#cuentosdeNavidad : SOS


 

bolas navidad

                Todavía no había llegado Navidad, pero ya tenía su regalo. Por fin convenció a sus padres para que le dieran el dinero suficiente para comprarse aquel último modelo de  móvil tan fantástico, y tenerlo antes que todas sus amigas. Aunque le costó que su madre claudicara, al final capituló. Y, a pesar de que sabía que tenía razón al decir que no lo necesitaba, que el suyo no tenía ni un año y funcionaba perfectamente, no cejó. Se rió de aquellas cursilerías sobre el espíritu de la Navidad y los Reyes Magos, con la ilusión y todas esas zarandajas. Ya era mayorcita y quería su regalo. Y, como siempre, lo había conseguido con dosis perfectamente equilibradas de zalamerías y mohines varios.

Lo que no sabía es que días antes, a muchos kilómetros de allí, una niña soñaba con esa misma caja en la mano. Para ella la Navidad no era otra cosa que tiempo de trabajo frenético. Horas y horas sentada colocando piezas en artefactos como aquél, mientras el patrón advertía que si en Navidad no estaba todo terminado no cobrarían. No sabía lo que era Navidad, ni lo que eran vacaciones o fiestas. Y no conocía más descanso que el momento en que podía levantarse de la silla y librarse de los calambres. Pero aún así, se consideraba afortunada.

Sin embargo a la dueña del móvil la ilusión le duró poco. Cuando vio en redes sociales a una de sus amigas con otro dispositivo igual en la mano, maldijo su mala suerte. Y no terminó de abrir la caja.

Si lo hubiera hecho en ese momento, hubiera descubierto que contenía algo más que ese lujoso dispositivo. Y tal vez, solo tal vez, se hubiera recriminado a sí misma.Pero como no lo hizo entonces, no pudo saber que la caja estaba cargada con un grito de auxilio. El que depositó dentro, en un descuido del patrón, aquella niña que, pese a todo, se consideraba afortunada, simplemente, porque las cosas podían ser todavía peores.

Ella, en cambio, creía en ese momento que no había nada peor que haberse visto desbancada, una vez más, por su amiga. Y por eso, ya sin ganas, rompió el papel que envolvía el paquete y rasgó la caja sin apenas mirarla. Y no se hubiera dado cuenta de nada si algo no hubiera caído junto a sus recién estrenadas deportivas de marca.

La niña había depositado todas sus esperanzas en ese momento. Y había fantaseado en cómo sería la recepcionaria del paquete. Imaginaba a una chica sensible que quedaría impresionada y que seguro que sabría hacer algo por su querida hermana.

Ella apenas hizo caso. No entendía cómo se les había colado semejante cosa a los fabricantes, ni qué narices hacía allí aquella foto descolorida en blanco y negro. Se disponía a quejarse a la empresa cuando se percató. En el reverso, tres letras reclamaban su atención. SOS. Debajo, unos garabatos que parecían una dirección desconocida. Aquello espoleó su curiosidad, y volvió a mirar la foto. Desde aquel papel, una niña de unos seis años con un vestido absurdo de novia parecía suplicar a la cámara mientras un hombre de más de sesenta la miraba con expresión lasciva. Y algo hizo clic dentro de ella.

La niña estaba preocupada por su hermanita. Era tan pequeña y tan frágil… Era la más linda de la casa, y sus padres no dudaron ni un instante cuando aquel hombre se prendó de ella. Y se la entregaron, pese a las súplicas de ella y sus siete hermanas. No la había vuelto a ver desde la boda, pero sabía que sus gritos de dolor se escuchaban por toda la aldea cada noche.

Aquellos ojos infantiles que le miraban desde el papel le habían quitado el sueño. Y por más que trató de apartarlos de su mente, fue inútil. No costaba nada intentarlo. Y quizás sería vista como una heroína por el mundo. Habló con un primo suyo periodista, que se emocionó con el tema y le dijo que lo dejara en sus manos. Y le entregó la foto, sintiendo una sensación extraña.

La niña ya había perdido la esperanza cuando algo la alertó. Esa noche, cuando volvía a casa del taller, había un revuelo enorme en toda la aldea. Allí mismo, junto a una camioneta cargada de maletas, se habían instalado unos periodistas con cámaras como las que ellas fabricaban. Se acercó a ellos con cuidado, y lo vio. El más alto llevaba en la mano una fotografía que enseñaba a todo el mundo. La foto de su hermanita que ella metió en la caja pidiendo socorro. Se atrevió a acercarse y tratar de explicarles como pudo. Después se fue a casa, jurando que no diría nada a nadie.

Días más tarde, en otro lugar del planeta, una joven veía la televisión sin poder dar crédito. Su primo periodista hacía la crónica de la llegada de una ONG a una lejana aldea de un remoto país para llevarse a una niña que había sido obligada a casarse a los seis años, y cuyo cuerpecito ya estaba molido de palizas.

La niña estaba, por fin, junto a su hermana. Aquellas personas también se habían hecho cargo de ella y se llevaban a ambas a un lugar seguro. Cuando subieron a la camioneta, vieron la fecha en la pantalla de los mandos del vehículo. Era 25 de diciembre. Navidad.

Lo que no sabía aquella niña es que el dispositivo en cuya caja metió aquel grito de esperanza había sido devuelto y reembolsado el dinero. La que fue su propietaria por un escaso tiempo lo había devuelto y donó su importe íntegro a la ONG que había realizado el rescate.

Lo sabría más tarde. Cuando, tras un largo viaje ambas pudieron conocerse y fundirse en un largo abrazo.

El periodista escribió un libro con aquella historia. Pero ninguna de las dos quiso ceder su imagen ni su nombre. Prefirieron guardar su cuento de Navidad para ellas solas.

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