Para dedicarse al mundo del espectáculo hay que emplear una buena dosis de fuerza de voluntad. Hay que vencer las reticencias de quienes todavía piensan que eso no es una profesión seria, hay que pelear en cada casting y en cada audición por conseguir el papel, o por no venirse abajo si no es así, hay que dedicar horas de esfuerzo a formarse y hay que demostrar cada día eso de “nena, tú vales mucho”, como si se tratara de un examen. Tan importante es que el propio régimen nazi aludía a ella en la película que usaron para exaltarse a sí mismos, El triunfo de la voluntad. Ese Hitler tan bien retratado por el genial Charles Chaplin en El gran dictador. Y es que la voluntad, parafraseando a Mae West, cuando es buena es muy buena pero cuando es mala es todavía mejor para sus fines.
En nuestro teatro la voluntad aparece por todas partes. Empezando, por supuesto, por el momento de estudiar la carrera y el de la oposición, en la que uno de los principales ingredientes de éxito es la fuerza de voluntad. Sin ella, no hay cerebro privilegiado ni memoria prodigiosa que resista. Y con ella, aunque el cerebro no sea tan privilegiado ni la memoria tan prodigiosa, se puede llegar a la meta. Como decía mi abuelo, todos los cuchillos cortan, es cuestión de afilarlos más o menos.
Así, desde el primer momento en que una se encuentra con el mundo del Derecho, le hablan de la autonomía de la voluntad, uno de los pilares de nuestro Derecho Civil. En esencia, y perdónenme por la simplificación los civilistas de pro, consiste en que cada cual puede pactar lo que le venga en gana, siempre que no sea contrario a las leyes, a la moral o al orden público, como decía ese precepto que había que aprenderse de memoria –confieso que lo he comprobado, pero había acertado de pleno al recordar el artículo-. Otra cosa es como se interprete eso de la moral y el orden público o, como dice algún otro artculo, las buenas costumbres. Pero no es momento de cortar ese traje, que seguro que mi abuelo nos diría lo de afilar los cuchillos también vale para las tijeras.
Por supuesto, también la voluntad es el eje sobre el que pivota el Derecho penal. En otro de los preceptos de obligada memorización para cualquier alevín de jurista que se precie, el Código Penal nos define los delitos como acciones u omisiones dolosas o imprudentes –antes dolosas o culposas- penadas por la ley. Y es, precisamente, ese “dolosas o imprudentes” lo que hace referencia a la voluntad. Los actos involuntarios no pueden ser delictivos, por gravísimas consecuencias que comporten, como sucede en esos casos que siempre nos ponían en los test de la autoescuela de la pelota y el niño detrás de ella apareciendo súbitamente en mitad de la calzada.
Los ejemplos que nos ponían en los casos prácticos cuando estudiábamos eran de lo más pintoresco. No tiene voluntad de matar quien da una mala noticia a un enfermo del corazón sin conocer su padecimiento y le da infarto del susto. Tampoco la tiene quien proporciona un empacho de dulces a un diábetico o de cualquier cosa prohibida a un alérgico. Siempre recuerdo en estos casos la noticia que leí una vez de una pobre chica que dio un beso a su novio tras haber tomado manteca de cacahuete, que provocó la muerte instantánea de él por causa e su alergia a ese fruto seco. Aunque la verdad, jamás me encontré con casos de este tipo en mi vida toguitaconada.
Tampoco me encontré nunca con otro de los casos típicos que nos ponían como ejemplo. El de la persona que da muerte a su padre sin saber que lo era que, en su día, no respondía de parricidio sino de asesinato y hoy, en que ya no existe el delito de parricidio como autónomo, no respondería de la agravante de parentesco.
Aunque la voluntad no basta, si el hecho no la acompaña. Ese sería el caso de otros de los ejemplos paradigmáticos que nos ponían cuando estudiábamos el error en Derecho Penal. No responde penalmente quien da a alguien azúcar pensando que es un veneno, ni quien hace un conjuro para matarlo con el convencimiento de que será efectivo. Ni siquiera deseando la muerte con todas sus fuerzas, que es bien conocido el brocardo de “el pensamiento no delinque”. Si así fuera, todo el mundo habría delinquido alguna vez. ¿O no?
Hay delitos que, además de la voluntad general de cometerlo, necesitan un plus, un dolo específico llamado elemento subjetivo del tipo, que no es otra cosa que una voluntad reduplicada. Así ocurre con el ánimo de lucro para los delitos contra el patrimonio y el ánimo libidinoso para los delitos sexuales. El problema es, entonces, probar la existencia de ese ánimo. Aunque, curiosamente –o no- se tratan de modo distinto. Nadie duda que quien se lleva la recaudación de una máquina tragaperras tiene ánimo de lucro, pero sí que se ha dudado en más de una ocasión que quien le toca el trasero a una mujer tenga ánimo lúbrico. Como si fuera a comprobar su tersura por un interés meramente científico, digo yo.
En Derecho Civil, por su parte, está la figura de la buena fe, y su antagonista, la mala fe. Tan importante es que en algunos casos, como el de la prescripción adquisitiva, pueden determinar que el bien se quede en unas u otras manos.
Pero la voluntad no solo se manifiesta a ese lado del banquillo. Al otro lado de estrados, también la voluntad juega un papel importante. La mala fe procesal, por ejemplo, es una figura muy utilizada para desvirtuar argumentos. Así como lo de no ir en contra de los propios actos. Cosas que hay que tener en cuenta aunque en ocasiones parezcan triquiñuelas legales. La buena fe en el ejercicio de la profesión debe ser regla que rija nuestras actuaciones.
Así que hoy el aplauso va con cita bíblica. Paz en Toguilandia a los juristas de buena voluntad, porque ellos harán Justicia. Aunque no siempre ganen los juicios.
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