Doña Nadie: protagonista de Navidad


      Cada Navidad, nuestras pequeñas y grandes pantallas nos sorprenden -o no- con obras sobre Navidad. La típica Que bello es vivir, la rompedora Pesadilla antes de Navidad o cualquiera de las de Santa Claus son buena muestra de ello.

Este inicio de Navidad en nuestro escenario queremos hacer un regalo e invitar a la reflexión con este relato. Un pequeño regalo toguitaconado para estas Navidades tan extrañas que nos ha tocado vivir

DOÑA NADIE

(Relato finalista del premio de narrativa de mujeres de la Generalitat Valenciana)

-No hace falta que venga, Señoría. Es una muerte natural

-¿Infarto?

-Hipotermia. Una indigente que dormía en la calle. Con la que está cayendo, es normal.

-Es terrible que en pleno siglo XXI pasen estas cosas. Terrible

-Lo es. Y aun pasa demasiado poco para lo que podría ser

Colgué el teléfono con una sensación de angustia enganchada al alma que no me abandonó en todo el día. La médica forense con la que trabajaba me había informado cumplidamente del estado del cadáver del que nos habían alertado y las causas probables de su muerte. Muerte natural. Tan natural, que ni siquiera hacía falta que acudiera la jueza de guardia. Sin embargo, esa muerte era de todo punto antinatural. Antinatural y evitable. Y por eso se me había enganchado la angustia al alma, clavada con unos garfios que dolían. Unos garfios de indiferencia e insensibilidad.

La noticia, y la forma en que me la contaron, me hicieron sentirme tal mal que decidí hacer caso omiso de la recomendación de la forense, y me planté allí. Ni siquiera pedí el coche oficial con el que nos desplazábamos para esos menesteres

-¿Qué haces aquí? -me dijo, sorprendida, la médica forense- ¿No te dije que no hacía falta?

-Sí, pero… -no sabía que decir, porque lo de los garfios en el alma no creo que convenciera a alguien tan pragmático como ella- No me quedaba tranquila

-Por dios -fingió ofenderse- ¿No te fías de mí, o qué? Son las seis de la mañana y hace un frío que pela. ¿O acaso vas buscando ponerte mala para pedirte una baja?

-Me has pillado -bromeé- Eres más sagaz que tus colegas de las series de televisión

-Al menos quédate aquí y no enredes -seguía con la broma- Voy hacia el cuerpo y te sigo contando. Pero ya te adelanto que la pobre mujer se ha muerto de frío, tal cual.

-¿Era muy mayor?

-No demasiado. A falta de confirmación, unos sesenta. Si llega

-Qué horror, María. No sé cómo puedes hacer este trabajo, la verdad

-Mira quién fue a hablar

Aquello no era del todo cierto. A mí no me agobiaba lo más mínimo mi trabajo de jueza, es más, disfrutaba haciéndolo. Por supuesto que había cosas desagradables y asuntos engorrosos que hubiera preferido no llevar, pero en general me parecía un trabajo apasionante. Me consideraba una privilegiada por ello. Sin embargo, lo de María era otro cantar. Aunque yo sabía de sobra que, por el contrario de lo que piensa mucha gente, solo una parte del trabajo de la medicina forense consistía en levantar cadáveres y hacer autopsias, esa parte me horrorizaba y me admiraba a un tiempo.

Por alguna razón, el hallazgo de aquella mujer muerta me había impresionado de una manera especial. Y no porque el cadáver tuviera un aspecto desagradable ni el escenario tuviera algo que alarmara en particular, sino, precisamente, por lo contrario. Parecía no importarle a nadie, que se asumía aquello como un mal inevitable, como un peaje a pagar por vivir en una sociedad como la nuestra.

No tenían ni idea de quién era, de cómo se llamaba ni de cuáles fueron las circunstancias que le llevaron a dormir al raso en plena ola de frío. No llevaba encima documentación alguna ni nadie había denunciado su desaparición. Según me aclaró María, podía llevar un par de días muerta, aunque fuera esa misma noche cuando se descubrió el cadáver. No entendía cómo podía no haberla visto nadie antes, tendida como estaba en la parte trasera de unos almacenes en el centro de la ciudad. Cuando lo pensaba, los garfios que me atenazaban el alma apretaban con más fuerza, hasta el punto de que tuve que disimular para no dar un grito allí mismo.

