Llevamos ya muchos estrenos en nuestro teatro, y en todos ellos hemos utilizado la palabra como instrumento esencial. Y esencial es, desde luego. Pero no todo se dice con palabras, y hasta muchas veces, las palabras contradicen al gesto, se diga lo que se diga.
Y si en todas partes es esencial el lenguaje no verbal, en el espectáculo es, si cabe, mucho más. Tanto, que hubo un tiempo en que no había sonido en el cine y el gesto nos lo tenía que transmitir todo. ¿Qué sería de nosotros sin ese andar característico de Charlot y la ternura de El Chico, sin la cara de palo de Buster Keaton o la galanura de Rodolfo Valentino? El cine nunca hubiera llegado a ser lo que era sin que le precediera el cine mudo, como nos recordaba, entre otras, Cantando bajo la lluvia y, en versión remember, las más modernas Blancanieves o The Artist. Aunque el gesto no se perdió con la llegada del sonido al cine. Lo que abunda, no daña, aunque a veces se pase de rosca, como las mil muecas de Jim Carrey en La Máscara.Pero una buena expresión vale una vida. Que me lo digan a mí, que aun veo en mis pseadillas la cara del Jack Nicholson de El Resplandor. O que se lo digan a la actriz de Hijos de un dios menor, merecidamente oscarizada aunque no pronunciaba ni una palabra en todo el filme. Pero, para gestos en el cine, la cara de los que parecieron premiados y no lo eran por La la land, en la ceremonia de los Oscar 2017, las de los que no parecían premiados y lo eran por Monnligh, y las de los atribulados presentadores del premio, Warren Beatty y Faye Dunaway
Y, aunque parezca que nuestro teatro pueda ser el reino de la palabra, dicha o escrita, muchas veces la comunicación no verbal dice más que el mejor de los informes. Y otras, no es que lo dice, sino que más bien lo contradice.
¿Que en menudo jardín me he metido? Tal vez, y acabe desvelando secretos inconfesables que hasta ahora escondía tras la máscara del disimulo. Pero, como ya he dicho otras veces, el mundo es de los valientes. También con toga y tacones.
Y puestos a confesar, confesaré. Seguro que más de uno y de una se ha dado cuenta, pero esas veces que se reproduce un informe de otro, o se afirma y ratifica, se hace con tan poca fe que el gesto nos delata. Otras, cuando nuestra presencia en juicio es debida a un imponderable de útima hora, de esos de “ve a juicio ya, que Fulanita se ha puesto enferma”, pasamos verdaderos malos tragos para sacar aquello adelante. Y aunque nuestra expresión diga que estamos convencidas a la vista del resultado de la prueba practicada en la sesión anterior del juicio, nuestro lenguaje no verbal dice que maldita sea mi mala suerte y ojalá no se den cuenta que no tengo ni repajolera idea de lo que pasó, más allá de las notas que haya dejado el compañero, cuando las hay. Porque por más que diga la ley que el Ministerio Fiscal es único, esto no es la Santísima Trinidad ni nos llega el espíritu en forma de paloma. Ojala así fuera.
Pero el lenguaje no verbal no es exclusivo del Ministerio Público, desde luego. Un clarísimo ejemplo es el del pobre letrado al que le ha tocado un cliente imposible, y que dice aquello de “siguiendo instrucciones de mi mandante”, que viene a equivaler a “no me queda más remedio que decir esto”, acompañado en ocasiones de una cara de perrillo apaleado que reconozco que me provoca ternura y empatía. Al otro lado del espectro, está el que se refiere al “estimado colega”, sea del Ministerio Público o de la acusación particular con una cara de pocos amigos que lo último que transmite es estima.
Y, arriba de estrados, todos hemos podido ver a jueces o juezas con caras de interés o expresiones de infinito aburrimiento. Y en casos, hasta dan un respingo. Como el que recuerdo que dio un juez bastante mayor cuando oyó en un juicio que la víctima se refería a la acusada como “su ex novia”, en un asunto donde la víctima en cuestión constaba como Manolo pero pasado el tiempo entre los hechos y el juicio había pasado a ser y parecer Manuela.
Y luego están los pequeños gestos. Recuerdo un secretario de judicial –ahora sería un laj- que, en cuanto concluía su labor, comenzaba a armar escándalo con las gomas, los clips y demás adminículos de papelería, aunque el resto estuviéramos concentrados en nuestros informes. Incluso una vez, jugando con un boli y la goma que sujeta el expediente, ésta hizo de tirachinas y me dio en plena cara. Y tuve que dominar muy bien el lenguaje no verbal para no ponerle cara de asesina en serie o que no me diera un ataque de risa. O ambos a un tiempo. Y algo parecido me pasa a mí cuando pierdo la paciencia, algo que la juez con la que trabajo nota de inmediato por el repiqueteo rítmico de mis tacones contra el suelo.
Pero donde más hay que emplear el lenguaje gestual es cuando se actúa ante el tribunal del jurado. Confieso que tengo un amplio repertorio de ojitos, levantadas de ceja y aspavientos con los que trato de comunicarme con los miembros del jurado. Que a veces tampoco pueden dominar el suyo, y sueltan más de un bostezo, por cierto, especialmente si están atendiendo a periciales complicadas. Cosas de la vida toguitaconada.
Aunque es verdad que a veces los gestos nos traicionan. Es difícil contener las ganas de levantarse la toga y dar vueltas por la sala de vistas abrazando a todo bicho viviente cual estrella balompédica cuando el testigo resulta fantástico a nuestros intereses o nos notifican una sentencia favorable en un asunto complicado. Y también es difícil disimular las ganas de volvernos invisibles cuando sucede lo contrario.
Por último, no podemos olvidar a nuestros protagonistas. La expresión de la víctima y su modo de transmitir credibilidad o lo contrario pueden ser determinantes. Como puede serlo también la cara del acusado, en particular cuando se le mira fijamente a los ojos, ejercicio que suelo poner en práctica. Y también reconozco que algunas miradas han llegado a darme escalofríos y hasta acompañarme en alguna pesadilla. Pero eso también son cosas de la vida toguitaconada.
Así que hoy en vez de aplauso, trataré de comunicarme de manera no verbal con una enorme sonrisa. Dedicada a todos aquellos que, con sus gestos, saben hacernos más agradable el trabajo. Que a veces cuesta mucho.