#NuestrosHéroes


 

balcon

   PLÁCIDA

 

Cuando Plácida recibió aquella llamada de teléfono, no tenía ni idea de qué podía tratarse. Estuvo a punto de no acudir, por un lado, porque no creía que fuera algo demasiado importante y, por otro, porque era difícil cambiar el turno con alguna de sus compañeras. Lo pensó mucho, pero, al final, la curiosidad mató al gato. O, mejor dicho, a Plácida.

Ya hacía tres meses que la pesadilla de la pandemia había pasado y la ciudad poco a poco a poco iba recuperando su pulso. Ya solo quedaba la necesidad de llevar mascarilla para realizar algunos trabajos, impuesta por el Gobierno, y el resquemor al contacto físico, secuela espontánea del horror vivido.

A Plácida, sin embargo, le quedaba mucho más. Se le habían quedado dentro un montón de historias que no pensó que fueran a permanecer con ella para siempre cuando, un día de finales del mes de marzo de 2020, aceptó un empleo temporal después de que su empresa la despidiera antes de que la ley le impidiera hacerlo.

No se consideraba ninguna heroína, desde luego. Más bien al contrario. Aceptó el trabajo simple y llanamente porque lo necesitaba para dar de comer a su hija, y la verdad es que desde la distancia le pareció un verdadero espanto, pero era lo que había. En cualquier caso, aquello ya pertenecía al pasado. Y ya había conseguido no pensar en ello en todo el día, aunque la noche fuera otro cantar.

Iba pensando todo esto cuando llegó al lugar donde la habían citado, una calle estrecha y larga como cualquier otra en el centro de la ciudad, muy cercana al Ayuntamiento. Esperó con ansiedad a que llegara alguien, incluso temió haberse confundido o, peor aún, haberse equivocado cuando decidió acudir a aquella cita a ciegas. Ni rastro de ninguna persona. Le recorrió un escalofrío recordando aquellas semanas en que no había ni un alma en ningún sitio.

De pronto, se abrieron a la vez puertas y ventanas, balcones y azoteas, y de cada uno de ellos surgieron personas que aplaudían con entusiasmo. Plácida miró a su alrededor y reconoció algo que le era muy familiar. Cada una de las personas que aplaudía llevaba en su mano un papel que agarraban con fuerza. Todos estaban escritos de puño y letra de Plácida. Y contenían un nombre y una pequeña frase, una oración, un verso o incluso un dibujo. Juan, Antonia, Virtudes, Dolores, Beatriz, Julián, Lorenzo, Elena, Carlos, Asunción, Silvia, Roque, Jesús… Eran las pequeñas tarjetas que Plácida escribía cada vez que, en aquel trabajo en la funeraria, tenían que enterrar a alguien y sus familiares no había podido asistir por el riesgo de contagio o por la restricción de movilidad. Plácida les hizo llegar una nota personal y una vela, para que no sintieran que la persona a la que quisieron se iba sola.

Ahora, a las 8 de la tarde, como tantas tardes durante el confinamiento, sonaba un aplauso cerrado y lleno de emoción. Era el que los familiares de todas aquellas personas le dedicaron a Plácida, la mujer que hizo su duelo un poco más soportable. La mujer que convirtió en humano lo inhumano.

 

 

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