            La carpeta donde iría su expediente se identificó con un número, pero todas las personas que estábamos allí esa madrugada, la bautizamos como “Doña Nadie”. Una verdadera paradoja eso de darle un nombre, pero no darle ninguno. Pero más valía eso que nada.

            Doña Nadie resultó un problema casi desde el primer momento. Había varias cosas que no encajaban. Sus ropas distaban mucho de ser las propias de una indigente, y lo mismo cabía decir de su dentadura, que delataba a primera vista varias intervenciones odontológicas muy poco congruentes con una sin techo; o de sus manos, que denotaban que habían sido cuidadas, aunque hiciera mucho tiempo de su última manicura.

            No tardaríamos en conocer su identidad a través de las huellas dactilares, pero, mientras tanto, elucubrábamos sobre ella y las razones que la llevaron hasta un lecho de cartón en la parte trasera de aquellos almacenes. Siempre lo hacíamos como una especie de divertimento, pero en esa ocasión yo lo sentía como una necesidad. Y mientras, el garfio seguía apretando.

            A pesar de que llegué a casa, después de trabajar todo el día, muy cansada, no pude pegar ojo. Un duermevela denso hacía que se pegaran las sábanas del sudor, a pesar del frío que hacía en la calle. Doña Nadie se empeñaba en visitarme y repetirme que la sacara del anonimato, pero ni siquiera conseguía verle la cara. La mujer de mis sueños era escurridiza y veloz, y desaparecía en cuanto estaba a punto de descubrir sus rasgos. Solo llegó a enseñarme unas manos de cuidadas uñas esmaltadas en rojo.

-¿María? -contesté al teléfono, aun desde la cama- ¿Alguna novedad?

-Nada nuevo -me tranquilizó- Era sobre Doña Nadie. Te vi muy ansiosa por saber

-¿Y? ¿Sabemos quién era?

-Bueno -dijo María, enigmática- Conocemos su identidad. Saber quién era, no sé si lo sabremos alguna vez

Me intrigó la manera de hablar de María, pero no tardé en conocer el motivo, una vez tuve en mis manos el expediente de Doña Nadie. Sería difícil llegar a saber cómo alguien como Doña María de las Mercedes García de la Asunción y Galán-Medina había acabado en la más absoluta indigencia, durmiendo en la calle y sin que nadie la echara de menos. Aquella mujer había sido en otro tiempo asidua de la prensa del corazón, y, sin no me fallaba la memoria, había tenido, al menos, un marido y un hijo. Sin apenas darme cuenta, gruesos lagrimones empezaron a correr por mi cara.

En cuanto llegué al juzgado, me puse a hacer lo que tenía que hacer, es decir, ordenar la localización del hijo, familiar más directo, y la citación para que acudiera al juzgado. Era un trámite casi burocrático que, en este caso, me producía una ansiedad que no sabía muy bien a qué se debía. Si no fuera porque nunca creí en esas cosas, hubiera dicho que se trataba de una premonición.

-Señoría -una funcionaria llamaba a la puerta de mi despacho- ¿Se puede?

-Adelante, Dolores. Pase

-He localizado al hijo de…Doña Nadie

-¿Y? ¿Cuándo viene? Tenemos un cuerpo esperando a ser enterrado

-Pues, no sé no sé -me dijo, enigmática- Veo mal la cosa

-¿Cómo? ¿qué pasó? ¿La forense descubrió algo más? -me alarmé- Me lo hubiera dicho de inmediato

-Qué va -me interrumpió- Su hijo dice que no le molestemos con esas cosas que no piensa venir ni hacerse cargo de nada. Que él no tiene madre desde hace mucho tiempo

-¿Y el marido?

-Menos. Según el hijo está postrado en cama desde que tuvo un ictus

-Qué barbaridad. ¿Cómo es posible que nadie quiera hacerse cargo de esta pobre mujer? -estaba indignada- Imagino que le habrá dicho que ha de venir le guste o no

-Por supuesto Señoría. Le he citado para mañana y hasta le he dicho lo de los apercibimientos legales. Y, aunque de muy malos modos, dijo que vendría

“Lo de los apercibimientos legales” no era más que la fórmula legal de advertirle a alguien que debía obedecer o podía ser sancionado y hasta, en algunos casos, traído por la fuerza pública. Yo no dejaba de preguntarme qué pudo llevar a un hijo a abandonar así a su madre y no tener compasión ni siquiera cuando la han encontrado muerta de frío en la calle en la más completa miseria.

