#historiasrurales : Pan de ajo


PAN DE AJO

-Guapa, ¿me pones un par de hogazas de ese pan de ajo tan famoso?

-Claro, señor ¿Le gusta blanco, o más tostadito?

Pilar atendía en el mostrador mientras su madre, incansable, se empleaba a fondo en el horno. Había conseguido sacar adelante aquel establecimiento que le cedió un tío lejano a cambio de cuatro perras, cuando él se instaló en uno nuevo, en el centro del pueblo, con un horno más moderno y varios empleados a su servicio. La mujer salió del obrador, como impelida por un resorte, y le arrebató a su hija el pan que estaba a punto de entregar a aquel hombre

-No nos queda pan, señor. Ni de este ni ninguno. Tenga usted un buen día

-Pero, madre…

-Lo dicho. Váyase con viento fresco.

La panadera parecía muy alterada. Su cara brillaba encarnada a pesar de la harina que todavía le cubría las mejillas y la punta de la nariz. Su hija adolescente la miraba desconcertada. Jamás había visto a su madre en tal estado. Parecía que el corazón fuera a salírsele del pecho.

Había llegado el momento que había estado demorando tanto tiempo. El momento de contar la verdad a su hija

-Pilar, ese hombre… -respiró hondo antes de acabar la frase- es tu padre.

Aquella frase marcaría un antes y un después en la vida de Pilar, aunque mucho menos de lo que su madre imaginaba. Ya hacía mucho que dejó creer la historia del padre modélico que perdió la vida en un accidente de tractor.

Virtudes había sido una mujer muy guapa. Todavía lo era, a pesar del maltrato del tiempo y de la vida, y de que no hacía ningún esfuerzo en arreglarse. Tal vez por eso llamó la atención de Joaquín, el muchacho más rico, más malcriado y más maleducado de toda la contornada.

Ocurrió en la verbena, en las fiestas del patrón del pueblo. Joaquín agarró a Virtudes cuando subía la cuesta que llevaba de su casa, a las afueras del pueblo, a la plaza. A empellones, la metió en la cochera de una casa cercana que, como otras muchas del pueblo, pertenecía a su familia. Le arrancó su  blusa de los domingos, blanca y con cuello de encaje, y le rasgó la falda para subírsela hasta la cintura. Ella se resistió tanto como pudo, pero él era fuerte y la tenía inmovilizada

-No podía hacer otra cosa, de verdad…

Virtudes seguía culpándose, aún después de tanto tiempo. Quizás por eso nunca denunció a Joaquín, aunque lo que más le indujo a callar fueron las palabras de él. Le juró que si contaba lo sucedido a alguien, su familia lo pagaría caro. Nadie les daría trabajo y se morirían de hambre.

-Además, ¿quién va a creer a una putita paleta como tú?

           Virtudes calló, y siguió callando hasta que la biología le impidió hacerlo. A la primera falta temió lo peor, y las dos siguientes le confirmaron sus sospechas. Su abultada tripa le obligó a contárselo todo a su madre tras cinco meses de silencio. Los padres de Virtudes aceptaron aquello como una prueba más a las que les sometía la vida, y, aunque nunca culparon a su hija, tampoco tuvieron la más mínima intención de denunciar al autor, convencidos de que nadie creería a su hija frente al todopoderoso hijo del dueño de medio pueblo.

       Virtudes nunca volvió a ver a Joaquín. Se marchó, como cada invierno, a la capital, pero no regresó. Su familia lo hacía muy de Pascuas a Ramos hasta que vendieron sus propiedades y desaparecieron

       Cuando Virtudes oyó aquella voz que pedía dos hogazas de pan de ajo, revivió sus peores recuerdos. Era la misma voz que la llamaba “zorra” mientras le arrancaba su blanca blusa de los domingos, con su cuello de encaje.

       Mientras relataba todo aquello a su hija, Joaquín recorría el pueblo como si, de nuevo, volviera a ser el dueño y señor de todas las cosas. Pero no hubo pan para él tampoco en la panadería nueva, ni le sirvieron vino en la taberna ni en la recién reformada casa de comidas. Tampoco le quisieron dar habitación en la fonda, y ni tan siquiera le abrieron el ventanuco de la farmacia, pese a que era la única que había en toda la comarca.

       Cuando Virtudes se enteró de todo aquello, se dio cuenta que había hecho mal en ocultarse a todas las miradas, en no salir de casa más que para ir a Misa o llevar a la niña a la escuela, al médico o adonde hiciera falta. El pueblo que ella creía que la juzgaría a ella, había celebrado su juicio mucho antes. Y había condenado al miserable a una pena que jamás podría imponer un juez.

       Ese día cogió a su niña de la mano y fue a pasear por todo el pueblo, con la cabeza muy alta. Jamás volvió a ocultarse ni a sentirse avergonzada.

       Hacía mucho que mi madre me había contado aquella historia para explicarme que, al contrario que el resto de mis compañeras, yo no tenía abuelo materno pero a cambio tenía una abuela que valía por dos.

       Hoy lo he recordado al ver que nadie del pueblo ha faltado al entierro de mi abuela Virtudes la panadera, la que hacía el mejor pan de ajo. Y la mujer más querida y respetada de toda la comarca.

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