Dicen que la veteranía es un grado. Y que la experiencia es la madre de todas las ciencias. Y no les falta razón, aunque como todas las cosas, admite matices. En el mundo del espectáculo, son muy respetados los profesionales veteranos, con toda una vida de tablas y escenarios a sus espaldas, aunque también hay otros que se han visto relegados en su vejez al más triste de los olvidos. Pero son frecuentes los homenajes, premios honoríficos o menciones a esas trayectorias. Y aunque el cine suele nutrirse de personajes jóvenes, hay excelentes muestras de obras protagonizadas por personas mayores, como esa delicia titulada En el estanque dorado o las inolvidables viejecitas de Arsénico por compasión.
También en nuestro teatro la veteranía es un grado. O debe serlo. Y no me refiero aquí a quienes, desde la jubilación, siguen aportando su experiencia a través de escritos o de colaboraciones, que los hay y muy valiosos. Me refiero a un momento anterior, cuando la toga va perdiendo lustre y ganando muescas y, si de togados públicos se trata, la nómina creciendo en trienios.
Comentábamos varios compañeros hace unos días acerca de lo que el tiempo da, y lo que quita. Y si bien es cierto que, al tiempo que el tinte se va haciendo necesario en muchas de nosotras, e innecesario en muchos de ellos por falta de objeto, las facilidades para un buen destino crecen y el empuje de la juventud disminuye. Y no siempre es fácil equilibrar la balanza.
La veteranía y, en la función pública, su primo hermano el escalafón, dan opciones a escoger un destino cómodo, lejos de asfixias obligadas por la circunstancia de tener que conformarse con lo que quede –o con lo que nadie quiere- Pero también dan muchas tablas y muchos conocimientos que deben aprovecharse en pro de la justicia y del justiciable, y que es una pena desperdiciar. Y ahí entra en juego un factor de equilibrio, la ilusión, esa que no hay que perder nunca, como comentaba otro de mis compañeros que había aprendido de su preparador.
Entiendo que es penoso ver que alguien aprovecha su buen número en el escalafón solo para buscarse una vida lo más confortable posible. Incluso quien lo pueda usar para escaquearse lo máximo posible. Pero también es penoso meter a todos en el mismo saco y creer que cualquier destino se escoge, años mediante, en pro de pegarse la vida padre y no de dar un mejor servicio donde esa experiencia pueda ser aprovechada. Y ni una cosa ni otra. Hay excelentes profesionales que lo son hasta el mismo día de colgar la toga, y hay quienes no lo son desde el primer día en que se la pusieron. Por fortuna, los primeros ganan por goleada a los segundos.
Pero la veteranía no es solo escalafón. Entre los protagonistas de nuestro teatro que no forman parte de escalafón alguno –Letrados y Procuradores esencialmente- también la veteranía es un grado. Y podemos aprender mucho de esos abogados y abogadas –aunque menos- mayores que llevan una vida dentro de su toga. Ya he hablado otras veces de todo lo que aprendí de mi padre, aunque no tuve la fortuna de disfrutar mucho tiempo de él, y siempre me quedaré con el deseo de haber compartido estrados. No perdamos la oportunidad de preguntarles y aprender de ellos.
Recuerdo una vez, allá en la noche de los tiempos, en que un magistrado fue especialmente descortés –por decirlo de algún modo- con un letrado muy mayor que, aunque exquisito en sus formas, había tenido algún lapsus de memoria. En público, le dijo que debería volver a la Facultad. Nunca olvidaré la cara de aquel hombre al que había visto y admirado mil veces en Sala sintiéndose humillado ante semejante exabrupto. Y, aunque no lo hago muchas veces, lo busqué luego para darle la mano y decirle que hizo un buen trabajo. No lo era, pero podría haber sido mi padre.
La veteranía es relativa. Quienes andamos a medio camino entre un extremo y otro somos considerados veteranos por unos y bisoños por otros, dependiendo también de la edad media de la curia en ese tiempo y lugar. Algo así como los hermanos medianos de una familia numerosa, en el limbo entre ser el mayor de los pequeños o el pequeño de los mayores. Pero en vez de quejarnos unos y otros, deberíamos usar la experiencia de unos para aprender y el empuje de otros para contagiarnos. Reconozco que a mí los alumnos en prácticas siempre me insuflan un chute de energía extra y me dan más de lo que puedan recibir de mí, lo crean o no.
Por eso hoy el aplauso es para quienes valoran la experiencia como un privilegio sin perder la ilusión, y para quienes con la ilusión intacta, aprenden de ella. Y, por supuesto, para todos los perfiles senior , según terminología de nuevo cuño, que no son justamente apreciados. Dicho sea sin acritud alguna. O no
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Pues eso digo yo que la veteranía es un grado, o no. Quién nos guía por éste mar de incertidumbres? Los veteranos, o no.
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