No tardé en empezar a desentrañar la historia. Doña María de las Mercedes, por matrimonio Marquesa de las Dunas, había sido en un tiempo poco menos que la reina del papel cuché. Aunque era una época donde Internet aun no había hecho su entrada triunfal en nuestras vidas, no era difícil encontrar imágenes de ella, sonriente y exquisita, en actos sociales. De pronto, su estela desaparecía de las revistas del corazón para pasar a la sección de “sucesos” de los periódicos, después a la de “tribunales” y de ahí a la nada. Los archivos de los juzgados, aun con la dificultad de tratarse de hechos anteriores a la digitalización, confirmaban el rastro de la caída a los infiernos de Doña María de las Mercedes García de la Asunción y Galán-Medina.

Según las crónicas sociales de la época, Merchi, como la llamaban, pertenecía a una familia de rancio abolengo y escaso pecunio, que recuperó al casarse con el marqués de las Dunas, un riquísimo empresario cuyo título nadie sabía muy bien de donde había salido. No parecía que ella tuviera familia propia porque ni siquiera en la foto en blanco y negro de su boda, publicada en la crónica social del “Hola”, parecía existir rastro de ellos. También en el “Hola” se anunciaba el nacimiento de su único hijo, Borja, en una crónica según la cual “los marqueses de las Dunas tenían el honor de comunicarles el próximo bautizo de su hijo, en la basílica de Santa María de los Lirios”. A ello seguían insulsas imágenes de la Primera Comunión de Borjita, de galas benéficas y bodas y funerales donde la flamante marquesa acudía con sus mejores galas. Y de pronto, el vacío del colorín y directa al precipicio del blanco y negro y de ahí a un fundido en negro para siempre.

Por los periódicos de la época supe que aquella mujer había tenido el coraje de denunciar, en la década de los 90, una violación. Pero no una violación cualquiera, sino una violación cometida por su marido. Aunque aquello ya estaba previsto en la ley como delito, el círculo social en la que se movía no estaba preparado para una convulsión así. Y, según lo que pasó más tarde, no solo el círculo en el que se movía sino la sociedad entera.

Nadie apoyó a la pobre Merchi, que para entonces ya había pasado a llamarse Mercedes, pero ella se empeñó en sostener la denuncia pasara lo que pasase. Yo había conseguido rescatarla del archivo y la tenía en mis manos mientras me ponía enferma de rabia y pena a un tiempo.

Reconozco que lloré a moco tendido mientras releía una declaración plasmada en papel a golpe de Olivetti, con las letras difuminadas hasta casi borrarse en una acción combinada de aquel papel carbón con el que entonces se hacían las copias y del paso del tiempo. Aun así, de sus cinco páginas se desprendía el dolor de la mujer que, tras mucho sufrir, ha decidido que ya no puede más. A través de aquellos renglones apretados se veía a una mujer joven que era insultada primero, humillada después, más tarde golpeada y apalizada, mientras un muro de aislamiento cada vez más alto se elevaba en torno a ella. Se leía cómo se sintió capaz de aguantarlo todo, incluso aquella golpiza que acabó con la pérdida de la niña que tanto tiempo anheló, hasta que le quebró la dignidad de un modo para ella intolerable. Después de todo lo que había aguantado en silencio, su esposo la había violado, aunque quizás sería más correcto decir que la había violado una vez más, pero que en este caso fue de un modo tan violento y humillante que fue el revulsivo para reaccionar como antes no lo había hecho.

Merchi había salido de casa a merendar con sus amigas, como hacía cada miércoles, pero en aquella ocasión tenían algo que celebrar y se les fue la hora de las manos. Por supuesto, por aquel entonces no había otro modo de avisar de su tardanza que el teléfono tradicional del bar que, según su relato, no funcionaba. Así que decidió dejarse llevar y no preocuparse más. Ya lo explicaría cuando llegara.

