En el mundo del espectáculo es muy común el uso de un nombre artístico, que poco o nada tiene que ver con aquel con el que una fue bautizada o inscrita en el Registro Civil. Sea porque al nombre auténtico no hay por donde cogerlo, o porque se quiere dar un toque glamuroso, son multitud quienes no se llaman como parecen, como nuestras niñas prodigio Marisol o Ana Belén, a quienes les endosaron un nombre de pila sonoro y pizpireto para que hiciera juego con el personaje, que Pepa o Pilar no parecían bastante brillantes. Tal como le explican a la protagonista de Ha nacido una estrella, cuyo impronuniable nombre entendían que amenazaba seriamente su carrera.
Los delincuentes de ficción, por su parte, también usaban de apodos, fueran bandoleros de rancio abolengo, como El Estudiante o El Algarrobo de Curro Jiménez, o fueran protagonistas de western, como El Bueno, El Feo y El Malo o la mismísima Juanita Calamidad. Y, como la realidad supera a la ficción, ahí tenemos a El Vaquilla acercando ambos mundos.
Por supuesto que en nuestro teatro abundan los nombres y sobrenombres, los llamados alias que, antaño, acompañaban al nombre propio del delincuente como parte de su DNI y que todavía se traduce en las hojas histórico penales en el “también conocido por”. Que, además, en algunos casos, con la llegada del fenómeno de la inmigración, dan lugar a varias versiones del mismo sujeto, simplemente por la pericia o impericia del funcionario de turno a la hora de transcribir una grafía extranjera.
La verdad es que cada vez vemos menos los motes de toda la vida, esos que incluso llegaban a heredarse y a fundar verdaderas sagas entre nuestra clientela habitual, como Los Pelaos, que protagonizaron gran parte de mi paso por un partido judicial. A El Vaquilla ya citado, que tuvo su propia película o El Pera, que pasó de delincuente habitual a colaborador de las fuerzas del orden, se añaden otros como El Dioni o El Lute –también con filme propio-, motes derivados de una pronunciación un tanto sui generis de su nombre de pila, conocidos por sus diveersas “hazañas”, dentro o fuera de los límites del Código Penal.
Son muchas y muy variadas las opciones imaginativas a la hora de poner un sobrenombre. Er Mijita llamaban, según me cuenta una compañera, a un delincuente de muy baja estatura. Y cuenta otra que a un testigo lo identificaban como “Antonio, el de la olla”, a lo que ella, muy prudente, requirió más datos, por no caer en la rima fácil. Y me cuenta otra que tuvo a Los fruitis casi al completo en la cola de detenidos, habida cuenta sus alias coincidentes con la serie de dibujos animados, aunque se lamenta de que nunca encontraran a Gazpacho. Quizás habría que ponerlo en busca y captura. Como pusieron, en su dia, a un tal “El follaor”, de cuyo sobrenombre ya se desprende que convenía tenerlo bien vigilado por si las moscas.
También recuerdo, por aquellos tiempos en que los escritos se pasaban a máquina por el funcionario, en que resultó citada a juicio “la tia Aurora”. Cuál no fue la sorpresa de los presentes al decubrir que tal pariente no existía, y se trataba de algo tan prorsacico como la “Cía Aurora”, esto es, la Compañía aseguradora del conductor encartado.
Y para sobrenombres ingeniosos, uno que me contó en su día mi padre y que me ha quedado grabado. Se trataba de alguien a quien se conocía por “el Pibe”, de lo que se concluía claramente que se trataba de un paisano de Carlos Gardel. Pero la realidad era bien otra. El sujeto en cuestión nada tenia de argentino, sino de valenciano de pura cepa. De ahí que le llamaran el “Piberoig” –pimentón, en valenciano colquial- por el color rojo encendido de su cabellera, sin tener nada que ver con la tierra del tango.
No solo son los nombres inventados o buscados de propósito los que resultan curiosos. A veces el propio ya es tan pintoresco que no hace falta más. Mis generosos compañeros me aportan los de una tal Blanca Nieves, o de una mujer apellidada Pendón que tenía que vérsela con pintadas alusivas a la profesión más antigua del mundo. Y el colmo de los colmos, un imputado apellidado Cárcel, que permanece en la ídem, como si estuviera predestinado. Temblorona, Karamoko, Walt Disney, Cojoncio, Tiburcio o Ernesto Lenin, además del ya clásico Kevin Costner de Jesús, son otros de los patronímicos con los que unos padres muy poco piadosos obsequiaron a sus hijos, que no se sabe si influídos por esa circunstancia, acabaron formando parte de nuestra clientea más exqusita.
Pero no es únicamente en El lado oscuro de estrados hay sobrenombres. Me cuenta una compañera que, como en la película de Lina Morgan, a ella misma La llamaban la Madrina, sobrenombre que le puso un juez medio en broma por lo que presionaba para lograr conformidades difíciles. Y qué voy a decir yo misma, que me encuentro más de una vez con que, por lo bajini, me llaman La de la toga y los tacones y hasta la toguitaconada. Y confieso que me encanta.
Así que hoy el aplauso va a ir directamente para todos esos compañeros y compañeras que han querido compartir sus experiencias en la nomenclatura delictiva para dar vida a este post. Gracias por hacerme sonreir. Y espero que por hacer sonreir a quien lo lea.
Muy agudo e interesante.
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Gracias!!
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