
Todas las cosas tienen un valor, sin duda. Lo que ocurre es que no todo el mundo le da el mismo valor a una misma cosa. Las hay que tienen su precio objetivo, como todas aquellas personas a cuyas cabeza se ponía precio en las películas del Far West, en un cartel donde decía “Wanted” porque, sea como sea, La muerte tenía un precio. El cine ha sacado tanto partido de ello que son numerosos los títulos dedicado al valor de algo, material o inmaterial. El valor del tiempo, El valor de una promesa, El valor de la amistad, El valor de la ley, El valor del miedo y, por encima de todas las cosas, El valor del dinero. Poderoso caballero, sin duda.
En nuestro teatro, por más que demos mucho valor a otras cosas, tenemos una valoración que tiene especial importancia: la valoración de la prueba. Que no es otra cosa que cómo se pondera la existencia de una o varias pruebas –o la inexistencia, en su caso- para concluir con un pronunciamiento absolutorio o condenatorio.
Lo primero que hay que destacar es que la valoración es diferente según se trate de una jurisdicción u otra. Nada tiene que ver cómo se valora en un proceso penal, en el que rigen principios como el de presunción de inocencia o la búsqueda de la verdad material, con la jurisdicción civil, que, salvo materias de orden público como las relacionadas con menores, se rigen por el principio de la jurisdicción rogada. Es decir, la diferencia entre la actuación de oficio y la actuación a instancia de parte. Aunque sea con matizaciones.
Ahora bien, las cosas cambian con el paso del tiempo y aunque nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal del siglo XIX siga sin acceder a su merecida jubilación, no es igual el momento para el que fue concebida que el actual. Me ha cedido un compañero -gracias Gregorio Mª Callejo- la joya de imagen que ilustra este post, un recorte de prensa de Barcelona de 1901, hace más de un siglo y dos pandemias que, haciendo la crónica de un robo de gallinas, hace una valoración tan técnica como expresiva. Ni fu ni fa. Podría decirse más fino, pero no más claro.
En realidad, a lo que alude la ley procesal penal es a las reglas de la sana crítica, un concepto jurídico indeterminado y mucho menos claro que lo que decía el periodista de principios de siglo. En efecto, en Derecho Penal rige el principio de valoración de la prueba, exactamente lo contrario que el de prueba tasada, que atribuya un valor concreto a cada prueba. En el proceso penal, una sentencia condenatoria puede basarse en una o varias pruebas, sean las que sean. Incluso es larga y prolija jurisprudencia que sienta que la sola declaración de la víctima es suficiente por si misma para enervar la presunción de inocencia, siempre que cumpla determinados requisitos. Una doctrina que, por cierto, ni ha sido inventada para la viol3encia d género ni supone una inversión de la carga de la prueba, por más que así lo quieran hacer creer determinados sectores que niegan la existencia de la violencia de género.
Eso sí, la sentencia que se base en una o varias pruebas debe motivarlo. Y motivarlo con algo más que ese ni fu ni fa tan expresivo. Es decir, que es fu o fa, condena o absolución. No caben puntos intermedios, aunque quepan condenas parciales.
No obstante, eso no significa que se puedan aportar pruebas en cualquier momento, como ocurre en las películas americanas en que aparece el testigo sorpresa que todo lo cambia a última hora. Aquí hay que proponer las pruebas en tiempo y forma. Que la valoración de la prueba tendrá libertad, pero no libertinaje. Acabáramos.
Sin embargo, en el proceso civil las cosas son diferentes. De la libertad se pasa al encorsetamiento, como la diferencia entre una jurisdicción que actúa de oficio a una que lo hace a instancia de parte, con las matizaciones que sean necesarias.
Por ejemplo, si el demandado no acude o está en rebeldía en el proceso civil puede declarársele confeso y tener por reconocidos hechos que le perjudiquen, algo impensable en Derecho Penal, donde el derecho a declarar tiene rango constitucional y nunca puede entenderse como una confesión.
Otro caso es el de los testigos, que en el proceso civil pueden ser tachados, mientras que en el penal, simplemente, se ponderará la causa que comprometa su imparcialidad -por ejemplo, si es familia- sin perjuicio de poder cometer el delito de falso testimonio, que nunca el de perjurio, que no existe en España.
En definitiva, en un proceso civil la prueba depende del impulso de parte -aunque hay casos donde Su Señoría puede acordar diligencias finales- y en el proceso penal, al buscar la verdad material, el impulso de oficio es mucho más pronunciado. A lo que se suma que ese impulso viene representado en el proceso penal en gran parte por el Ministerio Fiscal, cuya intervención en el proceso civil, más allá de los temas de familia y menores, es mucho más escasa.
Y con esto, acabo estas pequeñas pinceladas sobre valoración de la prueba. El aplauso lo daré hoy a quienes hacen esa complicada tarea, con una ovación extra para quien me proporcionó la imagen que me inspiró la idea. Espero que no os haya dejado que ni fu ni fa