No hay Navidad que se precie sin regalos. Pero, además de los regalos hay una costumbre muy nuestra que a mí siempre me ha gustado: el aguinaldo. Y como en nuestro teatro también hay tradición, me dejo por una vez al Santa Claus del cine, en todas sus entregas, para hacer mi particular aguinaldo navideño a quienes me alegrais la vida leyéndome cada martes y cada viernes.
El perro que odiaba la Navidad
Erase una vez un perro llamado Happy. Era un peludo encantador que hacía honor a su nombre casi todo el año, porque, llegado el tiempo navideño, ganas entraban de llamarlo Angry, de lo hosco que se ponía.
Su dueña creía saber la razón, y así se lo contaba a todo el mundo. El árbol de Navidad invadía su espacio, porque el abetito de colores se colocaba exactamente en el lugar que Happy consideraba suyo, el sitio donde se tendía habitualmente a hacer la siesta, y desde donde accedía a la terraza para que le diera el aire, o lo que fuera.
Así que, en cuando Happy husmeaba el movimiento, y veía el brillo de bolas de colores, lucecitas y zarandajas varias, se convertía del Dr Jekyll a Mr Hyde. Sabía que aquel dichoso arbolito lleno de adornos cursis iba a robarle su sitio. Y de nada servía que conociera de sobra que era el rey de la casa, y que disponía de toda entera para ponerse donde le viniera en gana, ni tampoco que hubiera otra puerta de acceso a la terraza. Le habían desplazado por un simple abeto de plástico. O no.
Eso era al menos lo que pensaba su dueña. Y lo que pensaba, por tanto, toda la familia, que se afanaba en consolarlo y hasta en darle versiones perrunas de galletas de jenjibre para compensarle su pérdida. Pero la verdad es que no tenían ni idea. No sé sabe muy bien si Happy no sabía hablar humano o no quería hacerlo, pero nunca se molestó en explicarles que la razón de su desasosiego era otra. Aunque, en honor a la verdad, hay que decir que aceptaba encantado los mimos extra y las galletitas, que sería muy happy pero no tenía una sola lana de tonto.
Así que Happy guardaba su secreto como guardaba algunos tesoros que nunca se encontraron, como aquel adorno de navidad de cristal que rompió y cuyos restos hizo desaparecer sin dejar huellas, o como los papeles de colores que envolvían a los Reyes Magos de chocolate que un día se zampó él solito, dejando que culparan al menor de los chicos de la casa. Aunque a Happy, en Navidad, le perdonaban todo.
Lo que nadie sabía es que Happy era mucho más que un perro de lanas casi siempre encantador. Y todo porque un día, cuando apenas había dejado de ser un cachorrillo, se le apareció un señor gordo vestido de rojo y le dijo que le había elegido para ser el guardián del espíritu navideño. Nada más y nada menos. Y, con eso, le encomendó la tarea de permanecer atento para que todo el mundo estuviera feliz en aquella casa, que nadie olvidara acudir a una comida navideña ni dejara de hacer un regalo a quien correspondiera. Incluso, cuando se hizo algo más grande, le aumentó el encargo explicándole que debía ayudar a encontrar el regalo adecuado a cada cual. Y Happy, que era un perro obediente, se tomó la tarea tan en serio como merecía.
Por eso, cada vez que veía que salían las primeras ramas del abeto de su caja de cartón, se ponía nervioso. Porque sabía que había llegado el tiempo de arrimar el hombro, o mejor, dicho, sus patitas. Y era por eso, precisamente, por lo que no se alejaba ni de noche ni de día de su sitio al lado del árbol. Porque no había mejor observatorio navideño que ése. Y, aunque la gente no lo crea, no era tarea fácil. No era sencillo evitar que los niños de la casa discutieran, pelearan por cualquier nadería o hicieran un estropicio. Y cuando crecieron, se hizo todavía más difícil evitar los disgustos, o convencerlos sin decir una palabra y sin que se dieran cuenta de que renunciaran a la acampada con concierto en estas fechas o de que se marcharan de viaje en esos días para no disgustar a sus dueños. Y todavía más difícil era el tema de los regalos. Había que ver qué olvidadizos eran, y cómo les costaba en ocasiones hacer que recordaran tener sus paquetes a tiempo.
Cuando acababan las fiestas, con el deber cumplido, Happy volvía a su sitio, una vez desalojado el árbol, con la satisfacción del trabajo hecho. Esa satisfacción que confundían con el alivio porque el intruso de plástico verde había sido desahuciado de nuevo.
Pero, aunque él no lo sabe, Happy no es un caso único. En todas las casas, en todos los sitios, el señor gordo del traje rojo, de uno u otro modo, elige a sus ayudantes para que, al menos por unos días, el mundo pueda ser mucho mejor. Pero nunca se lo cuentan a nadie.
Así que hoy, desde aquí, mi aplauso para todos los Happys que hacen del mundo un lugar más bonito, aunque solo sea por unos días. Y pido perdón por anticipado porque quizás haya resultado un poco cursi. Pero tal vez, solo tal vez, Happy alguna vez lleve toga y tacones.
Y añado un toguitaconado aplauso con guau guau extra para Yuri, cuya imagen –y quizás algo más- ha ilustrado este estreno
Reblogueó esto en Meneandoneuronas – Brainstorm.
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Ahí va mi aplauso y…me quedo con esto: En todas las casas, en todos los sitios, el señor gordo del traje rojo, de uno u otro modo, elige a sus ayudantes para que, al menos por unos días, el mundo pueda ser mucho mejor. Pero nunca se lo cuentan a nadie.
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Gracias Isabel
Y bon Nadal
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