Aunque esperaba que su marido estuviera enfadado, no podía imaginar lo que le esperaba. La recibió fuera de sí, con los ojos inyectados en sangre y comenzó a llamarla “puta”, “zorra” y a acusarle de serle infiel con cualquiera, algo que a la pobre Merchi no podía ni pasársele por la cabeza. La agarró con fuerza y le dijo que iba a castigarla, y que, si se comportaba como una prostituta, la trataría como tal en su propia cama.

Según su declaración, aquel monstruo la desnudó por completo y la ató a los barrotes de la cama con corbatas de seda, una por cada extremidad. Ella no ahorraba el detalle de explicar que cada una de aquellas corbatas había sido un regalo de aniversario que le hizo la propia Merchi. Mientras yacía vulnerable y aterrorizada amarrada a su propia cama, él sacó del cajón con parsimonia su máquina de fotografiar y la asaetó a disparos del flash que llegaron a deslumbrarla. Según contaba, ella solo quería que acabara con ella pronto, que la matara si tenía que hacerlo pero que no la hiciera sufrir más. Y así se lo dijo, pero él no accedió a su ruego. La mantuvo en aquella posición hasta que ella tuvo calambres y la penetró una y otra vez hasta que se cansó. Antes de desatarla, varias horas más tarde, trajo a su hijo Borja, de solo seis añitos, a la habitación, y dijo que mirara a la zorra que tenía por madre, que le gustaba hacerlo como las furcias.

Después, la desató entre carcajadas, y le advirtió que de ahí a entonces debería obedecerle en todo, pues de lo contrario las fotos acabarían en manos de todo el mundo. Y por supuesto, que ni se le ocurriera contar aquello a nadie o sabría quién era el marqués de las Dunas.

Pero ella no podía más y decidió arriesgarse. Decía que cualquier cosa que le pasase no podía ser peor que permanecer en aquella cárcel dorada y acudió a la policía a la noche siguiente, a escondidas, con una pequeña maleta como equipaje. Después de denunciar, y de ver la cara de incredulidad de uno de los agentes, se registró en un hotel, el mismo que facilitaba como domicilio y que suplicaba en la propia declaración que su marido no conociera.

Ahí acababa su declaración, que me puso el corazón en la garganta. El mismo garfio que me agarraba el alma desde que encontramos el cadáver, me apretaba sin piedad. Busqué con ansia en aquel expediente que se desmontaba por momentos, la declaración de él. Negaba los hechos tal conforme ella los contaba, y decía que la relación sexual existió, pero que fue ella la que le pidió que la atara y la fotografiara, porque siempre estaba ávida de sexo, y gustaba de probar todo tipo de perversiones. Que a él aquello no le gustaba, pero accedía por complacerla, porque era la madre de su hijo y por nada del mundo querría romper la familia. Apenas unas líneas transcritas a máquina daban fe de sus palabras.

Sin darme cuenta, había superado con mucho la hora en que solía marcharme del juzgado, pero seguía absorta en la historia de Mercedes, así que pasé con ansiedad las páginas hasta encontrar la sentencia.

Era, como temía, una sentencia absolutoria. Con pocas páginas se despachaba explicando que la versión de la víctima no resultaba en absoluto creíble, y que concurría lo que llamaba “vis grata puellae”, o fuerza grata a la mujer, en aquellas conductas sexuales que podrían parecer perversas, por lo que, existiendo consentimiento, no había violación alguna. Por si había alguna duda, añadía en el apartado de análisis de la prueba que las fotografías aportadas por la defensa confirmaban la versión del acusado.

No había presentado recurso, según pude comprobar. No quiero ni pensar cómo se sentiría aquella mujer de clase alta y modales exquisitos viendo su cuerpo expuesto y examinado ante desconocidos.

Me marché con una terrible sensación de impotencia unida a los garfios que ya se habían hecho fuertes en mi interior. Tras una tarde dando vueltas a la historia, afronté otra noche en blanco donde una Merchi ya con rasgos propios venía a verme y me pedía ayuda. Y desperté sin tener ni idea de cómo dársela.

La comparecencia del hijo fue terrible, una de las más desagradables de mi vida profesional

-Como le dije por teléfono, no quiero saber nada de esa furcia que, por desgracia, fue mi madre. Tuvo el final que se mereció

-¿Y su padre? -pregunté, tratando de ocultar las ganas de escupir a aquel niñato- ¿No puede venir? Todavía constan casados.

