le animó a seguir adelante.
Lo que hasta ese día ignoraba es que, todos los 25 de Mayo, mi madre acompañaba a mi abuela a un cementerio lejano a llevar una gigantesca tarta de almendra en honor de aquélla hermana. La tarta que no acabó a tiempo un día muy lejano.
Y entonces, volví a mirar la tarta que yo había hecho y abracé a mi abuela. Y juntas nos fuimos a llevarla a aquel remoto pueblo del interior.
Aún hoy quedan soñadoras que quieren seguir con aquello que se les quitó. El alma se alimenta de esperanza y el saber nos hace soñar que podemos ser más visibles.
El dolor que deja el mal trato, la vergüenza de ser la victima del maltratador y de la propia familia que nunca supo cuidar de ti y de tus sueños, se alivian cuando los pensamientos fluyen.
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