No hay infancia sin cuentos. O no debería haberla. Cuando se recuerda la niñez, enseguida acuden a la memoria aquellos cuentos leídos o contados que nos hacían soñar y, sobre todo, nos invitaban a dormir, para alivio de nuestros padres. Y a los cuentos leídos o escuchados hay que sumar los vistos, a través de todas las representaciones que cine y teatro nos han brindado. Desde el viejo Marcelino, pan y vino hasta los más o menos modernos, muchos de ellos tuneados por la factoría Disney o en versiones mucho menos amables o almibaradas como las de Tim Burton. Para gustos hay colores y habrá quien prefiera ser Princesa por Sorpresa o Eduardo Manostijeras, pero siempre hay un cuento que viene a cuento.
Y hoy contaré uno muy especial. El de Taconita en el País de las Maravillas. ¿Me acompañáis? Advierto que la toga y los tacones son optativos, aunque siempre vienen bien.
Érase una vez una gentil toguitaconada que gustaba de dar largos paseos por su país, Toguilandia. A nuestra protagonista le gustaba explorar, investigar y adentrarse en todas partes, pero veía tantas cosas que luego no era capaz de recordarlas todas de golpe, y cuando quería contarlas había quien no le creía. Así que decidió llevarse su cuaderno y tomar nota de todo. Y éste es el resultado.
El cuaderno de Taconita no era un cuaderno al uso. En pleno siglo XXI en Toguilandia tenía algo que se llamaba Papel 0, que había sido fruto de un proceso muy bien estudiado llamado digitalización de la Justicia en el cual unos señores y señoras muy sesudos y bien asesorados consiguieron una justicia eficiente y rápida. Mientras lo ponían en marcha, cuenta la leyenda que se reían de un país muy lejano donde un invento llamado lexnet volvía Del revés a los operadores jurídicos, que acababan imprimiendo más papel que nunca en los juzgados. Pero en Toguilandia no pasaba eso, porque con MagicNet lo tenían todo solucionado. Por eso el cuaderno de Taconita no era más que su dispositivo móvil y su talento para plasmarlo. Del resto se encargaba la tecnología.
Así que armada y pertrechada con sus ganas, recorrió Toguilandia. Lo primero que visitó fue algo que llamaban Juzgado de guardia. Allí había hombres y mujeres instalados en unas magníficas dependencias que atendían con una sonrisa a los ciudadanos que acudían a consultar sus problemas. La leyenda decía que en aquel otro país ese juzgado se llenaba de hombres –y también mujeres- amarrados de las muñecas por algo que denominaban «esposas», porque habían cometido actos horribles que llamaban “delitos”. Pero no en Toguilandia. Allí, aunque sí que se veían muy de vez en cuando hechos horribles, eran tan excepcionales que casi nadie se acordaba. Porque en el país de Taconita la educación era tan buena que casi todo el mundo llegaba a la edad adulta bien aprendido. Y cuando había excepciones, había una ley que actuaba de inmediato, porque la Justicia tenía muchos más medios que cualquier otra Administración. Y eran la envidia de la Agencia Tributaria que, a base de que la gente pagara voluntariamente todos los impuestos, casi no tenía medios por no necesitarlos.
Siguiendo con su paseo, Taaconita de repente se encontró un monumento. En él, una mujer y un hombre sonreían en un plano de igualdad. Taconita se sorprendió, porque en su país nadie se imaginaba que en algún sitio los hombres y las mujeres no fueran tratados de la misma forma, pero se acercó al monumento y vio una placa, que rezaba que aquello era un homenaje a algo que existió en otra época, algo llamado Juzgados de Violencia sobre la Mujer, que habían cerrado por innecesarios. A ningún hombre de Toguilandia se le ocurriría hacerle nada a una mujer por el solo hecho de serlo. Valiente barbaridad. Taconita dejó una flor virtual de su dispositivo MagicNet y siguió andando.
Casi al lado del anterior, había otro monumento. Un monolito dedicado a aquellos que lucharon contra la corrupción. Nuestra heroína tuvo que buscar a través de la red pública de Internet a la que cualquiera podía acceder en qué consistía aquello. Cuando leyó que hubo en tiempo en que había políticos que malbarataban el dinero público, no podía creerlo. En Toguilandia aquello era impensable.
Y en su paseo, Taconita también pudo ver cómo se celebraban los juicios. Vio que, como suponía, un número parejo de hombres y mujeres conocían de asuntos que habían sucedido hacía apenas unos días. Salvo algunos especialmente complicados por las diligencias a practicar, que nunca tardaban más de dos meses porque había tanto personal, con tantos medios y tan preparado que las cosas casi corrían solas. Auxiliadas, por supuesto, de todo tipo de especialistas que acudían raudos a emitir su dictamen. Había una leyenda que decía que en otros tiempos se llegaron a tardar hasta años, pero Taconita no quiso creerlo. La gente a veces contaba enormes mentiras y exageraba demasiado. Acabáramos.
Por último, Taconita no quiso marcharse sin saludar a quienes allí trabajaban. Le encantó el ambiente de camaradería y colaboración. Juristas, mujeres y hombres, que actuaban como un equipo en pro de la sociedad aportando cada cual lo mejor de sí. Sin rivalidades ni desconfianzas, como los maledicentes decían que existieron en otro tiempo. Pero eso tampoco quiso creerlo Taconita, que había que ver qué cosas inventaban.
Así que Taconita se fue a su casa con su cuaderno mágico lleno de notas que usó en este cuento, Taconita en el País de las Maravillas.
Y esta humilde Toguitaconada no hace otra cosa que traerlo para estrenarlo en nuestro escenario. Lástima que no acabe como el Planeta de los Simios, descubriendo que ese planeta en realidad es el nuestro.
Por eso hoy el aplauso es precisamente para quienes, inasequibles al desaliento, hacen cada día todo lo posible para que Toguilandia sea como ese País de las Maravillas. O que, al menos, se parezca todo lo posible.
Y un aplauso extra para @JulioAntonio48 por cederme esa fotografia que ilustra el post. Posiblemente, una imagen que envidiarían en la mismísima Toguilandia.
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