-No se atreva a citar a mi padre. Como consecuencia de todo lo que le hizo sufrir, tuvo un ictus del que no se recuperó nunca. Tiene paralizada la mitad de su cuerpo, y una grave depresión crónica. No pudo soportar todo lo que dijeron los periódicos de él por culpa de esta mujer

-¿Y hermanos? ¿Alguna otra familia?

-Su única hermana se fue al extranjero hace muchos años y no volvimos a saber de ella. Tampoco ella pudo soportar la vergüenza- me miró altivo- Pero dígame donde tengo que firmar, y ya se apañarán con el cuerpo. No quiero saber nada más.

Pocas veces en mi vida me había parecido alguien tan despreciable. Me había parecido tan real el testimonio de Mercedes, que aquello resultaba una nueva violación a su memoria. Estaba pensando en ello cuando una funcionaria interrumpió mis cábalas

-Señoría, acaban de llamar de Decanato. La comida homenaje por la jubilación del magistrado Esteban Antúnez se suspende

-¿Por?

-No han dicho nada

Me alegré. Aunque solía ir, por protocolo o por educación, a todas aquellas comidas, no me apetecía lo más mínimo. Ni siquiera tenía ninguna relación con aquel magistrado cuyo nombre, sin embargo, cobró nuevo significado ante mí. Esteban Antúnez era uno de los firmantes de la sentencia que absolvió, por unanimidad, al marido de Mercedes. El era uno de los que no la habían creído. O de los que no quisieron creerla. Y mientras tanto, el cadáver de Mercedes seguía sin ser reclamado. Si nadie lo evitaba, acabaría en una sepultura anónima.

Al día siguiente, la médica forense me llamó muy excitada. Me preguntaba cómo gestionar el hecho de que alguien sin ningún parentesco con Mercedes García de la Asunción quisiera pagar a la funeraria y hacerse cargo de las exequias. Me dijo que habían llamado por teléfono sin dar identidad alguna, así que pensé en un Borja arrepentido o en la hermana perdida. Al fin y al cabo, tenían corazón, aunque fuera pequeño. Y darían a Mercedes la dignidad en la sepultura que le negaron en vida.

Se tramitó con rapidez y al día siguiente fue enterrada en el cementerio general. Una sencilla lápida de mármol con su nombre y la fecha de su muerte guardaría por siempre su memoria. Lo comprobé cuando, de extranjis, accedí a la factura de la funeraria que se hizo cargo de su cuerpo. Cuando leí el nombre del titular de la tarjeta con la que se hizo en pago, me quedé de piedra.

Esteban Antúnez había pagado la factura, sin reparar en gastos. El magistrado debió luchar toda su vida con los remordimientos de no haber creído a aquella mujer. O de haberla creído y haber guardado silencio. Y hoy, después de conocer su triste muerte, quería acallar su conciencia a golpe de talonario. Justo el día que, por una pirueta del destino, le tendrían que haber homenajeado a él por su trayectoria.

Aquel hombre llegó, incluso, a encargar y pagar una misa por el alma de Mercedes. Y yo, aunque no soy religiosa, quise ir. En la iglesia, como no podía ser de otro modo, un Esteban Antúnez circunspecto estaba atento a las palabras del sacerdote. El y yo éramos el único público en la ceremonia. Cuando me descubrió en la última fila, me miró con cara de sorpresa. Más tarde me pareció vislumbrar una mirada de súplica en sus ojos. Y quise hacer lo que había ido a hacer.

Mi intención, al acudir a aquel inusual funeral, era acercarme al viejo magistrado y decirle unas palabras de ánimo que le permitieran disfrutar tranquilo de su jubilación. Pero, por un instinto incontrolable, me marché sin acercarme a él, sin dirigirle tan siquiera una mirada. Yo no era nadie para otorgarle un perdón que llevaba décadas esperando.

Si Mercedes le perdonaba o no, era cosa de ella y de nadie más. Tal vez le hubiera bastado con saber, aunque fuera con treinta años de retraso, que la habían creído. O tal vez no.

Justo en ese momento sentí que los garfios que apretaban mi alma se aflojaban por fin.

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